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Existe una justificada preocupación de la sociedad por el uso que hacen los jóvenes de las tecnologías, pero esta lícita inquietud a menudo deriva en discursos simplistas y alarmistas que no abordan la complejidad del problema. El pánico moral ante las pantallas tiende a reducir el debate a una dicotomía entre el uso y la prohibición, olvidando que una de las claves es cómo se integran de manera crítica y pedagógica en los procesos educativos. Los mensajes alarmistas, que culpan a las pantallas de todo tipo de problemas de aprendizaje, hacen que evitemos asumir nuestra responsabilidad en la manera en que estas herramientas han sido introducidas en las aulas, y principalmente, que pensemos acerca de cómo afrontar los retos que suponen.
Si usted tiene un problema hoy en día tiene un chivo expiatorio fácil al que echarle la culpa: la pantalla. Desde la falta de atención en el aula, pasando por el rendimiento, la adicción al móvil y hasta los problemas de lenguaje, todo es culpa de las pantallas. Da igual que, una y otra vez, se trate de explicar que no hay consenso científico sobre todas esas cuestiones, que son complejas de investigar y que, de hecho, se necesita más investigación desde diferentes paradigmas y ámbitos. Da igual que se explique que una de las claves es qué herramientas usamos y cómo. Da igual que se analice que en el lenguaje, por ejemplo, hay muchos factores que son determinantes, como la calidad del contenido y el acompañamiento de las familias. Da igual que se aclare que PISA plantea que el problema está tanto en usar los medios digitales en exceso como en no utilizarlos nada. Da igual que haya investigadores en adicciones que nos expliquen que, cuando se valoran meta-análisis y revisiones sistemáticas más amplios de la investigación existente, no existe evidencia de que el uso del móvil sea adictivo. Da igual que las asociaciones nacionales americanas de Ciencias, Ingeniería y Medicina hayan realizado una revisión de la evidencia disponible y expliquen que no podemos decir que las redes sociales causen daños en la salud. Da igual que sepamos que hay otros factores más determinantes en la educación que pueden condicionar todo lo mencionado. Da igual, las pantallas tienen la culpa de todo.
Y esto no significa que no haya que echar un vistazo a la herramienta en sí o que haya que negar los riesgos a los que nos enfrentamos. La tecnología no es neutra: detrás de cada plataforma, aplicación o algoritmo hay decisiones humanas, motivaciones concretas y una determinada visión del mundo que se refleja en su diseño, funcionamiento e impacto. Es necesario analizar quién las ha diseñado, con qué propósito y bajo qué modelo económico y cultural. Las plataformas digitales no son espacios inocentes ni imparciales, detrás de ellas hay algunas empresas con intereses claros, algunas que cumplen con principios éticos de uso y otras que no. Algunas diseñan algoritmos con sesgos que pueden fomentar determinados usos, priorizando unos contenidos sobre otros y condicionando nuestra percepción del mundo (que se lo digan a Twitter/X). Pero precisamente por esto es necesario desarrollar la competencia digital de los estudiantes, para que sepan comprender mejor sus derechos y deberes como ciudadanos digitales. Esto no significa únicamente enseñarles a usar herramientas tecnológicas, sino formarles para que puedan comprender su funcionamiento, identificar sus sesgos, interpretar críticamente los mensajes que reciben y ser conscientes de las dinámicas que estas herramientas generan en su comportamiento, así como en su relación con los demás. Y también, por qué no, ser capaces de encontrar en ellas los canales adecuados para colaborar con los demás y construir un espacio digital más inclusivo.
Sin embargo, esta mirada crítica sobre la tecnología y su impacto no puede quedarse únicamente en el análisis de las herramientas, también hay algo clave que se nos olvida y que es fundamental: cómo utilizamos la tecnología en la escuela. En este sentido, hay algo que resulta importante decir, algo de lo que ya hemos hablado anteriormente, y es que en educación se investiga desde distintas disciplinas, que es una ciencia social y que, en la actualidad, estamos inmersos en una especie de era de “evidencitis», donde las aulas se conciben casi exclusivamente como laboratorios en los que medir fenómenos complejos a través de cifras. Queremos números para todo: horas de pantalla, edades recomendadas de uso, porcentajes de atención y rendimiento académico. Asumimos algunos estudios interesantes, pero con muestras limitadas, como si fueran verdades absolutas e inamovibles, y nos lanzamos en la búsqueda de una receta perfecta. Y sí, los números son importantes (y ahora mismo necesarios para entender qué está pasando en las aulas), pero en la educación no pueden ser lo único que tengamos en cuenta, porque la investigación educativa no solo se construye con números, sino también con contextos e historias. Hay multitud de variables que influyen en el aprendizaje y muchas preguntas que hacernos, una de ellas es, ¿qué se está haciendo con esas pantallas?. Porque no es lo mismo que los/las estudiantes pasen horas consumiendo contenidos pasivos y desconectados de su contexto, que utilizar la tecnología de forma activa, reflexiva y orientada a un propósito pedagógico claro. No es lo mismo un uso que fomente la repetición mecánica, que uno que impulse el pensamiento crítico y la participación activa en su propio aprendizaje.
Entonces, ¿sobre qué dejamos de reflexionar cuando culpabilizamos a “las pantallas” de todos los problemas educativos?:
- El modelo de digitalización en nuestro país. Aunque existen experiencias innovadoras y docentes pioneros, en demasiadas ocasiones la digitalización se ha limitado a trasladar el libro de texto tradicional a una versión digital en dispositivos como portátiles y tabletas. Ya hemos profundizado en este tema aquí.aquí.
- Los recursos disponibles en los centros. Por un lado, hay que valorar que todavía hay centros que carecen de recursos digitales suficientes y adecuados Por otro, en algunos casos, la responsabilidad se ha trasladado a las familias, obligándolas a adquirir dispositivos como portátiles o tabletas, lo que profundiza las desigualdades socioeconómicas. Aún no se ha reflexionado lo suficiente sobre qué modelo de dotación sería verdaderamente equitativo para garantizar un uso adecuado y accesible de las tecnologías en el aula.
- La formación inicial y continua del profesorado. Hace falta una apuesta clara y coherente para desarrollar la Competencia Digital Docente de manera adecuada. Es necesario partir de los fundamentos de la Tecnología Educativa y poner un mayor énfasis en la dimensión didáctica, asegurando que el uso de la tecnología en el aula responda a objetivos pedagógicos claros y efectivos.
- La falta de una evaluación rigurosa del impacto de las iniciativas tecnológicas en la educación. Propuestas como las Aulas del Futuro o los sistemas de acreditación de la Competencia Digital Docente no han sido sometidas a evaluaciones que nos permitan saber cómo han funcionado. Por ejemplo, los enfoques para la acreditación de la CDD han variado considerablemente entre las diferentes Comunidades Autónomas.
- El abandono de proyectos de software libre en las Comunidades Autónomas. Muchas administraciones han optado por determinadas soluciones tecnológicas cerradas, dejando de lado las iniciativas basadas en software libre que se promovían a principios de siglo. Esto plantea interrogantes sobre la transparencia en la gestión y el uso de los datos de la comunidad educativa.
- Las políticas educativas que se han desarrollado para integrar la tecnología. En demasiadas ocasiones, las políticas de digitalización educativa se han implementado de forma descoordinada, sin una visión a largo plazo, y sin tener en cuenta las necesidades de los centros. A veces, las decisiones responden más a modas tecnológicas que a un análisis pedagógico fundamentado.
- La brecha digital que existe en nuestro país, tanto en el acceso a determinados dispositivos como en el uso seguro y adecuado de las herramientas.
- Sobre el papel de las familias. Es necesario que abordemos la alfabetización ciudadana, con políticas de conciliación y dotación de recursos que permitirían a estas disfrutar de espacios, tiempo y recursos adecuados para asumir su papel como mediadores activos y acompañantes críticos en el uso de la tecnología.
- El diseño de nuestras ciudades y la oferta de ocio para la juventud. La oferta de ocio a veces es limitada, desarticulada y poco adaptada a los intereses de los menores. Necesitamos espacios que fomenten el encuentro y la convivencia intergeneracional, y que ofrezcan oportunidades reales para disfrutar del tiempo libre de forma saludable.
- La limitada participación de los profesionales educativos en la toma de decisiones sobre tecnología en las aulas. Ni los investigadores de las Facultades de Educación ni los docentes suele ser tenidos en cuenta a la hora de diseñar herramientas para la educación o para valorar cómo implementarlas en el aula.
- Los intereses económicos y comerciales que rodean el debate sobre la tecnología en la educación. Es obvio que existen intereses económicos que impulsan la integración de determinadas herramientas en la educación, y que estas herramientas condicionan el uso y el sentido de la tecnología en el aula. Esta realidad debe analizarse de manera crítica. Sin embargo, no se suele tener en cuenta que existen también intereses económicos y comerciales entre quienes cuestionan de forma alarmista el uso de la tecnología en las aulas. Libros, másteres, conferencias y cursos que prometen soluciones rápidas y simplistas ante el “problema de las pantallas” encuentran un mercado receptivo en el miedo y la incertidumbre de las familias y algunos sectores educativos.
- Las estrategias didácticas en el uso de la tecnología. No se trata únicamente de qué dispositivos están disponibles en las aulas, sino de cómo se utilizan y si su uso va más allá del que ya se hace con otros medios. Existen diferentes estrategias didácticas que permiten al alumnado buscar información, crear recursos, resolver problemas y comunicarse utilizando la tecnología. Y es necesario que hagamos un análisis claro de cómo se están utilizando desde la perspectiva didáctica.
Todo esto nos tiene que hacer ver que el debate no está bien enfocado, la clave no es si encender o apagar la pantalla, sino cómo educar en un mundo en el que estas nos rodean. El impacto de la tecnología depende del propósito, la planificación y la visión pedagógica con la que se integra en el aula. Debemos ser críticos y preocuparnos por el uso que se hace de la tecnología, por supuesto, pero cuando demonizamos “las pantallas”, desperdiciamos la posibilidad de generar un debate riguroso y honesto que aborde los riesgos reales y las oportunidades que la tecnología también ofrece, en el marco de las estrategias didácticas que utilizamos. Y, sobre todo, asumir nuestra responsabilidad colectiva como sociedad de preparar a los jóvenes para el mundo que les ha tocado vivir.