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El sesgo corporativo
Hay, sin duda, poderosos argumentos en defensa del valor de las humanidades para la educación general de la futura ciudadanía y, por lo tanto, para asegurar su presencia en el currículo escolar. Como desde hace años se percibe un constante retroceso de esa presencia, frente a un incremento de la atención hacia contenidos relacionados con los dominios científico-técnicos, se seguiría que esa defensa se hace cada vez más necesaria. Dando por buena esta situación de partida, lo que me propongo es desplazar el debate eludiendo este antagonismo -educación científico-técnica contra educación humanística- que en mi opinión oscurece la recta comprensión de lo que en el debate está en disputa. Lo que pasa por dar respuesta a esta pregunta: ¿cuáles son los saberes que creemos indispensables para una ciudadanía de las sociedades democráticas del siglo XXI?
Cuando el análisis del currículo escolar se afronta bajo la consideración de una competencia entre contenidos científico-técnicos frente a humanísticos, como si de un juego de suma cero se tratase (es decir, que lo que se gana en los primeros necesariamente se pierde en los segundos y viceversa), que es lo que subyace en muchos discursos melancólicos sobre la caída de la educación humanista, se silencia una posición de partida que permanece indiscutida: la aceptación implícita de la distribución de los contenidos curriculares según el modelo de disciplinas escolares establecido en los centros de bachillerato o enseñanza media por las leyes educativas aprobadas en los parlamentos de los Estados modernos a comienzos del siglo XX. Dado que esa división disciplinar aparece asociada con la formación de cuerpos docentes específicos, inevitablemente todos los debates acaban contaminados por intereses corporativos. Dicho de otra manera: buena parte de los discursos en defensa de la permanencia de determinados contenidos resulta inseparable de la defensa del puesto de trabajo
La cornucopia infinita
El filósofo polaco Leszek Kolakowski acuñó la figura de la “cornucopia infinita”, según la cual nunca faltarán buenos argumentos cuando se trata de defender no importa qué tesis, cuando en ella hacemos descansar intereses que nos importan. El problema es que la defensa del acceso de contenidos curriculares, y ya no digamos de nuevos cuerpos docentes, asociados con nuevas ciencias sociales que no disponen del privilegio de figurar entre las disciplinas escolares del bachillerato tradicional, aunque encuentre en su propia cornucopia argumentos nada desdeñables, partirá inevitablemente en una notoria situación de desventaja a la hora de hacerlos valer tanto ante la opinión pública como, sobre todo, ante la administración. Eso explica que la sociología, la economía, la psicología o la antropología, que ya hace tiempo que son disciplinas universitarias consolidadas, prácticamente continúen sin presencia, o con una presencia apenas marginal, en el currículo de la enseñanza secundaria. No digamos ya si hablamos de determinadas competencias, como la llamada alfabetización mediática, que no tienen el refrendo de una disciplina universitaria sólidamente instalada. Cuando esto sucede, los buenos argumentos tienen que luchar contra resistencias epistemológicas que en última instancia responden a inercias corporativas e institucionales difíciles de cambiar.
¿Qué sucede si desplazamos el eje de la discusión en el sentido que antes señalaba? Comencemos por indagar sobre la génesis de ese conjunto de saberes que llamamos las “humanidades”. A este respecto, puede ser útil contrastar dos posiciones que, pareciendo idénticas, ambas dicen defender la “educación liberal”, que es uno de los nombres que se da a la que aquí vengo llamando enseñanza humanística. Llegan a conclusiones notoriamente diferentes sobre cómo aplicarla en las sociedades democráticas contemporáneas. Leo Strauss, en un breve ensayo publicado en 1962 (“La educación liberal y la responsabilidad”, Claves de Razón Práctica, nº 177, noviembre 2007), nos recuerda que en su formación clásica la educación iba dirigida al hombre libre, el cual se oponía al esclavo y lo presuponía. El hombre libre, y amo de esclavos que se ocupaban de los trabajos serviles, era el dueño de su tiempo y, por ello, podía entregarse al cultivo de “las actividades que le son propias: la política y la filosofía”.
Me parece muy relevante hacer visible esta conexión entre el nacimiento de la educación “liberal” o humanista y la institución de la esclavitud porque es el núcleo invisible (invisibilizado, por mejor decir) de sus orígenes, que operará como un substrato raramente tomado en cuenta del discurso humanista. Strauss destacará el papel que la “virtud” (según él, degradada a “responsabilidad” en la educación moderna) tiene como finalidad de la educación clásica, sin problematizar en ningún momento sobre la difícil compatibilidad entre cualquier noción rigurosa de virtud y la aceptación de una institución como la esclavitud. Por el contrario, en sus conclusiones finales cuestionará la compatibilidad entre la educación liberal, a la que considera heredera de la clásica, y las modernas sociedades democráticas de masas, porque no cabe esperar que alguna vez pueda llegar a ser una “educación universal” sino que siempre será “la obligación y el privilegio de una minoría”.
Una educación que produce ciudadanos libres
Diferente es el enfoque de Martha Nussbaum en El cultivo de la humanidad. Una defensa clásica de la reforma en la educación liberal (Ed. Andrés Bello, 2001). Cree Nussbaum que “vivimos en una cultura dividida entre dos conceptos de una educación liberal”, una que se mantiene fiel al modelo griego originario y se dirige exclusivamente a un grupo social privilegiado (como acabamos de ver con Strauss), frente a otra que no cree que el individuo libre, merecedor del acceso a la educación, esté ya predeterminado, como el amo en las viejas sociedades esclavistas, sino que aspira a producir “ciudadanos libres”. Y constatará: “Es relativamente fácil construir una educación señorial para una elite homogénea. Es mucho más difícil preparar a la gente de orígenes muy diversos para una compleja ciudadanía universal”. No niega la filósofa estadounidense la importancia de contrarrestar la deriva tecnocientífica de las sociedades contemporáneas, subrayando el peso que deben tener los contenidos humanísticos para evitar la catástrofe de “convertirse en una nación de gente técnicamente competente que haya perdido la habilidad de pensar críticamente, de examinarse a sí misma y de respetar la humanidad y la diversidad de otros”. Pero igualmente señala como un peligro para la democracia la resistencia de quienes no aceptan que es preciso confrontar nuestra propia cultura con culturas y grupos “que tradicionalmente no hemos considerado nuestros iguales”.
Así, frente a autores, como Harold Bloom, que atacaron violentamente los estudios culturales y de género, por poner en peligro el canon clásico occidental, Nussbaum defiende la importancia de abrirse a los documentos y valores de otras culturas, rompiendo con cualquier tentación etnocéntrica. Así mismo, propugna tomar en consideración otras narrativas, incluidas por ejemplo la literatura y el cine contemporáneos, y anima a desarrollar una lectura crítica de las grandes obras clásicas desde los valores cosmopolitas y universalistas de una ilustración radical, aplicando criterios tomados del discurso feminista o anticolonial.
Tesis como las de Nussbaum han sido con frecuencia atacadas, como ella misma recoge en el libro que comento, por responder a una “agenda política”, como si el currículo humanista estuviese dotado de una impoluta neutralidad. Contra ese supuesto, basta recordar cómo los elevados ideales que asociamos con las humanidades no impidieron su instrumentalización a favor de regímenes totalitarios (también en la España franquista). Fueron los grandes humanistas judíos quienes vivieron del modo más trágico, en los años 30 del pasado siglo, la contradicción entre lo que proclamaba el ideal humanista y la parte oscura que permanecía como su substrato inseparable, aunque no todos la llegaron a tematizar consecuentemente (no lo hizo Leo Strauss, judío alemán huido del nazismo).
En conclusión: es necesario revisar, sin apriorismos ni sesgos cognitivos de carácter corporativo, qué transformaciones requiere la llamada cultura clásica, base de las humanidades, que nació como generadora de los valores propios de la educación de los ciudadanos libres que constituían la aristocracia de una sociedad esclavista que marginaba a las mujeres (obviemos ahora otras marginaciones). Solo así podrá continuar siendo uno de los ejes principales de la educación universal en las sociedades democráticas contemporáneas que consideran a todos los individuos como iguales, con independencia de su raza, clase social o condición sexual o de género.