Somos una Fundación que ejercemos el periodismo en abierto, sin muros de pago. Pero no podemos hacerlo solos, como explicamos en este editorial.
¡Clica aquí y ayúdanos!
Los recuerdos de mi paso por el instituto Luis Vives, en la ciudad de Valencia, son todos en blanco y negro. Las manchas de tinta sobre las láminas de dibujo técnico, el traje gris del profesor, da igual qué profesor, las imágenes en el libro de historia del arte, la cartera de skay imitando a la piel, la envoltura de la merienda, el rostro de los colegas, la sotana del cura, todo es una lejana neblina sin luz.
Debo advertir que yo cursé el bachillerato superior en estudios nocturnos, en medio de las tinieblas del franquismo. El bachillerato elemental lo hice «libre» que quiere decir que durante el curso nos preparaba a unos cuantos privilegiados el maestro del colegio nacional del barrio y luego íbamos un día del inicio verano, con los pantalones cortos y el escapulario bajo la camiseta de sport, a jugárnosla a una sola carta.
Pues sí, yo hice el bachillerato superior nocturno porque empecé a trabajar a los quince años. Y cuando salía del curro, me metía en aquellas aulas lúgubres hasta las 10 de la noche, así que los mejores recuerdos de aquella época son los bocadillos que me esperaban calientes sobre la estufa de leña, al llegar a casa tras caminar casi una hora.
Aquel instituto era un dispositivo de maltrato a la clase obrera; un evidente desprecio cultural y social sin engañifas ni disimulos. En carne viva. Nunca vi un laboratorio. Aprendí la tabla periódica de los elementos sin saber porqué y para qué. Me inicié en la aversión a la literatura con una versión de la Ilíada y la Odisea que en la pedagogía de una tal Carola Reig era puro vómito. Desprecié el latín tanto como al tío que lo enseñaba entre siesta y siesta. Había un tipo al que llamábamos Pelufo que un día consiguió poner 60 ceros seguidos en menos de cinco minutos. Nos preguntaba la fórmula de la velocidad y cuando respondíamos «velocidad es igual a espacio partido por tiempo» iracundo estampaba un rosco tras el nombre. Cuando iba ya por la segunda ronda un listo de la clase dijo: «V es igual a e partido por t», y el ilustre docente le quitó el cero de antes y le puso un 10.
De todo aquello, lo que ahora me parece más increíble, es que pudiera estudiar y aprobar Historia del Arte sin haber visto nunca nada que tuviera que ver con el arte. Todo era un insufrible y aburrido dictado de nombres, u otra forma de dictado que consistía en ir subrayando con una regla sobre el libro de texto aquello que el profesor leía en el libro. Me indignaba aquel maltrato y un día fui a reventar en la clase de religión. Aquel inmoral con sotana me expedientó y los primeros recuerdos de solidaridad obrera los tengo de la actitud de protesta y el gesto rebelde de mis compañeros que se negaron a entrar en clase si yo no entraba. Al final pude aprobar, una caritativa e inteligente reflexión de quién sabía que lo mejor era tenerme lejos.
Del instituto Luis Vives recuerdo también la proximidad al barrio chino. Era una verdadera escuela de anatomía en la que nuestros reprimidos ojos adolescentes paseaban las complejas geografías del deseo. Recuerdo el ruido de los centenares de alpargatas arrastrando los pasos, entrecortado por la canción que salía de un pick-up cuando se abría la puerta del bar. En fin, recuerdo también los olores, pero no nos vamos a alargar con esta cuestión tan poco académica.
También fue muy divertido que cerca del Instituto se abriera la primera galería comercial de la ciudad. Tenía una escaleras mecánicas, y no hacía falta subir y bajar escalones. Te subía ella sola. Así que muchos de nosotros nos pelábamos las clases para ir a experimentar ese formidable invento del capitalismo de consumo.
Se me olvidaba el falangista. Un tipo que nos daba formación del espíritu nacional y que consiguió que lo nombraran diputado en las cortes franquistas. Me parece que se llamaba Lucinio, y era realmente bueno manipulando el alma. Y no olvido el negocio con los libros de texto. El negocio de un par de librerías en el centro, que regentaban el monopolio de la venta, y el negocio de los cátedros del instituto, que vendían aquellos churros como si fueran churros.
En fin, aquella pedagogía me ayudó mucho. Aceleró mi voluntad de rebeldía y cuando descubrí en las lecturas de clandestinidad que yo quería ser como Ferrer i Guardia, ya tenía el camino andado de las sendas que nunca debería pisar.
Todo esto, por cierto, no sólo lo recuerdo en blanco y negro, también lo recuerdo sólo en lengua castellana.