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La docencia, en contextos como la educación secundaria, la formación profesional y la universidad, a menudo, parece convertirse en un efecto colateral de una carrera profesional que originalmente se orientó hacia otros fines, como la investigación o el ejercicio de una profesión técnica. No deja de ser curioso, cuando no paradójico, que se nos contrate para enseñar pero no se nos prepare adecuadamente para ello. Teniendo en cuenta las tasas de abandono educativo que se dan en estas etapas, urge replantearnos la formación pedagógica inicial y continua del profesorado, para que no sea solo un requisito, sino una base imprescindible sobre la que construir una docencia de calidad que no deje a nadie atrás.
Ser docente es, en teoría, una elección personal y profesional. Sin embargo, en muchos casos, especialmente a partir de la educación secundaria, la docencia no es una elección inicial sobre la que construimos una identidad, sino una consecuencia de nuestra vida profesional que va orientada originalmente hacia otros fines. La mayoría de quienes llegan a las aulas de estos niveles lo hace con formación disciplinar especializada y una identidad planteada como químicos o químicas, filósofos o filosofas, biólogos o biólogas… e incluso como investigadores e investigadoras, pero no necesariamente como docentes. Esto no tiene por qué ser necesariamente malo. Es evidente que estos niveles requieren de un dominio disciplinar muy importante, y deberíamos tener la posibilidad de reorientar nuestra vida hacia la docencia en nuestra trayectoria profesional, pero también es cierto que la ausencia de un sistema de formación eficaz para los que deciden dedicarse a la profesión docente influye en la forma en que se aborda la enseñanza, ya que muchos llegan a las aulas sin una formación pedagógica sólida.
La identidad profesional docente se construye a partir de los conocimientos, las creencias, los valores y las actitudes que sustentan nuestra práctica diaria.
En educación secundaria y formación profesional se ha intentado abordar este tema planteando el CAP y el posterior Máster de Secundaria que, aunque representa una mejora significativa respecto al modelo anterior, sigue siendo claramente insuficiente y es muy cuestionado. En el ámbito universitario, la situación es más compleja aún, ya que se accede a la profesión docente, básicamente, por disponer de un gran curriculum investigador, y aunque es cierto que se hacen esfuerzos cada vez mayores por valorar la docencia (la LOSU ha incorporado la necesidad de formar a ayudantes doctores), sigue sin recibir la atención y el reconocimiento que merece.
La identidad profesional docente se construye a partir de los conocimientos, las creencias, los valores y las actitudes que sustentan nuestra práctica diaria. Y es algo extremadamente complejo que influye directamente en la manera en la que enseñamos. Todos hemos pasado por la escuela y eso ha causado en nosotros una serie de visiones y actitudes sobre lo que es enseñar y lo que es aprender. Nuestra experiencia como estudiantes moldea nuestra concepción sobre lo que que debe ser la educación. Frente a esto, algunos docentes logran desarrollar un sentido de pertenencia a la comunidad educativa y consolidan una identidad docente clara. Reconocen la valía de la didáctica y se preocupan por mejorar y actualizar su conocimiento pedagógico y disciplinar. Pero sabemos que existen otros que entienden la docencia como una tarea secundaria, y que asumen que las clases son básicamente un medio para transmitir contenidos disciplinares, sin considerar que enseñar requiere del desarrollo de habilidades específicas que van más allá del dominio del contenido.
Para tratar de explicar mejor esta idea, voy a hacer uso de un ejemplo histórico. Durante la Segunda Guerra Mundial, un grupo de técnicos trataba de reforzar la estructura de los aviones para evitar sufrir muchas pérdidas. Empezaron a revisar los aviones que volvían de la batalla, prestando atención a los lugares en los que llevaban impactos de bala. De este modo, elaboraron un mapa en el que se podía ver dónde estaba la mayor cantidad de disparos (que era en las alas) y se propuso reforzar esa zona. Sin embargo, el matemático Abraham Wald indicó que la solución era totalmente la contraria: había que reforzar las partes que no mostraban impactos. ¿Por qué? Porque los aviones que recibían disparos en el motor o la cabina no regresaban. Los que sí volvían eran los “supervivientes”. En el análisis no se había tenido en cuenta que los que recibían disparos en esas zonas, no volvían porque eran derribados. Era un análisis sesgado. Esta es la famosa historia del sesgo del superviviente: la tendencia a centrarnos en la información que vemos (los aviones que regresan) e ignorar la que no vemos (los que fueron derribados). Esto se aplica en muchos contextos diferentes. En el mundo empresarial, por ejemplo, tener en cuenta el sesgo del superviviente implica que en una encuesta debemos recoger la opinión no solo de nuestros clientes, sino también de los que no lo son.
Los docentes, con más o menos dificultades, somos casos de “éxito” del sistema educativo: hemos superado todas las etapas y nos hemos titulado
Y, ¿qué tiene que ver esto con la docencia? Mucho más de lo que parece. Los docentes, con más o menos dificultades, somos casos de “éxito” del sistema educativo: hemos superado todas las etapas y nos hemos titulado, convirtiéndonos en docentes de un sistema del que fuimos estudiantes. Somos los aviones que vuelven de la batalla. Y de este modo, llegamos a las aulas con nuestra cabeza llena de conocimientos sobre nuestra disciplina, pero también con las huellas de cómo nos enseñaron a nosotros. Y, por lo tanto, aplicamos las mismas maneras de enseñar que vivimos como estudiantes porque, al fin y al cabo, “funcionaron” para nosotros. Así que, en cierto modo validamos el sistema (si yo he llegado hasta aquí, tan malo no será) y consciente o inconscientemente reproducimos el modelo educativo que hemos vivido. No estamos teniendo en cuenta los que no llegaron. Y esto es importante, porque no podemos olvidar que, aunque los números respecto al abandono escolar han mejorado poco a poco, seguimos teniendo una de las tasas más elevadas de la Unión Europea en secundaria. En FP es también preocupante (sobre todo en las titulaciones de formación básica), y en el contexto universitario, 2 de cada 10 estudiantes universitarios abandonan sus estudios. Hay muchos aviones que no vuelven. Sin embargo, desde nuestro sesgo del superviviente asumimos que no se esforzaron lo suficiente y planteamos un mapa de disparos en el avión que no está bien definido, porque no tiene en cuenta a todos. No vemos los aviones que son derribados en la batalla.
Si sumamos esto a la ausencia de un planteamiento serio acerca de la formación inicial y continua docente, tenemos el escenario perfecto para que la docencia se convierta en una tarea a la que no se le da valía y quede desconectada de las necesidades reales de los estudiantes que tenemos en las aulas. Es importante entender que la educación es una disciplina científica. Forma parte del campo de las Ciencias Sociales y, entre otras muchas cosas, en la educación investigamos acerca de cómo las personas aprenden y desarrollan competencias, así como los factores sociales, culturales, económicos, políticos, psicológicos y pedagógicos que influyen en estos procesos. Dominar el contenido disciplinar es solo una de las patas de la mesa, una muy importante, pero no puede mantenerse el trabajo docente solo con ella. Resulta preocupante que haya que defender la idea de que un docente debe contar con conocimientos sobre educación. Es necesario reconocer que la docencia es una profesión en sí misma, que requiere no solo conocimiento disciplinar, sino también de formación pedagógica. El sistema debería ser capaz de plantear un modelo eficaz que forme, ayude y acompañe a quien quiere dedicarse a la docencia.
La resistencia al cambio de las instituciones educativas es algo sobre lo que se investiga y trabaja en educación
Soy consciente de que generalizar no es justo. Existen experiencias positivas en la formación inicial y continua del colectivo docente, así como numerosas iniciativas que buscan transformar el sistema y que inciden en la importancia de la formación pedagógica. Sin embargo, también es importante reconocer que, a pesar de los continuos cambios sociales y legislativos, la escuela actual guarda muchas similitudes con la que nosotros vivimos en su momento. La resistencia al cambio de las instituciones educativas es algo sobre lo que se investiga y trabaja en educación, y el colectivo docente tiene un peso fundamental en esta circunstancia. Y esto es algo que no se da solo en Secundaria o en las Facultades universitarias, el desarrollo profesional docente es una tarea pendiente en todas las etapas educativas. No hay etapas buenas o malas, lo que hay es una necesidad clara de configurar un adecuado planteamiento de formación inicial y continua de los docentes para que la pedagogía no sea un valor añadido u opcional, sino una parte fundamental de su preparación y desarrollo profesional. No podemos conformarnos con valorar solo a los aviones que regresan de la batalla, también debemos proteger a aquellos que están en riesgo de caer. Debemos dejar de ver la docencia como una consecuencia inevitable del trabajo académico y empezar a valorarla como lo que es: una de las profesiones más importantes y transformadoras que existen.
Debe ser parte de nuestra identidad. Somos docentes.