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Podría comentar largamente —no lo haré, solo unas pinceladas— la escuela a la que fui de pequeño, desde los 3 años, ahora tengo 75. Una escuela del barrio, al lado de casa, que era una prolongación de la calle. Empecé —aún no he acabado— a aprender a leer y escribir. Y las cuatro reglas. Mucha copia, mucha ortografía, la “eme” con la “a”, ma, y con la “e”, me. Sumas interminables, restas, multiplicaciones de cinco cifras, cantar las tablas y divisiones entre seis. Y jugar en la calle con el mismo grupo con el que íbamos al cine a gritar contra los indios que medio desnudos querían acabar con los buenos de la película. Luego supe que la razón la tenían los “malos”, aquellos indios empeñados en rodear una caravana pacífica o atacar un “fuerte” lleno de indefensos colonos perdidos en el desierto.
A los diez años, cambio de escuela, y empiezo comercio, que es lo que estudiábamos los hijos e hijas de la clase trabajadora, y cuando digo trabajadora quiero decir que mis padres trabajaban duro para llegar a fin de mes. Dos trabajos o más, y los dos. Eso sí, en casa no nos faltaba de nada, incluso nunca comí pescado congelado porque éramos pobres, pero con orgullo. Nunca hice cambiar de idea a mi madre sobre esta conclusión que no sabes por dónde cogerla. Y claro, como no podía ir al bachillerato, estudié para ser “tenedor de libros” y el destino final era entrar en la Caja de Ahorros y Monte de Piedad.
Memoria y copia. Mes de María con el “venid y vamos todos, con flores a María”. Álgebra y cálculo mental, qué suerte la mía, mucho cálculo mental, ortografía e historia, fechas y batallas y reyes y alguna reina, sobre todo si era católica. Y alguna cosita de ciencias y, lo más terrible, dibujo y trabajos manuales. Qué martirio las láminas que teníamos que copiar. Y soy “tenedor de libros”, y dominaba los métodos de contabilidad directa, indirecta y hamburgués, y escribía en letra “redondilla” y “gótica” y con tinta, y manchas en la hoja que te obligaban a repetir el ejercicio “Caja a Mercaderías…”. Y mecanografía y taquigrafía. “Nuestro método se llama Garriga…”. Y más memoria. Y algunos poemas que teníamos que aprender, y un día el maestro nos dice que el pastelero del barrio, el señor Foix, es poeta y ya está, hace pasteles y poemas. Más adelante leeré toda su obra. Y dos curiosidades: la escuela era mixta, y mi maestro un día a la semana nos reunía a todos y todas, aunque en esa época éramos todos, y nos hacía cantar. “Oh colegio de amor tierno nido/ oh colegio trasunto del cielo/ en ti mora la paz y el consuelo/ será imposible poderte olvidar”.
Y religión, muchos pecados y aquellas metáforas terribles del infierno que escuchábamos con poca devoción pero con mucho miedo mientras nos tocábamos por debajo del banco las pililas unos a otros. Nada de pene, pililas, pitos, peras, cigalas, huevos, cojones… Pero de pene, nada de nada. Y los domingos ya confesaríamos los pecados contra la pureza. Y muchas historias sagradas, que si David y Goliat, que si Moisés, que era Heston y también Ben-Hur. Y el Cid. Y el de las hormigas, la marabunta… ¡Madre de Dios ese hombre! Leer, poco, pero yo leía. ¿Por qué? Aún no lo sé, quizás porque siempre he necesitado vivir más de una vida, como los gatos. Y castigos: copiar y copiar y mil veces “callaré en clase” o “me sentaré en mi sitio”, alguna bofetada, golpes en los dedos con la palmeta o una caña de bambú y ratos de rodillas en el suelo.
Y el patio era la plaza de la calle y venga a jugar: a guerras —llegué a ser Goebbels, qué vergüenza— y luchábamos contra los aliados, que siempre perdían. Y tebeos, muchos tebeos, tenía cajones llenos, y futbolín en el bar del Albertitu, y tocar y parar y “plantats”, y churro, media manga, mangotero, adivina lo que tengo en el sombrero, tacones, canicas, cromos, juegos reunidos Geyper, tocar timbres, guerras de calles con alguna piedra y alguna brecha, y partidos de fútbol con las alcantarillas como porterías… Y cuánta felicidad entre juegos, calle, cine, aventuras diversas. ¡Ah! Y los capuchinos de Sarrià y ser monaguillo y participar del misterio, de un misterio sagrado pronunciado en una lengua desconocida.
Y llego a los 14 años y apruebo comercio y empiezo a trabajar en el Banco Vitalicio de España, que no es la Caja, pero se le parece.
Hasta los dieciocho años y como hago de monitor en los Grupos Pekín del barrio del Camp de la Bota y se ve que tenía gracia haciéndome responsable de aquellos chavales, me proponen que trabaje en la escuela del Castell de les Quatre Torres, y yo que digo: “pero si no tengo ni primero de bachillerato”. Da igual, me dicen, tú haz de maestro, y digo que sí, y compagino ese trabajo con los estudios, y tengo suerte, mucha suerte, porque esas criaturas y aquel equipo de maestros me absorben, dan sentido a mi vida y paso bastantes años trabajando en el Camp de la Bota y luego en Badalona mientras estudio bachillerato y luego magisterio.
Y en bachillerato tengo mucha suerte porque lo hago nocturno y tengo un equipo de maestros excepcionales. En Cabré, un tal Campàs, que nos daba Historia del Arte y que yo escuchaba con devoción casi religiosa, y Oriol Nogués, que me ayudaba a dibujar y tiene mérito porque nunca he sabido coger un lápiz, y él me animaba y nunca me humilló y mira que era fácil porque era y soy un desastre como el de la Armada Invencible… Y podría citarlos uno a uno, una a una, pero de la mayoría he olvidado los nombres, pero no lo que representaron en mi vida. Haré una excepción divertida. Me parece que era en cuarto de bachillerato, en la asignatura de religión. El maestro, un cura con sotana, nos explicaba los Diez Mandamientos, pero se saltó aquel que hablaba de la necesidad de mantenernos puros. Nosotros le recordamos su existencia y él se excusó: “Éste no lo haremos porque me haréis preguntas”. Qué gran sabio, ese cura de sotana y oración diaria.
Y en la Universidad, en la Escuela de Maestros de Sant Cugat, tuve un equipo de profesores de primer nivel, maestros excepcionales que trabajaban por la mañana en diferentes escuelas y por la tarde eran los responsables de nuestra formación inicial. A muchos ya los conocía porque los había tenido en las Escuelas de Verano de Rosa Sensat. No los cito para no alargar este artículo, pero los quiero, les agradezco todo lo que hicieron por mí. Buena parte de mis certezas y, sobre todo, de mis dudas vienen de ellos, de su magisterio. Soy un poco ellos y ellas, y estoy agradecido para siempre.
Como también lo estoy al barrio, al cine Bretón, a la gente de casa, al escultismo, al quiosco de Tereseta siempre lleno de tebeos que me dejaba hojear, a los maestros, familias, monitores del comedor, conserjes con quienes he trabajado… Y sobre todo a todas las chicas y niñas, niños y chicos que me han permitido hacer camino juntos.
La educación, franquista o democrática, liberal o liberadora… Siempre es algo más que la institución escolar.