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En el regreso a las actividades laborales en la universidad donde trabajo, luego de las vacaciones por las semanas Santa y Pascua, encontré en el edificio de profesores del campus a una estimada y respetable colega. La conozco hace tres décadas, así que ahora, al verla de nuevo, intercambiamos un saludo y pocas palabras, suficientes para enterarme que se jubilará muy pronto, que el próximo semestre no regresará a las aulas ni a su trabajo investigador. La noticia me conmocionó, se lo dije, por los afectos, pues nos conocimos siendo estudiantes, trabajamos juntos en actividades de formación docente y compartimos muchísimas horas en sesiones colegiadas.
Ninguno de los dos tenemos 60 años de edad, pero ella se va. Mientras, me quedo sin planes de retirada y renovadas convicciones por el oficio académico.
Dos días después del encuentro, lo sucedido me sigue revoloteando en la cabeza. Reflexiono sobre el valor y el costo de la jubilación. Muchas ideas pienso al respecto, porque convivo con temas universitarios y sus desafíos desde hace tres décadas, dos de ellas, tomando decisiones en distintos niveles de la administración, incluyendo la contratación, formación, evaluación y despedida de profesores.
Distingo meridiano entre costos y valor del momento en que los profesores, hombres y mujeres, decidimos que es la hora de hacernos a un lado, empezar otra etapa vital, o bien, en que las reglamentaciones imponen la salida del claustro.
El costo de las jubilaciones es alto, sin duda. El problema es uno de los más espinosos que acechan a las universidades mexicanas desde hace varias décadas, por las aristas variadas que contiene: los costos incrementales de la nómina son el más mediático y, quizá, dramático; un rubro no menor, pues más del noventa por ciento del presupuesto de las instituciones educativas superiores públicas lo consumen los pagos de salarios, prestaciones y obligaciones patronales.
Otro fantasma creciente es la ausencia de plazas suficientes para resarcir las jubilaciones, que no se cubren porque no existen recursos públicos, pese al discurso reiterado de distintos gobiernos acerca de la expansión de la enseñanza superior, situación que compartimos con otros países, como España.
Estamos ante un monstruo devorador de la quietud en los campus universitarios y sus autoridades. Es uno de los calificados problemas estructurales desde finales del siglo pasado, y persistirá en las universidades mexicanas, como en otras esferas de la administración pública. Su complejidad es incuestionable. Sus efectos pueden ser devastadores. En mi diario de notas ya sumo muchas anécdotas sobre las implicaciones que tienen en la vida universitaria.
No minimizo la magnitud ni las necesidades, ni trivializo alternativas, pero con una bolsa de dinero se soluciona
El saldo en el día a día de las facultades es mortífero: además de carencias de personal, subcontrataciones, explotación de docentes o falta de entrenamiento para cursos que imparten improvisados, engendra desánimo y frustración; todos, ingredientes que carcomen la necesaria vitalidad que requiere la docencia para asumirla con las herramientas anímicas que reclaman los tiempos corrientes, impregnados de inteligencias artificiales, aburrimiento, predominio de pantallas y culturas repelentes al esfuerzo.
Pero para mí, lo he sostenido en artículos y conferencias, ese es un problema resoluble. Con estrategias financieras y profesionales de la gestión económica en el ministerio de educación (nuestra Secretaría de Educación Pública), y en las universidades, se avanzaría. Sobre todo, con voluntad en la primera. No minimizo la magnitud ni las necesidades, ni trivializo alternativas, pero con una bolsa de dinero se soluciona. Me dirán que no es tan fácil, cierto, pero tiene salidas.
El valor de la jubilación, en cambio, es inestimable en números o con los indicadores usuales. Cuando se va un jubilado, se lleva años de antigüedad, experiencia, grados académicos, formación, ideales, vidas; se van con él o ella, un capital valioso, irrecuperable, producto del esfuerzo personal pero también de una época en la que se invirtieron cuantiosos recursos públicos para los estudios de posgrado en el país y el extranjero. Eso que hoy escasea y se extraña.
Sí, se pierde un trabajador y su riqueza, con sus buenos y malos puntos, con un expediente que permite identificarlo en sus potencialidades y debilidades.
¿Cómo se hace para recuperar lo perdido en esos casos?
La jubilación, es un gran problema, por sus costos, pero sobre todo, por el valor que tienen los colegas que se van, por las experiencias positivas que construyeron y los legados que dejaron.
Reflexiones finales
La jubilación tendría que ser un momento de gozo, por el fin de una etapa productiva y la puerta de ingreso a otra era vital. Para las instituciones es un desafío enorme que parece hoy irresoluble, porque no se han diseñado las estrategias financieras y porque fallan todavía las políticas institucionales en comprender los ciclos en la vida profesional (y personal) para potenciar al profesorado, una lección que aprendimos con autores como Christopher Day.
Nos queda entonces la obligación de aprender a despedirlos y despedirnos bien. No con burocracias frías ni aplausos de trámite, sino con gratitud genuina por lo que aportaron quienes se van, con el compromiso firme de no dejar vacíos, sino de construir relevos dignos. Porque en cada jubilación no sólo termina una historia laboral, también se cierra un capítulo del espíritu universitaria.
Las universidades no pueden seguir contemplando la jubilación sólo como un ajuste presupuestal. Deberían prepararse para honrar y capitalizar ese caudal humano que se retira. Si no lo hacen, el costo será económico, pero también cultural, pedagógico y ético. Y eso, como ya sabemos, es irrecuperable.
El pasado no es una bola de cristal para atisbar futuros, pero desecharlo, equivale a segar la rama donde estamos sentados.