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Seguramente la memoria de mi infancia escolar no difiere demasiado de los otros artículos que han ido apareciendo sobre la etapa de la dictadura en este diario. Pero si pienso en ella, evoca en mí una atmósfera densa, cargada de silencios, marcada por la férrea disciplina de un nacionalcatolicismo omnipresente y una pedagogía anclada en la repetición mecánica y memorística. Aquella escuela, aunque fue la mía y también tengo muchos recuerdos agradables, lejos de cultivar espíritus críticos, se erigía como un molde para la obediencia ciega a las normas establecidas, una adhesión incondicional a una fe impuesta desde el púlpito y el catecismo y el fervor por una patria concebida bajo parámetros estrechos, uniformes y excluyentes para quienes no encajaban en su rígido academicismo.
Cuántos compañeros se quedaron fuera por el camino o fueron expulsados al acabar los cursos ya que el sistema educativo no estaba diseñado para retener y apoyar a todos los alumnos por igual. Y los veíamos desaparecer en el siguiente curso.
«Idealizar ese pasado es desconocer el sufrimiento de tantos que quedaron al margen»
Todo ello debemos recordarlo, especialmente frente a quienes hoy pretenden volver a un pasado educativo que, bajo una apariencia de orden y disciplina, escondía profundas desigualdades, silencios impuestos y exclusiones normalizadas. No se trata de negar que muchas personas vivieran experiencias valiosas en aquellos tiempos ya sea por sus características personales o socioeconómicas, pero sí de no olvidar lo que ese modelo dejaba fuera: a los que no encajaban, a los que necesitaban otros ritmos o más apoyo. Idealizar ese pasado es desconocer el sufrimiento de tantos que quedaron al margen. Por eso, más que mirar atrás con nostalgia, deberíamos hacerlo con sentido crítico, aprendiendo de la historia para construir una educación verdaderamente justa, inclusiva y democrática.
Pero volviendo al tema, la jornada escolar, en los primeros años de primaria, se teñían de rezos y del unísono saludo al sol. Un aura de autoridad incuestionable emanaba del maestro (en mi caso todos hombres), cuyo papel se revestía de una solemnidad casi sacra. El castigo físico que, padecí durante mucho tiempo, se percibía como un componente natural de la disciplina. La pluralidad a las diferencias regionales, lingüísticas o culturales no solo era ignorada, sino activamente reprimida. La educación se erigía como un eficaz instrumento de uniformización y adoctrinamiento ideológico. Aunque mis recuerdos se difuminan en ese punto, percibo cómo el canto al «Cara al sol» fue paulatinamente silenciado en los pasillos de mi escuela. Y el constante rezo con el tiempo fue disminuyendo.
El currículo escolar se hallaba profundamente impregnado de una doctrina oficial con el apoyo de los libros de texto. La historia se presentaba como un relato sesgado, cuidadosamente construido al servicio del régimen imperante. La religión católica permeaba cada rincón del conocimiento, actuando como un filtro interpretativo de la realidad. Y la lengua castellana se erigía como el único vehículo de comunicación legítimo, incluso en territorios donde otras lenguas luchaban en silencio y en familia con fuerza propia.
No se nos invitaba a reflexionar, sino a reiterar y repetir. No se nos alentaba a explorar, sino a memorizar. La creatividad o las preguntas no eran vistas como signo de interés o inteligencia y se respondía con miradas severas o advertencias sutiles, lo que hacía que, con el tiempo, no se preguntara. También se ha de reconocer que el papel de la familia se alineaba con este modelo, promoviendo un respeto acrítico hacia la autoridad docente, una colaboración sin reservas con las normas impuestas y un escaso o nulo cuestionamiento del sistema educativo. Ya fuera por convencimiento, precaución o miedo.
Sin embargo, incluso en la opresión, brotaban fisuras inesperadas. A veces, tomaban la forma de un maestro que se atrevía a deslizar algún un comentario sutil o una actitud diferente. Yo fui, como tantos otros, un niño inquieto y algo travieso, y esa curiosidad y pequeña rebeldía se convirtió en una forma silenciosa de resistencia, pero también, lo acepto, de acatamiento por temor a que fuera excluido de mi beca escolar. Aunque si analizo ese pasado, quiero suponer que la casualidad me ha llevado a trabajar durante muchos años en la educación, aunque desde una perspectiva diametralmente opuesta a la que se me ofreció en mis años escolares. Resulta curioso que muchos que padecimos ese nefasto periodo nos hemos dedicado a la educación.
La escuela franquista se erigió como un pilar fundamental para la consolidación del control ideológico del régimen. La pedagogía dominante no le importaba la nuestra vida y, menos, la libertad o la igualdad. Su objetivo primordial era inculcar la obediencia, el silencio y la reproducción de un orden social intrínsecamente jerárquico y patriarcal. Este modelo educativo dejó una huella imborrable en generaciones de alumnos (y de las alumnas del colegio de al lado) y también un rechazo a muchas cosas educativas y religiosas, Pero aún hoy percibimos algunas de sus inercias persistentes: el autoritarismo larvado en las aulas y en algunos colegas, defendiendo una enseñanza que prioriza el contenido sobre el desarrollo de competencias humanas esenciales.
Aunque he de reconocer que mi infancia escolar, anterior a 1975, constituyó una experiencia profundamente formativa, paradójicamente, no tanto por lo que se me transmitió, que también, sino por lo que se me negó. Y no niego que aprendí mucho, aunque fuera memorísticamente. Y con el tiempo, me impulsó a interrogarme sobre la naturaleza de una educación verdaderamente humana, democrática y emancipadora. Y es precisamente desde ese cuestionamiento donde sigo reflexionando sobre la escuela en el presente.
La desaparición de Franco en 1975 marcó el inicio de una transición política trascendental, cuyo eco resonó también en el ámbito educativo. Durante las décadas de los sesenta y setenta, la educación en España se caracterizó por una marcada centralización, un autoritarismo palpable y una metodología de enseñanza basada en la memorización. Sin embargo, en mi experiencia posterior como maestro de primaria, fui testigo de cómo, gradualmente, se abrían resquicios para una educación más democrática, participativa y orientada al desarrollo del pensamiento crítico.
A pesar de estos avances incipientes, el sistema educativo postfranquista aún conservaba muchas de las estructuras y prácticas arraigadas en el pasado. La concentración del poder educativo en Madrid, la limitada autonomía de los centros escolares y la insuficiente formación permanente del profesorado representaban desafíos persistentes. La introducción de reformas como la LOGSE en la década de los noventa buscaba modernizar el sistema, pero su implementación a menudo carecía de una adecuada preparación del profesorado y de una consideración profunda de las realidades locales. Pero originó un inicio de un cambio necesario.
La educación postfranquista, ya en mi etapa como maestro, se erigió como un escenario de contrastes: la persistencia de inercias autoritarias convivía con el surgimiento de nuevas corrientes y movimientos pedagógicos que reclamaban más libertad, participación y justicia educativa. En medio de esa transición, pude aumentar una mirada crítica y un compromiso firme con una educación transformadora, inclusiva y profundamente democrática. Y en ese camino, seguimos muchos.