Somos una Fundación que ejercemos el periodismo en abierto, sin muros de pago. Pero no podemos hacerlo solos, como explicamos en este editorial.
¡Clica aquí y ayúdanos!
En un contexto en el que proliferan las iniciativas para “mejorar el rendimiento académico” y reducir las “cifras preocupantes” de absentismo, abandono escolar y supuesto fracaso educativo, quizás deberíamos detenernos un momento y formular una pregunta más profunda: ¿qué nos está diciendo, en realidad, un niño, niña o adolescente cuando no quiere o no puede ir a la escuela o instituto? Y, aún más inquietante: ¿por qué el sistema educativo no logra acoger, sostener y hacer crecer a todos los niños y jóvenes, especialmente a aquellos que viven en condiciones de mayor vulnerabilidad?
Hablar de absentismo, abandono o fracaso escolar no es hablar de desviaciones individuales. Es hablar de cómo el sistema educativo y, en realidad, la sociedad entera, deja de cuidar, reconocer y acompañar a una parte importante de su alumnado. Es hablar de exclusión, de desigualdades estructurales y de la incapacidad de una institución educativa demasiado centrada en la norma y poco atenta a la realidad. A menudo hablamos de estos fenómenos como si fueran tres problemas diferentes, pero en realidad son tres caras de un mismo malestar educativo y social, que hay que abordar de manera integrada y sistémica.
Cuando un niño o adolescente deja de asistir regularmente a clase, la respuesta institucional suele ser la sanción, el control o la derivación a los servicios sociales. Se activan protocolos, se hacen llamadas, se toman medidas administrativas. Pero pocas veces nos detenemos a escuchar qué hay detrás de ese vacío. El absentismo suele ser la punta del iceberg de una situación familiar, emocional o económica mucho más profunda: familias en situación de vulnerabilidad, niños que cuidan hermanos pequeños, adolescentes que sufren acoso, itinerarios escolares rotos, violencias invisibles o silenciadas.
En lugar de preguntarnos solo “¿por qué no viene?”, quizás deberíamos preguntarnos “¿qué le pasa?”, “¿qué no estamos viendo?” o “¿qué no le estamos ofreciendo?”. Porque el absentismo no es tanto un problema de voluntad como de condiciones. Y eso exige una mirada empática y contextualizada por parte de las instituciones educativas.
No basta con refuerzos puntuales, programas compensatorios o buenas intenciones. Hace falta una transformación profunda y estructural
Los centros educativos deberían ser espacios de acogida, de segunda y tercera oportunidad. Pero con demasiada frecuencia se convierten en lugares de clasificación, de selección y, finalmente, de exclusión. Cuando un adolescente abandona los estudios, no lo hace por placer ni por pereza: lo hace porque no encuentra sentido, porque no se siente valorado, porque el currículo le es ajeno, porque el contexto le empuja a asumir responsabilidades prematuras o porque nadie le ha dicho nunca “puedes, y aquí te queremos acompañar”.
Esta realidad golpea especialmente a los jóvenes de barrios populares, al alumnado migrado, a quienes no se ajustan a los códigos culturales dominantes o tienen necesidades específicas no reconocidas. El abandono no es, por tanto, una elección libre: es el resultado de un sistema que expulsa de forma sutil o directa a quienes no encajan.
Hablar de fracaso escolar implica, a menudo, atribuir la responsabilidad al alumnado. Pero solo desde una mirada simplista se puede sostener esta idea. El fracaso no es un error individual; es la consecuencia de un sistema educativo que no sabe, o no quiere, adaptarse a las necesidades reales de su población. Un sistema que sigue funcionando bajo lógicas selectivas, con estructuras curriculares rígidas, métodos homogeneizadores y evaluaciones que valoran de manera limitada las múltiples formas de aprendizaje.
Mientras una parte del alumnado se adapta, otra se siente excluida. No porque no tengan capacidades, sino porque el sistema no reconoce ni acoge sus formas de aprender, sus ritmos, sus realidades vitales. Entonces, hay que hacernos la pregunta: ¿quién fracasa realmente?
Ante esta realidad, no basta con refuerzos puntuales, programas compensatorios o buenas intenciones. Hace falta una transformación profunda y estructural. Hay que pasar de un enfoque reparador a un enfoque preventivo y transformador.
Esto implica apostar por una educación más relacional, más integral, más arraigada a los contextos. Implica que la institución educativa se abra a los territorios, que trabaje en red con los servicios sociales, culturales y sanitarios, que escuche activamente a las familias, que reconozca la diversidad como riqueza y no como problema. Implica revisar el currículo, las metodologías, los horarios, los agrupamientos, las formas de evaluar y, sobre todo, los vínculos entre profesorado y alumnado.
También implica formar al profesorado desde esta mirada. No podemos pedir a los docentes que lo hagan solos: necesitan recursos, equipos, apoyo institucional y tiempo para reflexionar e innovar. No se trata solo de “hacer más”, sino de hacer diferente.
El reto que tenemos es inmenso, pero no podemos seguir normalizando las desigualdades bajo discursos de meritocracia, responsabilidad individual o cultura del esfuerzo mal entendida. Si queremos una sociedad más justa, debemos empezar por una institución educativa más justa. Y eso implica un compromiso político, institucional y pedagógico con el derecho a la educación de todas y todos. No como caridad, sino como deuda histórica y apuesta de futuro.
Una escuela que no sabe cuidar no puede educar. Y una sociedad que no garantiza la educación como derecho fundamental, no puede llamarse democrática.