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¿Es lo mismo «educar para la paz y la no violencia», que hacerlo «para la paz y la noviolencia»?
Hace unos días publicaba Elena Álvarez Mellado un artículo en ElDiaro.es titulado «El “no” del Presidente», en el que reflexionaba acerca de la agilidad que tenemos como hablantes a la hora de identificar, en oraciones que llevan el adverbio “no”, el foco de la negación. Y esgrimía, entre otros, estos ejemplos: «En “La violencia no es el camino”, la negación afecta a la totalidad de la oración (negamos que la violencia sea el camino); pero en “La no violencia es el camino”, el foco de la negación afecta exclusivamente a la palabra “violencia”, lo que estamos afirmando es que la ausencia de violencia es el camino a seguir».
La explicación reforzaba, a mi manera de ver, un equívoco habitual, y no pude evitar este comentario. «Cuando decimos —ante un conflicto, una injusticia o un genocidio— que “la no violencia es el camino”, no siempre afirmamos, sin más, «que la ausencia de violencia es el camino a seguir». Lo que sostenemos quienes estamos por la noviolencia es la necesidad de una resistencia activa frente al atropello o la barbarie, pero renunciando, eso sí, al ejercicio de la violencia. La «no violencia» puede entenderse en ocasiones como «pasividad». La «noviolencia», jamás».
La cosa tiene su enjundia para los filólogos: ¿es «no violencia» un grupo nominal formado por un adverbio y un sustantivo, y su significado, por tanto, «ausencia de violencia»? ¿O es una locución nominal, cuyo significado no equivale a la suma de sus dos componentes, tal y como ocurre en otras locuciones como «patas de gallo», «llave inglesa» o «pez gordo»? No sería difícil argumentar —y son muchos los ensayos acerca de la «noviolencia» como forma de acción política en que podríamos basarnos— que estamos ante un significado unitario, diferente a la suma de las partes. La «noviolencia» incorpora un elemento de llamada a la acción, de resistencia civil y de contribución al cambio social y político que la grafía «no violencia» diluye.
Sin embargo, cuando las diferentes leyes educativas subrayan entre sus principios el de «educar para la no violencia»; cuando se alienta cada 30 de enero a recordar las figuras de Gandhi, Rosa Parks y Martin Luther King; cuando en el artículo 1 de la LOMLOE se precisa la necesidad de educar «para la no violencia en todos los ámbitos de la vida personal, familiar y social, y en especial en el del acoso escolar y ciberacoso con el fin de ayudar al alumnado a reconocer toda forma de maltrato, abuso sexual, violencia o discriminación y reaccionar frente a ella», parece claro que lo que se reclama a los docentes es promover aquellos aprendizajes que ayudarán a nuestro alumnado a hacer frente a la violencia, y no a permanecer impasibles frente a ella.
Pensaba en todo esto este verano cuando leía, de manera simultánea, dos títulos igualmente enjundiosos. De un lado, Capitanes de abril, publicado en Tusquets. En él, la periodista Tereixa Constela rescata las historias de hombres y mujeres cuya acción noviolenta contra la dictadura salazarista en Portugal hizo posible aquel 25 de abril la revolución incruenta que acabó con ella. De otro, el librito del Saler al Túria, editado por PrunaLlibres/El Magnànim, escrito por el arquitecto Carles Dolç y dedicado “a les ciutadanes i als ciutadans que van iniciar i formar part dels moviments socials que aconseguiren evitar la destrucció completa de la Devesa del Saler i la conversió del Túria en un llit d’autopistes. El libro narra con extraordinaria precisión y viveza cómo se fueron articulando ambos movimientos de resistencia, y cómo consiguieron frenar dos proyectos urbanísticos que parecían imparables. Quienes hoy disfrutamos, sea como residentes o como turistas, esa maravilla que es el jardín del Turia, un espacio verde de más de nueve kilómetros que atraviesa la ciudad de Valencia, deberíamos conocer la intrahistoria de lo que en su momento parecía un sueño irrealizable.
Leía ambos volúmenes y pensaba en cuánto cambiaría nuestra formación ciudadana si nuestro aprendizaje de la Historia no estuviera jalonado por una incesante sucesión de guerras y desastres, sino (también) por las luchas noviolentas que desembocaron en la ampliación de derechos que hoy disfrutamos, por los movimientos de resistencia activa de quienes se opusieron a dictaduras, injusticias o al uso de la violencia y las armas. Y pensaba en el movimiento sufragista, en las madres y abuelas de la Plaza de mayo, en la campaña de boicot que tan decisivamente contribuyó a acabar con el apartheid en Sudáfrica, en la contribución de las mujeres al fin de la guerra civil de Liberia en 2003, y por la que Leymah Gbowee recibiría el Premio Nobel de la Paz en 2011.
«Las guerras no son inexorables»: recuerdo la gravedad con que el historiador José María Jover Zamora nos prevenía acerca de unos libros de texto -los manuales de Historia de 7º y 8º de EGB, que acababa de hojear- cuyos índices no eran sino un continuum de guerras, con su infinito despliegue de antecedentes, causas, fases y consecuencias.Presentar la historia en estos términos es un extraordinario disparate, subrayaba. «Las guerras son fruto de decisiones humanas y, por tanto, son siempre evitables».
Cuántas veces he vuelto sobre sus palabras. También ahora, ante un genocidio.
¿Para qué estamos educando? Qué inútil todo, qué perversa banalidad, si lo que se aprende en las escuelas no contribuye a formar personas capaces de movilizarse ante la barbarie, ante la matanza de niñas y niños, ante la condena a la hambruna de toda una población civil, ante el bombardeo de hospitales, ante el asesinato de periodistas y trabajadores de Naciones Unidas.
Es aquí y es ahora. Lo sabemos. Lo estamos viendo.
«Es más difícil estar a la altura de las circunstancias que au dessus de la mêlée», escribía Antonio Machado durante la guerra civil española en Juan de Mairena. ¿Vamos a estar, como educadores, a la altura de las circunstancias, o preferimos la inhibición y el silencio? ¿Somos un claustro decidido a condenar el genocidio del pueblo palestino, y a manifestar nuestra oposición al suministro de las armas con que el Estado de Israel lo está llevando a cabo? «Si un Estado mata civiles, esconder los cadáveres es pactar con los asesinos un trato beneficioso», decía Gervasio Sánchez para referirse a los medios que decidían no mostrar las fotos del horror. Lo mismo vale para nosotros, los docentes. Podemos mostrar o esconder, hablar o callar. En los claustros y en nuestras clases. Tanto una acción como otra suponen ya una toma de postura.
Para quienes tienen alguna sombra de temor y de duda, me gustaría decirles que la ley les ampara. Recordemos el artículo 1 de la LOMLOE. Así que no perdamos esto de vista: si ante la barbarie optamos por el silencio, por mirar hacia otro lado, ¿con qué fuerza moral pediremos luego a nuestras alumnas y alumnos que denuncien los casos de acoso o abuso, si nosotros no somos capaces de dar un paso al frente?
«Marea por Palestina: La Educación contra en el genocidio», está articulando e impulsando iniciativas en este sentido. Estemos, por favor, a la altura de las circunstancias.
(Y solo nos falta instar a la RAE para que estudie la incorporación del sustantivo “noviolencia” a la próxima edición del Diccionario. Quizá contribuiría a evitar el colosal malentendido que nos ha tenido sumidos en la inacción).