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En el ámbito educativo tendemos a imaginar que un buen profesional es aquel que se mantiene neutral, como si eso fuera posible, como si educar fuera simplemente seguir al pie de la letra un manual de instrucciones sin margen para la interpretación, como si todas las realidades y contextos fueran iguales. De este modo, en el imaginario colectivo son muchos los que consideran que un buen profesional de la docencia sería el que que se limita a impartir un contenido. Y aunque es evidente que una parte importante de la labor del profesorado es ayudar a los estudiantes a entender y gestionar la información, ser docente es mucho más. Desde hace siglos, diversos sistemas educativos en todo el mundo han reconocido que la labor docente trasciende la mera transmisión de datos (entre otras razones, porque hoy en día existen tecnologías capaces de cumplir con esa función). Así lo recogen las leyes educativas de muchos países, la escuela no solo enseña matemáticas o historia, sino que también forma ciudadanos que deben convivir en democracias. Y en esa tarea existen unos valores comunes que debemos trabajar de manera explícita, como el respeto, la tolerancia, la igualdad y la convivencia. Y esto no son pedagogías “modernas”, son consensos democráticos que tienen más de cien años.
Por lo tanto, en educación, la imparcialidad no existe: de manera consciente o inconsciente, siempre transmitimos valores, formas de ver el mundo y modos de relacionarnos con los demás, con lo que decimos y con lo que no decimos. Por ejemplo, cuando escogemos un contenido y no otro estamos tomando partido, cuando diseñamos o adaptamos una tarea, arrastramos valores y una visión de que es enseñar y qué es aprende, y por lo tanto, también estamos tomando partido. Incluso cuando intentamos no posicionarnos, ya estamos adoptando una postura concreta, y es importante ser conscientes de ello. En la enseñanza de distintas asignaturas, por ejemplo, durante muchos años se han resaltado principalmente las figuras masculinas, mientras que las mujeres quedaron relegadas o directamente excluidas de los planes de estudio. Y esa elección refleja una visión del mundo que invisibiliza a una parte fundamental de la historia y de la humanidad.
Algo parecido ocurre cuando investigamos en educación. Cuando tengo en mis manos cualquier estudio educativo, antes de detenerme en los resultados, suelo leer con atención el marco teórico, buscando algo que considero fundamental: la concepción implícita de lo que significa aprender y enseñar que sostiene todo el texto. Así, por ejemplo, cuando se presenta como evidencia incuestionable que la educación ha empeorado porque los resultados de España en PISA han descendido, no se expone un dato neutro, sino una forma muy particular de concebir la educación. PISA puede ofrecer información útil, pero no deja de responder a una visión específica del aprendizaje, que responde a unos valores e intereses concretos, los de la OCDE. Y lo mismo ocurre con cualquier institución o profesional que investiga y trabaja en la educación, ninguna mirada está libre de interpretaciones porque nuestros valores son inherentes a nuestra humanidad.
Otro ejemplo. Algunos estudios señalan que están evaluando la competencia digital y, sin embargo, cuando se revisa la metodología descubrimos que el análisis se limita a contabilizar la cantidad de dispositivos o aplicaciones utilizadas en el aula. A primera vista, de nuevo, parece un dato neutro y objetivo, pero en realidad encierra una concepción muy concreta: la idea de que aprender equivale a consumir herramientas, no a reflexionar críticamente sobre su uso ni a comprender cómo la tecnología transforma la sociedad. Bajo esta mirada, la competencia digital se reduce a saber crear un PowerPoint, enviar un correo electrónico o navegar por internet, mientras se dejan de lado dimensiones mucho más profundas, como la capacidad de contrastar fuentes, identificar noticias falsas, colaborar de manera ética en entornos digitales o utilizar la tecnología para generar y compartir conocimiento.
La educación es una ciencia social, no una ciencia exacta. No se rige por leyes universales que operen de la misma forma en cualquier lugar o circunstancia, ya que los procesos educativos están atravesados por la cultura y los valores de las personas. Cada decisión pedagógica está cargada de valores. Intentar “no tomar partido” es imposible en la educación, porque enseñar siempre implica transmitir una visión del mundo, seamos conscientes o no de ello. De hecho, en la práctica, no posicionarse suele traducirse en respaldar el marco vigente, es decir, es la postura que más favorece al sistema establecido, incluso aunque no sea nuestra intención reforzarla. Por eso, no debemos ir en busca de la educación neutral y aséptica, porque no existe. Lo que deberíamos hacer es fomentar el pensamiento crítico y permitir que los estudiantes confronten distintas perspectivas para construir su propia comprensión del mundo y su identidad.
Por eso se dice que la neutralidad favorece al status quo. Al abstenerse de problematizar o abrir debates, el marco vigente se refuerza. “No tomar partido” también es, en sí mismo, una forma de posicionarse. Esto no significa que quien no quiere posicionarse sobre algo lo haga con mala intención o que debamos exigir a todos los compañeros y compañeras que se pronuncien de manera pública sobre cualquier tema.También es necesario respetar y comprender que hay personas a quienes ciertas cuestiones no les generan la misma inquietud o movilización que al resto. Y también debemos tener en cuenta que existen temas sobre los que no se tiene una postura clara y definida por su complejidad o cualquier otro motivo. Por supuesto, tenemos la libertad para posicionarnos o no públicamente sobre cualquier tema. Pero, independientemente de esto, sí deberíamos tomar conciencia de que nuestras decisiones cotidianas ya transmiten un modo particular de entender el mundo y la educación. No es una cuestión de posicionamiento, sino de que si no cuestionamos nada lo que ocurre tenemos que ser conscientes de que se mantienen las estructuras que ya existen. Dicho de otro modo, si no señalamos las desigualdades y las limitaciones del sistema, contribuimos a que todo siga igual.
De hecho, el propio sistema educativo no es neutral, porque está diseñado dentro de un marco político, social y cultural que refleja una determinada visión del mundo. Históricamente, siempre ha sido así. Y actualmente, en la mayoría de países democráticos se asume como marco de referencia los derechos humanos. Esto significa que el curriculum educativo plantea la necesidad de trabajar valores como la igualdad, la atención a la diversidad, la no discriminación y la compensación de las desigualdades sociales como parte fundamental del sistema educativo. De esta manera, el sistema toma una postura ideológica, y aunque entendamos que estos valores democráticos y humanitarios son fundamentales y que es evidente asumirlos, no debemos darlos por seguros. Existen otros tiempos y otros lugares en los que los sistemas educativos no se han sustentado en estos principios. Y ahora que se están cuestionando muchos consensos sociales que teníamos relacionados con la igualdad y la tolerancia, la escuela adquiere un papel fundamental como espacio de formación democrática, en donde se fomente el diálogo y el respeto por la diversidad como pilares de la convivencia social. Y esto es tomar partido, sí, por la libertad y la democracia. Y así está recogido en la legislación educativa.
En ocasiones, declararse neutral puede tener sentido cuando se pretende facilitar el diálogo entre distintas posturas. Pero esa neutralidad no es real tampoco, sino más bien la representación de una postura intermedia que trata de ayudar a encontrar el consenso. Además, el tema que se aborda también es importante, no es lo mismo declararse neutral en una discusión sobre modelos educativos que hacerlo ante la vulneración de derechos humanos. Derechos que no deberían ponerse en discusión, porque son la base misma de la convivencia democrática.
Por eso es importante también darse cuenta que bajo la llamada a la supuesta neutralidad educativa son muchos los que pretenden con ello favorecer la visión de un docente técnico, que no se cuestiona lo que hace, y que no hable de determinados temas por miedo a que se le acuse de adoctrinar. Es decir, en ocasiones, reivindicar la neutralidad es una manera de silenciar debates incómodos. Se trata, en este caso, de un intento de deslegitimar a quienes trabajan cuestiones de igualdad, diversidad o justicia social en la escuela, como si esas no fueran parte imprescindible de la formación ciudadana (y de hecho son profesionales que están cumpliendo con la ley al trabajar esos temas). La verdadera tarea que tenemos como docentes no es esconder los valores bajo la máscara de la objetividad, sino discutirlos críticamente y enseñar a las nuevas generaciones a pensar por sí mismas en un mundo complejo.