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El espejismo del compromiso
El informe más reciente de la UNESCO-IESALC, “Políticas de equidad e inclusión en la educación superior de América Latina y el Caribe” (17 de septiembre, 2025), nos coloca frente a un espejo incómodo: las universidades de la región declaran más de lo que hacen. De las 236 instituciones de veinte países que participaron en el estudio, más de la mitad reportó un “alto compromiso” con la inclusión. Sin embargo, la distancia entre la retórica y la realidad es amplia. Muchas instituciones incluyen la palabra “inclusión” en sus discursos oficiales, pero sus prácticas continúan reproduciendo barreras que limitan el acceso, la permanencia y el éxito académico de miles de estudiantes.
El informe, basado en una encuesta en línea respondida en universidades públicas y privadas, pone sobre la mesa la insuficiencia de políticas y una contradicción de fondo: universidades que proclaman equidad al mismo tiempo que sostienen estructuras excluyentes. La autora del reporte, Carmen Márquez Vázquez, asegura: “Algunas IES están desarrollando actuaciones compensatorias orientadas a la equidad e inclusión mientras, paralelamente, mantienen situaciones generadoras de desigualdades que afectan, particularmente, al estudiantado más vulnerable”.
Las evidencias debilitan el optimismo por los progresos en el acceso del estudiantado en las últimas dos décadas. El compromiso, cuando se queda en declaraciones, es apenas un espejismo.
Lógicas contradictorias
El hallazgo más contundente del estudio es la coexistencia de dos lógicas contrapuestas dentro de las universidades. Por un lado, proliferan programas compensatorios: becas, tutorías, atención a la diversidad de género, cupos de ingreso especial o servicios de acompañamiento para estudiantes en situación de vulnerabilidad. Son medidas valiosas y necesarias. Por otro, subsisten mallas curriculares rígidas, procesos de admisión excluyentes, culturas institucionales permeadas de racismo o sexismo, y escasa formación del profesorado en diversidad.
Se trata de un doble discurso en acción: mientras una mano ofrece apoyo, la otra mantiene intactos los muros de la desigualdad. Y esta incoherencia, como advierte el informe, neutraliza los esfuerzos inclusivos y perpetúa las inequidades históricas de la región.
Los muros invisibles
Si la inclusión fuera un edificio, la región tendría apenas los cimientos. El 91 % de las instituciones encuestadas reporta contar con políticas de equidad e inclusión. Sin embargo, la sostenibilidad de estas acciones es frágil y, en la mayoría de los casos, carecen de la fuerza transformadora que exige el Objetivo de Desarrollo Sostenible 4 de la Agenda 2030.
Los obstáculos son reveladores: el 49,3 % de las instituciones reconoce que ni siquiera comprende del todo qué significan “equidad” e “inclusión”. Más del 30 % declara que la falta de recursos económicos y humanos limita sus posibilidades. Y no faltan quienes señalan la ausencia de una legislación clara o la débil capacitación de su personal. A estos factores internos se suman los externos: crisis políticas y económicas que desdibujan cualquier política de largo plazo.
Así, el gran muro de la exclusión no está hecho solamente de carencias materiales, sino también de desconocimiento, indiferencia y, en ocasiones, falta de voluntad política.
Otro hallazgo que no puede pasar inadvertido es la focalización excesiva de las políticas inclusivas. La mayoría de las universidades prioriza a tres colectivos: estudiantes con discapacidad (77 %), jóvenes de bajos recursos (75 %) y minorías étnicas o pueblos originarios (44 %). Aunque estas acciones son indispensables, pocas instituciones adoptan una perspectiva sistémica que abrace a toda la comunidad universitaria. Apenas el 12 % declara políticas universales de inclusión.
El problema de fondo es que esta lógica sectorial fragmenta el derecho a la educación superior. Se reconoce a ciertos grupos como “merecedores de apoyo”, pero no se transforma la estructura para que la diversidad completa de estudiantes —por género, identidad, edad, condición migratoria o neurodivergencia— encuentre condiciones de igualdad. Se confunde la equidad con un menú desarticulado de programas asistenciales.
La interseccionalidad ausente
En un continente tan heterogéneo como América Latina y el Caribe, la equidad exige un enfoque interseccional. Las desigualdades rara vez operan de manera aislada: una mujer indígena, de bajos recursos y con discapacidad enfrenta barreras múltiples y superpuestas. Sin embargo, el informe evidencia que la mayoría de las universidades diseñan políticas fragmentadas, pensadas para un eje de discriminación a la vez. Esta ausencia de mirada integral limita el impacto de las acciones y genera el riesgo de invisibilizar a quienes habitan los territorios de la desigualdad. La educación superior de la región tiene una deuda pendiente con las realidades complejas que desbordan los esquemas rígidos de las políticas actuales.
Adicionalmente,preocupa la débil cultura de evaluación. Más de un tercio de las instituciones no cuenta con mecanismos de seguimiento de sus políticas de inclusión. Entre quienes sí lo hacen, predomina la evaluación ex post, basada en indicadores cuantitativos de cobertura. Muy pocas universidades recurren a diagnósticos previos que permitan anticipar necesidades, o a evaluaciones cualitativas que escuchen las voces de estudiantes y comunidades.
Esta mirada estadística, centrada en “cuántos ingresan” o “cuántos reciben beca”, dice poco sobre la calidad de la experiencia educativa. Una verdadera evaluación de la inclusión debería indagar si los estudiantes se sienten parte, si aprenden en igualdad de condiciones, si tienen oportunidades reales de éxito y participación. Privilegiar la medición de lo visible perpetúa lo invisible.
Universidades atrapadas en la inercia
El balance general del informe muestra universidades atrapadas en una peligrosa inercia. Se han multiplicado programas y discursos, pero no se ha dado el salto hacia transformaciones estructurales. Las políticas inclusivas siguen siendo islas en un océano institucional inmutable.
Esto se traduce en lo que el documento llama “enfoque integracionista”: se espera que el estudiante se adapte a la universidad, y no la universidad la que transforme sus estructuras para acoger la diversidad. En lugar de pensar en cambios de fondo —currículos flexibles, metodologías inclusivas, entornos accesibles, formación docente en diversidad, políticas integrales, presupuestos permanentes—, se opta por parches temporales que alivian, pero no solucionan.
La equidad y la inclusión en la educación superior rebasan un problema técnico de gestión universitaria. Son, ante todo, una cuestión política y ética. Requieren voluntad institucional, liderazgo académico y presión social para que dejen de ser opcionales y se conviertan en el corazón de la misión universitaria.
El informe es claro: sin cambios estructurales, compromisos sostenibles y mirada interseccional, la región no alcanzará las metas del ODS 4. Y esto no es un asunto menor. La educación superior forma profesionales y, sobre todo, moldea ciudadanías, produce conocimiento y define proyectos de país. Una universidad que excluye es una sociedad que se condena a repetir sus desigualdades.
América Latina y el Caribe tiene una oportunidad histórica. El acceso a la educación superior se ha expandido en las últimas dos décadas; nunca antes tantos jóvenes habían tocado las puertas de la universidad. Pero abrir las puertas no basta: hay que asegurar que al cruzarlas encuentren un espacio que los reconozca, acompañe y potencie.
La región debe trascender las medidas cosméticas y retóricas vacías. Se requiere un giro cultural: pasar de programas aislados a un compromiso sistémico; de la asistencia a la justicia; de la integración a la inclusión. Las universidades deben dejar de ser templos selectivos para convertirse en verdaderos laboratorios de equidad, diversidad y democracia.
En tiempos de crisis globales —económicas, políticas, climáticas—, la inclusión universitaria no es un lujo, sino una condición de supervivencia colectiva. Apostar por ella es apostar por sociedades más cohesionadas, innovadoras y justas.
El informe de la UNESCO-IESALC nos recuerda que el futuro de la región depende, en gran medida, de cómo respondamos a esta deuda histórica. La universidad latinoamericana tiene que decidir si seguirá atrapada en la inercia o asumirá el reto de reinventarse para todos y todas.
Epílogo
La educación superior de América Latina y el Caribe se encuentra en una encrucijada. Puede seguir multiplicando discursos y programas sin alterar sus estructuras de poder, o puede abrazar la equidad y la inclusión como principios de su misión. La primera opción conduce a la perpetuación de la desigualdad; la segunda, a la posibilidad de futuros distintos.
La decisión es, en última instancia, política y ética. Porque la inclusión no es un favor que las universidades otorgan, es un derecho que deben garantizar. Y porque en cada estudiante que queda fuera, que abandona o es marginado, se pierde no sólo una vida transformada, sino también una oportunidad de transformar la región.
La verdadera pregunta es si tendremos el coraje de transformar nuestras universidades para que dejen de ser espejos de la desigualdad y se conviertan en motores de justicia social. La respuesta no puede esperar: 2030 está a la vuelta de la esquina.