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Hay un juego de lo más curioso al que seguro que alguien que esté leyendo esto ha jugado alguna vez en alguna fiesta de esas de casa rural, o en el aburrimiento de un cumpleaños de esos que no acaban de fluir, que es lo que ocurre cuando invitas a gente de diferentes grupos que no se conoce entre sí. El juego se llama “qué prefieres”, y plantea a las personas que juegan elecciones absurdas, o no tan absurdas, que llevan a debates de esos de sobremesa. Es fácil encontrar en internet decenas de preguntas del “qué prefieres” que, aparte de ser una buena opción para pasar el rato entre amigos, no tienen mayor pretensión que entretener. Nadie va a ser juzgado, o al menos no debería, por decidir montaña frente a playa, tener tres orejas en vez de tres ojos o pasar un mes sin calcetines en vez de pasar un mes sin pijama. Esa es la gracia del juego. Que puedes contestar sin pensarlo demasiado y extender el debate hasta donde se extiendan las ganas de debatir un sábado por la tarde.
Muchas veces nos dan a elegir entre lo malo y lo peor o entre lo bueno y lo mejor. O entre una nada y otra nada
Asistimos maravilladas a una era educativa donde este juego es una suerte de práctica pedagógica. Por un lado, nos fuerzan a no posicionarnos (ya escribí sobre la neutralidad como forma de no posicionamiento) pero, por otro lado, nos obligan a elegir todo el rato entre dos opciones absurdamente emparejadas. El panorama educativo está lleno de “esto o lo otro”, donde muchas veces nos dan a elegir entre lo malo y lo peor o entre lo bueno y lo mejor. O entre una nada y otra nada. Elecciones que no llevan a ningún lado, que no contribuyen a mejorar nada, que no nos construyen ni como docentes ni como familias, tampoco como alumnado. Ni como expertos, si es que alguien llega a entender qué es un experto en educación algún día. La cosa es que este juego simple de rato del café se ha convertido en la forma de dar respuesta a muchos debates pedagógicos, y no elegir entre una u otra opción hace que se nos conciba como imparciales, lo que en este juego implica no participar y estar automáticamente fuera.
A estas dos opciones del “qué prefieres” educativo las llamo yo “falsas dicotomías”. Las falsas dicotomías son propuestas de elección entre dos opciones aparentemente antagónicas que, en realidad, son complementarias. Algo así como elegir entre café y leche, entre macarrones y tomate o entre vacaciones y descanso. No solo no hay que elegir, sino que la una sin la otra puede tener sentido, pero juntas pueden potenciarse mutuamente. De hecho, cuando exponemos a las personas a estas elecciones, lo hacemos para conocerlas más o para adaptarnos a sus preferencias en un intento de que todo el mundo vea su opinión reconocida. Entonces, ¿por qué cuando se trata de elegir en educación no lo entendemos de la misma forma? Aquí van, apoyadas en las falsas dicotomías más extendidas, algunas claves para reflexionar y confrontar la obligatoriedad de decidir entre dos opciones que, en realidad, son complementarias y necesarias a partes iguales.
Emoción y razón
Seguramente sea de las que peor me sientan. Le tengo una manía especial a esta elección, especialmente materializada en una frase que circula por las redes: “¿De qué sirve que un niño sepa colocar Neptuno en el Universo si no sabe dónde poner su tristeza o su rabia?». Yo siempre pienso lo mismo: “¿Por qué no puede aprender a colocar ambas?”. Es evidente que el educador que la pronunció pretendía ser crítico con el exceso de importancia que se le ha dado al conocimiento instrumental en la escuela y la falta de importancia que se le ha dado a la educación emocional durante muchos años, pero no entiendo que la respuesta sea proponerlo desde la confrontación. En mi opinión, sería mucho más valioso proponer lo siguiente: “Si un niño puede aprender a colocar Neptuno en el Universo, ¿por qué no enseñarle también dónde poner su tristeza y su rabia?”.
Por otro lado, hay sobradas reflexiones escritas acerca de lo inexacto de separar emoción y razón como si ambas no estuvieran conectadas por un mismo proceso, condicionadas por un mismo contexto o gestionadas desde unas mismas condiciones materiales de vida, pero haciendo un ejercicio que se ve poco en el mundo educativo, no quiero profundizar demasiado porque con el conocimiento del que dispongo, me arriesgo a meter la pata. Y esta también es una elección, la de opinar a toda costa o parecer ignorante, que no hay que abrazar necesariamente.
Analógico o digital
Contra todo pronóstico, la elección nos la van a ir dando hecha, porque mismamente en Madrid, la comunidad autónoma en la que yo trabajo, la limitación del uso de pantallas en los centros educativos es ya un hecho a golpe de ley. Mientras redactaba este verano la circular que explicaba a las familias que este curso íbamos a limitar el uso de pantallas por orden de la Consejería de Educación madrileña, firmaba albaranes de las nuevas pantallas digitales que llegaban a mi centro, más de una treintena, desplazando a las pizarras de tiza al fondo del trastero.
Educar es regular, pero también es enseñar. Es exponer y acompañar
Y es que este debate pantallas sí, pantallas no, tiene poca profundidad y aún menos sustento material. Sobra decir que los efectos de las pantallas en los cerebros infantiles están más que demostrados, pero también sobra decir que, sin pantalla, ni yo estaría escribiendo esto ni nadie lo leería. Las pantallas no van a venir, las pantallas están aquí, y no solo para jugar a videojuegos o ver vídeos de TikTok. En ocasiones suplen a seres humanos que están deslomándose para trabajar doce, catorce horas al día por sueldos que dan de comer a una familia entera y pagan el alquiler a un casero que tiene ocho propiedades. En otras ocasiones suplen a esos mismos seres humanos que están desconectando de esas vidas en las que el agua siempre está a ras de clavícula. En ocasiones están siendo el entretenimiento de toda una comunidad humana, o la única forma de comunicarse con familiares que están en sitios a los que las compañías de vuelo low cost no llegan. Las pantallas forman parte de las vidas más de lo que sabemos y de lo que podemos y debemos controlar desde las escuelas.
Lo nuestro es educar. Educar es regular, pero también es enseñar. Es exponer y acompañar. A mano sí, siempre, pero no necesariamente a costa de eliminar recursos. No está bien exponer a pantallas a edades muy tempranas, desde luego, pero tampoco está bien exponer a críos de tres años a escribir palabras como locos en fichas tamaño A4 y ahí tienes las aulas llenas de manitas enanas cogiendo el lápiz como pueden. Quizás la clave sea analizar dónde poner los límites, y no limitar, a secas.
Teoría o práctica
Esta también me da mucha rabia, tanta rabia que dedico gran parte de mi actividad investigadora a desmentir esta confrontación, que me parece de lo más simple. La práctica es la ejecución de los principios diseñados por la teoría, que no es otra cosa que un conjunto de presupuestos diseñados para ser verificados a través de la ejecución. Sin teoría, no existe práctica, porque no existen hipótesis que validar a través de la acción. Sin práctica, no podríamos validar la teoría, y, por tanto, no hablaríamos de teoría, sino solo de hipótesis sin refutar. Sería como tener muchos cabos sueltos sin llegar a construir un tejido. ¿Qué sentido tiene?
Sin teoría, no existe práctica, porque no existen hipótesis que validar a través de la acción
Esta dicotomía se ha justificado durante bastante tiempo desde el exceso de contenido teórico que se ha depositado en el aprendizaje en todos los niveles educativos. También se ha traducido “teoría” como “memoria”, llevando la elección a “memoria o práctica”. Razón no le falta a este foco de crítica, ya que, en muchas ocasiones, la poca práctica que recordamos haber vivido en la escuela es la del ejercicio cuatro del libro de Matemáticas. Sin embargo, una vez más, no se trata de elegir entre lo malo y lo peor, es decir, entre el empacho de contenidos o la ausencia de ellos, sino defender que formular hipótesis y validarlas, además de requerir en ambos casos capacidades memorísticas, pero también propias de la acción instrumental, es la única forma de llegar a algo que se acerque a una verdad.
Tradición frente a innovación
Mi debilidad. Esta se podría ampliar con “pasado frente a futuro”, “antiguo frente a nuevo” o “progreso frente a regreso”. Escojo la titular porque permite abordar mucho mejor no solo la falsa dicotomía, sino la contradicción intrínseca de la propia propuesta.
Lo tradicional es lo que hemos venido haciendo hasta ahora, que entiendo que nos tenga a todas hasta el pico de la boina, porque no hay nada que dé más rabia que un “siempre se ha hecho así” ni conozco a nadie que cuando escucha esta frase sienta mariposas en el estómago. Sin embargo, si no es sobre la tradición, explíquenme sobre qué vamos a introducir cambios, mejoras, transformaciones. Innovaciones, al fin y al cabo, que no son más que eso. Cambios destinados a mejorar una tradición, es decir, mejoras ante lo que siempre se ha hecho. Las nuevas formas de hacer pueden ser mejores, claro que sí, pero cuidado con confundir nuevo con bueno. Y cuidado con demonizar lo antiguo. Si todo lo nuevo es necesariamente bueno, ¿qué necesidad habría de valorar las consecuencias de los cambios? Y si no cuestionamos las consecuencias de los cambios, ¿cómo saber que estamos mejorando aquello que nos motivó a introducir cambios?
Si todo cambia, nada cambia, aunque cuando todo cambia todo el rato una ya no sabe de dónde venía ni a dónde quería ir
Sin que haya un acuerdo sobre aquello que no es necesario cambiar, no es posible introducir cambios. Dicho de otra forma: si todo cambia, nada cambia, aunque cuando todo cambia todo el rato una ya no sabe de dónde venía ni a dónde quería ir. La esclavitud de la prisa que nos ha llevado a la dicotomía nos ha devuelto los huertos urbanos, y la urgencia que nos empuja a mandar audios porque da mucha pereza hablar por teléfono también nos ha lanzado a los brazos de la cerámica, el crochet, la calistenia. No es posible sostener una vida rápida si no hay espacios de lentitud, del mismo modo que no es posible emprender cambios con perspectiva crítica si no conservamos lugares desde los que parta el cambio, y que, además, sean referencia para evaluarlos. Conservar algo no es meterlo en una cajita para que no coja polvo, es guardarlo, sacarlo todos los años, someterlo al paso del tiempo y decidir si merece la pena volver a guardarlo un año más o si ya conviene deshacerse de ello porque, a día de hoy, no quedan razones para preservarlo.
Me resulta tierno y a la vez llamativo que, precisamente en los centros donde he trabajado que más han apostado por darle un cambio radical a casi todo lo que representaba al cole, se hayan agarrado a pequeñas tradiciones como a un clavo ardiendo: eso que se hace cada año en Carnaval, la fiesta de la Castañera, la lectura colectiva. Y claro que sí, porque aquello que mantenemos también constituye nuestra identidad, y por mucho que innovemos, que debemos hacerlo, lo que protegemos, mimamos y legamos siempre será el sello de nuestro proyecto, nuestra semilla.
Hay muchas más falsas dicotomías: libertad frente a normas, contenidos frente a competencias, jugar frente a trabajar, instruir frente a acompañar. Si nos ponemos, llegamos al “ciencias frente a letras” que nos ha traído hasta aquí y que, aparte de hacernos sentir menos capaces, solo sirvió para limitar nuestros itinerarios formativos. Seguirán saliendo nuevas falsas dicotomías que intentarán atraer nuestra atención y alejarla de lugares donde sí debemos estar claramente posicionadas, y donde, ahí sí, tendremos que seguir debatiendo, y pensando, y criticando, sin mantenernos nunca neutrales y sin vernos obligadas a decidir entre lo urgente y lo importante. Que unas cosas no nos aparten de las otras, diría yo. A ver si somos capaces.
1 comentario
Me emociona el planteamiento de crecer desde lo crecido .
De transformar conservando la raíz.
De innovar sin olvidar .
Pocas veces se oyen y se leen propuestas tan razonables y tan positivas para el futuro de nuestros hijos , de nuestra sociedad , de nuestro mundo .
Una vez más , enhorabuena, Paula .