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Les he pedido una reflexión sobre el libro que, por mayoría de votos, constituyó la lectura grupal del primer trimestre. Me adelanto a las posibles hojas en blanco rogándoles a aquellos que no lo han leído que me cuenten por qué, que lo escriban. Tal vez así podamos encontrar un remedio para la siguiente evaluación. Entre todas las respuestas, traigo a este albergue de dudas la de A., que me sabe como los granos de la granada: son dulces y refrescantes pero tienen por dentro un tallito de amargura áspera que tiende a quedarse entre los dientes.
Lo conocí dos cursos atrás, con varios centímetros menos de estatura pero el mismo desparpajo que sigue gastando en cuarto. Es simpático –y lo sabe–, inteligente, espontáneo. Los estudios no le interesan demasiado y procura darles esquinazo a la menor ocasión. En realidad, creo que lo de doblar las esquinas a toda prisa y sin mirar atrás es para él una necesidad. De algo debe de estar huyendo. A menudo, en estos dos años, me he acordado de él, no solo porque me lo he ido cruzando por los pasillos, viendo cómo iba sobrepasando mi propia estatura (tampoco hace falta mucho para eso), sino por cómo había descubierto el placer por la lectura a partir de un libro en particular. En aquel curso que ya parece otra vida, me dejó claro desde el comienzo que él no leía, que no le gustaba, que los libros no eran lo suyo. Y sin embargo, El pan de la guerra le gustó tanto que se compró la segunda parte, El viaje de Parvana. Son dos libros juveniles de Deborah Ellis, breves pero muy duros, que retratan la vida en Afganistán bajo el brutal desgobierno de los talibanes.
Quizás él necesitaba eso para engancharse, tragedias contemporáneas en lugar de los relatos fantásticos que atrapan a otros entre sus páginas como dragones hambrientos. Siempre pensaba en A. como uno de esos ejemplos de quienes reniegan de la lectura hasta que encuentran su libro. Pero ahora estamos en cuarto y él tiene el papel delante para reflexionar sobre otra novela. Me mira con unos ojos serenos, familiares, casi aliviados. Parece que escribir le libera de una carga pesada que le lastrase los hombros. Me entrega la hoja cuando aún los demás están concentrados en sus ejercicios: “¡NO LO HE LEÍDO! No he leído el libro, porque la verdad no me gusta nada leer. La lectura es una actividad que me parece aburrida. Cuando leo, leo con los ojos porque aunque lo haya leído no me entero absolutamente de nada, por ejemplo de este libro me he leído 24 páginas y de eso recuerdo cosas muy básicas como que estaba muerto el protagonista y sus conocidos estaban reunidos, de los nombres de los personajes no recuerdo ninguno. Para ser sincero, hace dos años cuando te dije que me gustaron los libros de El viaje de Parvana y el El pan de la guerra fue por compromiso ya que quería aprobar y me los tuve que leer, aunque me aburrieron muchísimo. Y si bien sé que esto quizás cambie tu manera de verme prefiero que lo sepas (…) No me gusta leer cosas muy largas la verdad es que creo que sería más de libros que te dan poemas en cada hoja”. A continuación, hace un dibujo de esto último: un libro abierto con dos textos cortos en cada página. Uno, dos, tres, cuatro. Un libro tiktok, tal vez.
Me acerco a hablar con él, en voz baja para no molestar a los que siguen concentrados. Me preocupa la parte de “quizás cambie tu manera de verme”. Esta vez, por alguna razón, sí se ha parado para mirar hacia atrás, a ese pasado que compartimos. Le explico que yo no lo juzgo por lo buen o mal lector que sea, ni por lo buen o mal estudiante que crea ser. Que hay millones de excelentes personas con resultados académicos desastrosos. Y viceversa. Él sonríe y me agradece. Después reconoce que aquellos libros ni siquiera los leyó realmente, que fue saltándose páginas, leyendo en diagonal. Y que entiende lo de que yo no juzgue a las personas por sus calificaciones, pero puntualiza: “Fui un pelota y no quiero que pienses eso de mí”. Lo curioso es que nunca lo había pensado. Es él quien le pone nombre a la culpa y la expone sobre la mesa; para poder sacársela de encima, supongo. No tengo claro si su confesión es un alarde de sinceridad o de rebeldía (esas mayúsculas, esas exclamaciones), pero le felicito por la honestidad y seguimos hablando un poquito más sobre nobleza y madurez antes de que suene la alarma que pone fin a la clase.
Ahora, mientras escribo, observo con cierta intriga la paradoja: ha olvidado las veinticuatro páginas de ayer, pero aún recuerda muy bien los títulos de aquellos dos libros que nunca leyó. Cuántos nombres habrán poblado y despoblado su memoria en estos dos años.
Recojo las hojas de sus compañeros y salgo del aula mientras me pregunto, entre el escepticismo y la esperanza, qué libro de poemas podré ofrecerle. Aunque tal vez, de momento, debería pedirle que los escriba él.


