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Imagina abrir los ojos cada mañana, no con la suave melodía de un despertador o el canto de los pájaros, sino con el estruendo ensordecedor de una explosión que sacude las paredes de tu hogar. Imagina que el camino al colegio no sea un paseo lleno de risas y charlas con amigos, sino un recorrido lleno de temor, donde cada paso podría ser el último. Imagina despedirte de tu familia cada día sin saber si los volverás a ver. Esta no es una pesadilla, no es una película. Esta es la vida diaria de miles de niños palestinos, atrapados en un ciclo de violencia y desesperanza que parece no tener fin.
Palestina no es solo un nombre en un mapa, no es solo un titular que pasa fugazmente por las noticias. Palestina es un pueblo que respira, que sufre, que ama, que sueña. Son familias que se aferran a la esperanza en medio de la devastación. Son niños que han olvidado cómo se siente jugar sin miedo, madres que entierran a sus hijos con el corazón destrozado, abuelos que ven cómo la tierra que los vio nacer se desmorona bajo el peso de la guerra. Cada rincón de Palestina lleva el eco de historias interrumpidas, de vidas que se apagan antes de poder florecer.
Piensa en un niño de apenas cinco años, con los ojos grandes y llenos de preguntas que nadie puede responder. Ese niño no sabe lo que es dormir sin escuchar sirenas o el rugido de los aviones sobrevolando su casa. Se acuesta con el estómago vacío, porque la cena no siempre llega a la mesa. Sus lágrimas se han secado de tanto llorar, y su pequeño corazón ya carga con el peso de pérdidas que ningún niño debería conocer. Algunos de estos niños, con apenas edad para sostener un lápiz, se han convertido en los pilares de sus familias, cuidando de sus hermanos menores en refugios improvisados, asumiendo roles de adultos porque la guerra les robó a sus padres.
Imagina a una madre joven, con los brazos vacíos, buscando entre los escombros algo que le recuerde a su hijo, un juguete roto, una camiseta, cualquier cosa que mantenga viva su memoria. Imagina a un padre que sale al amanecer a hacer fila durante horas, no por comida o medicinas, sino por un bidón de agua limpia, un recurso que para muchos de nosotros es tan común como abrir un grifo. En Palestina, el agua limpia es un lujo, un sueño que muchos no alcanzan. Hay bebés que nacen en hospitales sin electricidad, sin incubadoras, sin medicinas, luchando por respirar en un mundo que parece no querer darles una oportunidad. Hay ancianos que mueren en silencio, sin acceso a tratamientos, atrapados en una franja donde las fronteras son muros cerrados.
Cada número que aparece en las noticias no es solo una estadística, es una vida, un rostro, un nombre. Es un niño que nunca volverá a correr tras una pelota, una madre que no podrá volver a abrazar a su bebé, un joven cuyo sueño de ser médico, profesor o artista se apagó bajo las bombas. Son familias enteras que han desaparecido, dejando tras de sí solo recuerdos y un vacío que nadie puede llenar. Detrás de cada titular hay una historia que merece ser contada, una voz que merece ser escuchada.
Lo más desgarrador es que para muchos palestinos, la paz es solo un concepto lejano, algo que leen en libros o escuchan en historias de un pasado que apenas recuerdan. Han crecido entre ruinas, con el miedo como compañero inseparable. Sus dibujos no muestran casas con jardines, soles brillantes o arcoíris. En sus hojas, los niños pintan tanques, aviones y columnas de humo. Sus juegos no son carreras o el escondite, sino aprender a correr hacia un refugio en segundos, a reconocer el sonido de un misil antes de que impacte. ¿Cómo puede un niño crecer cuando su infancia está hecha de escombros y pérdida?
Y mientras tanto, el mundo sigue girando. Nos levantamos, tomamos nuestro café, revisamos nuestros teléfonos, planeamos nuestro día, como si nada estuviera pasando al otro lado del planeta. Pero el silencio duele. Ignorar el sufrimiento de Palestina es como cerrar los ojos ante una herida abierta. Es abandonar a esos niños, a esas madres, a esas familias que luchan por sobrevivir en un lugar donde la vida misma es un acto de resistencia.
No podemos seguir mirando hacia otro lado. No podemos seguir justificando la indiferencia con excusas de distancia o política. Porque lo que sucede en Palestina no es solo un conflicto lejano, es una tragedia humana que nos llama a todos. Cada niño que muere bajo las bombas es un recordatorio de nuestra humanidad compartida. Cada madre que llora, cada padre que lucha, cada anciano que se despide de su tierra nos está llamando a actuar, a alzar la voz, a no quedarnos callados.
Por eso, hoy, desde donde estés, te pido que no cierres los ojos. Que sientas en tu pecho el peso de sus historias, que imagines por un segundo lo que es vivir con el corazón en un puño, esperando el próximo bombardeo. Que pienses en esos niños que merecen lo mismo que cualquier otro, un hogar seguro, un colegio donde aprender, un parque donde jugar, un futuro donde soñar. Que pienses en esas madres que merecen ver a sus hijos crecer, en esos abuelos que merecen descansar en paz, en esas familias que merecen vivir sin miedo.
Levantemos la voz por Palestina, no desde la política, no desde el odio, sino desde lo más profundo de nuestra humanidad. Porque nadie, en ningún rincón del mundo, debería vivir lo que ellos viven. Porque cada vida importa. Porque cada niño merece un mañana. Porque el silencio no es una opción cuando el sufrimiento reclama por ser escuchado.
Hagamos eco de sus voces. Que el mundo sepa que no están solos. Que su dolor nos duele, que su lucha es nuestra lucha, que su esperanza nos mueve. Por Palestina, por sus niños, por su futuro, no nos callemos. Su dolor merece ser visto, su resistencia merece ser honrada, y su humanidad merece ser defendida.


