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Tiene el pelo rizado, color de nuez, los labios gruesos, la tez canela. Tiene también, probablemente, una hiperactividad no diagnosticada. Pero en esta optativa son tan poquitos que estamos casi en familia, y las familias se cuidan (la mayoría, al menos). Su compañero le susurra algo al oído y M. salta, espontáneo como un calambre: ¡Hostiás! Digo su nombre en ese tono recriminatorio que llevamos los adultos instalado por defecto en el software vocal. «Pero, profe, ¡es un adverbio de emoción!». Y el invento involuntario me hace tanta gracia que me río con él, y me ablando, y el secreto deja de serlo por obra y gracia de una palabrota. El compañero susurrador me cuenta que ha gastado una suma descomunal de dinero de su padre, realizando por error una compra on line de un artilugio inútil. (¡Hostiás!, pienso, haciendo uso de mi software silenciador). La historia es tan inverosímil que aparto a un lado sus cuadernos de trabajo para poner, en medio, todo mi escepticismo sobre la mesa. Mientras escucho los delirantes detalles, pienso que, si se la ha inventado, es un alarde de creatividad que bien merece por lo menos un adverbio de emoción.
La semana siguiente, nos enfrascamos en la lectura de una versión juvenil de una de las grandes novelas rusas. No era lo que yo tenía pensado, por supuesto (así es el trabajo docente, la realidad suele imponerse a tus planes), pero han ido descartando todas las opciones que yo había preseleccionado con el único criterio de que había ejemplares suficientes para todos en la biblioteca. Ese lo leímos el año pasado con la otra profe. Ese es un rollo. De ese vi la peli hace poco. Así que de pronto me veo poniéndoles a Dostoyevski entre las manos a cinco chavales de catorce años. Adaptado, eso sí. Y el sortilegio improvisado obra su magia, porque nada más empezar, le ponen voz a Raskolnikov: “Mi plan es tan repugnante que no me atreveré a llevarlo a cabo”; entonces M. levanta la vista, señalando con insistencia la página: «Este libro es de los que enganchan, profe». Al terminar la hora les pregunto cómo creen que continuará la historia y hacen sus apuestas. Yo creo que va a robar a la casera. Yo creo que va a matar a la vieja. Yo no lo sé, creo que va a pasar algo inesperado. Como ninguno recuerda ya el título del libro, les muestro la portada: «¡Crimen y castigo! ¡Hostiás!», suelta M. Esta vez, me basta con mirarle. «Perdón, profe. O sea, ostras, dios». Unos días después, cuando lleguemos al punto en que Raskolnikov afirme que no puede caer en una miseria mayor, se pondrán a debatir entre ellos, dándole al personaje la razón en que ya no puede estar peor: Qué va a hacer, si de todas formas está muerto de hambre, le van a echar de la pensión, al menos en la cárcel tendría comida y techo. … Yo los escucho, observo sus gestos, me quedo al otro lado de la barrera, hasta que M. se gira hacia mí: «Y tú, profe… ¿tú lo harías?». La pregunta me ha pillado por sorpresa. Joder. O sea… ostras. Ay, dios.
Una semana más tarde, con motivo de Halloween, visitamos el altar de los muertos que han preparado mis compañeras en la biblioteca. Allí están Poe, Almudena Grandes, Lorca. Me preguntan cómo murieron. Les impacta el alcoholismo del estadounidense, no tanto el cáncer de la novelista, porque para ellos, morirse a los sesenta es de lo más normal. Todo les queda tan lejos. ¿Y Lorca? Lo asesinaron. Empiezan entonces a preguntarme qué pasó en el 36 exactamente, quién fue Franco, qué es un golpe de Estado. Cuando digo que el dictador llegó de África con la Guardia Mora, M., con su pelo rizado, sus labios gruesos y su tez canela, me interrumpe en seco: «¿Cómo que Guardia Mora?». «¡Hostiás!», dice cuando se lo explico. «¿Sabes, profe? Cada vez que entro en el supermercado, el segurata se me pega a los pies y me sigue hasta que me marcho». Ante mi gesto, insiste: «Te juro que es verdad, profe». Yo le digo que le creo. Cómo no voy a creerle. Dostoievski, Lorca, M. El zar, el dictador, el segurata. Crimen y castigo. Sí, te creo. Mientras suena la campana, torpedeando el software, se me escapan por dentro unos cuantos adverbios de emoción.


