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En la universidad se confunde, con más frecuencia de lo que sería recomendable, el rigor con la sobrecarga de trabajo y la evaluación con el control. Esta confusión se refleja en la preferencia por exámenes tipo test, diseñados para responder a preguntas del examinador, no para entrenar en la formulación de preguntas propias. Aunque en ciertos contextos —como las oposiciones para el acceso a la función pública— los tests pueden ser la mejor garantía contra cualquier forma de favoritismo, estas pruebas solo miden la memorización y comprensión de contenidos, sin fomentar el espíritu crítico ni la capacidad de relacionar saberes. Frente a esta limitación, necesitamos una docencia y una evaluación que inspiren, conecten teoría y práctica, conocimiento y vida, y que sirvan para fomentar y valorar el aprendizaje, no para disciplinar.
La inclinación hacia pruebas cerradas responde a un modelo docente que privilegia la reproducción de información sobre la reflexión crítica. Analizar cómo este enfoque condiciona el aprendizaje es esencial para transformar la docencia en general y muy especialmente en la universidad.
En mi trayectoria universitaria he observado que una parte significativa de la docencia sigue anclada en un modelo transmisivo, centrado en la acumulación y reproducción de contenidos comunicados por el profesor o a través de libros que han sido leídos solo como repertorio de información y no como herramientas para pensar, comprender mejor la vida y desenvolverse en el mundo con espíritu crítico y transformador. Este enfoque transmisivo, heredero de una tradición escolar que confunde dificultad con calidad, convierte el aprendizaje en una carrera por memorizar lo necesario para aprobar. Lo aprendido así se desvanece pronto, porque nunca llegó a transformarse en comprensión significativa.
De los muchos profesores que tuve, solo unos pocos me dejaron huella de por vida. No fueron quienes imponían sobrecarga ni quienes se refugiaban en tecnicismos para aparentar rigor. Fueron los que lograron conectar el conocimiento con la vida, los que enseñaban a pensar, no a repetir. Esos han sido siempre mis referentes. Suele ocurrir que, cuanto menos creativo es un docente, más tiende a complicar lo simple, como si la dificultad artificial fuera sinónimo de excelencia. Pero no lo es.
Cuando la evaluación se convierte en poder
En ocasiones, la evaluación no solo mide conocimientos, sino que se convierte en un mecanismo de control. Recuerdo que, siendo estudiante de Sociología en la Universidad Complutense entre 1977 y 1982, respondí a un test y, mientras lo hacía, anoté comentarios sobre la ambigüedad de las preguntas. Siempre me ocurre esto cuando me enfrento a este tipo de exámenes, que me suscitan dudas e interrogantes acerca de las diversas otras maneras en que podría haberse formulado la pregunta y, en los casos en los que he sido yo el examinado, la ansiedad y la duda sobre si acertaría a descifrar lo que estaba en la mente del elaborador del test. Volviendo a lo que me ocurrió en la Complutense, en aquel caso acerté y “no fallé” ninguna respuesta, pero mi calificación quedó en notable. ¿La razón? Como deduje cuando fui a reclamar por mi nota, fue que me “había pasado de listo”, mostrando cómo las preguntas podían interpretarse de otras maneras. En otras palabras, había cuestionado el formato y, quizá, el poder del profesor. Este episodio refleja una tensión que persiste: ¿formamos para pensar críticamente o para obedecer esquemas cerrados? Cuando la evaluación castiga la honestidad intelectual y la creatividad, corre el riesgo de dejar de ser educativa para convertirse en disciplinaria.
Mi prevención ante los exámenes tipo test
Siempre he tenido una prevención hacia los exámenes tipo test. Sobre todo, porque con preocupante frecuencia no están bien planteados y resulta difícil saber qué hay en la cabeza de quien los elabora. Pero, además, suelen empobrecer las respuestas posibles, eliminando la multiplicidad de matices y complejidades que caracterizan cualquier realidad, la cual requiere a menudo tal magnitud de aproximaciones que no pueden condensarse en las opciones que un test considera y descarta. Una sensación parecida he experimentado las veces que he tenido que responder a un cuestionario cerrado de encuesta, sintiendo algo así como que en él no estaba la pregunta o preguntas que yo habría hecho y tampoco me dejaban explicitar la respuesta que yo habría dado. Reducir la riqueza del pensamiento y de la realidad a unas cuantas casillas es una forma de amputar la reflexión.
Dos estilos, dos resultados
Pensemos en dos escenarios habituales. En el primero, el examen consiste en preguntas cerradas que exigen reproducir definiciones exactas o clasificaciones rígidas. El estudiante se prepara memorizando con ansiedad, y el conocimiento suele desvanecerse tras la prueba. En el segundo, la evaluación plantea casos o dilemas complejos, tales, como, por ejemplo, analizar las causas sociales de un fenómeno socio-histórico, las implicaciones éticas de un avance de la ciencia o cómo diferentes paradigmas científicos sustentan distintas visiones de la realidad. Aquí, el alumno no solo memoriza, sino que aplica sus conocimientos teóricos al análisis de situaciones prácticas, argumenta y reflexiona. El aprendizaje se convierte en una experiencia de comprensión profunda, no en un mero trámite para superar una prueba.
Hacia una docencia que inspire
La enseñanza que transforma no se mide por la cantidad de datos retenidos o teorías memorizadas, sino por la capacidad de mirar el mundo con otros ojos apoyándose en esos datos y teorías. Para ello, una buena práctica docente debería, primero, simplificar sin trivializar, haciendo accesible lo complejo sin perder profundidad; segundo, despertar curiosidad en lugar de ansiedad, planteando preguntas que inviten a pensar, no a temer; tercero, conectar teoría y práctica, conocimiento y vida, vinculando los conceptos con situaciones reales del aula y de la sociedad; y cuarto, evaluar la comprensión, no la memorización acrítica, procurando favorecer el pensamiento y adiestrar en su aplicación crítica frente al simple recuerdo.
Formar a los alumnos no consiste en entrenarlos para reproducir mentalmente los contenidos de libros o apuntes, sino en acostumbrarlos a pensar y razonar como lo hicieron los artífices de las teorías que explicamos. Un ejemplo paradigmático lo encontramos en Albert Einstein. Si este se hubiera limitado a dar las respuestas correctas dentro del paradigma científico dominante en su tiempo —la física newtoniana— jamás habría podido alumbrar la teoría de la relatividad. Su revolución intelectual nació precisamente de atreverse a plantear preguntas que no cabían en el marco previo: imaginar qué ocurriría si la velocidad de la luz fuera constante para todos los observadores, o cuestionar la supuesta universalidad del tiempo y la simultaneidad. Einstein no obedeció las preguntas dadas; formuló otras nuevas que abrieron un paradigma distinto. Esto nos muestra que la ciencia y el saber en general avanzan no por quienes se limitan a acertar respuestas en casillas, sino gracias a quienes se atreven a formularse preguntas y a pensar de un modo diferente que aún no tiene respuesta.
Solo de esta forma estaremos creando bases para que los estudiantes tengan luego herramientas para razonar y afrontar los problemas que se les planteen en su vida social y laboral. Muy especialmente, en el caso de que estemos formando a futuros docentes, nunca debemos perder de vista que uno de nuestros objetivos primordiales debe ser crear en nuestro estudiantado experiencias de aprendizaje significativas, adiestrarlos en cómo plantear preguntas, lo que es incluso más esencial para su formación que el hecho de instruirlos en responder a las preguntas que les formulemos. La enseñanza en general, y muy especialmente la de la universidad, no deberían entrenar para acertar casillas, sino para pensar con matices. Esa es la diferencia entre instruir y educar. Si aspiramos a una universidad que forme ciudadanos críticos y profesionales capaces de afrontar la complejidad del mundo, debemos atrevernos a transformar la evaluación para que funcione menos como un mecanismo de control y más como una herramienta para aprender a pensar, cuestionar y crear.


