No es nuevo decir que existe un sector del twitter educativo que vive anclado y dedicado a la crítica ácida y, con frecuencia, grosera, de todo aquello que se salga de los parámetros que ellos consideran que debe ser la enseñanza, parámetros que coinciden con la concepción más tradicional de esta.
Antes del inicio de las vacaciones navideñas, este sector se escandalizaba y “echaba las patas por alto” con algunas declaraciones que saltaban a los titulares periodísticos sobre la necesidad de poner al alumnado en el centro del proceso de aprendizaje.
Este asunto, del que muchas veces se habla de forma superficial, conecta con muchos conceptos, problemas y situaciones centrales de la educación que rara vez se explicitan de forma detallada.
Es necesario empezar poniendo sobre la mesa algo que resulta obvio (y si no lo es, tenemos un problema): nuestro sistema educativo sigue planteado desde una perspectiva que tenía sentido cuando el problema era el acceso a la información. Antes de la aparición de lo que Castells (2001) denomina la «sociedad red», el único lugar donde nuestro alumnado podía tener acceso a información para, a partir de ahí, elaborar conocimiento, era, fundamentalmente, la escuela.
No obstante, en la actualidad, el problema no es el acceso a la información, que prácticamente nos rodea, sino discernir, contrastar, trabajar y elaborar esa información para convertirla en conocimiento.
Esto no es la banalidad del “todo está en internet”, sino algo tan importante como que vivimos en la época de las fake news, de los relatos que obedecen a intereses de grandes grupos de poder, del ascenso de los discursos de extrema derecha, de lo que se ha venido a llamar «violencia mediática»… época en la que las cantidades ingentes de información disponible a nuestro alrededor se transforman en oportunidades de manipulación si nuestros ciudadanos y ciudadanas no saben elaborarla y contrastarla para construir un conocimiento crítico del mundo que nos rodea: en esta época, ser analfabeto tiene más que ver con la imposibilidad de discernir entre tanta información que con saber leer.
Marc Amorós: “Las ‘fake news’ están lastrando nuestra educación cívica”
Sobre estas posibilidades de manipulación y el asunto de la sociedad de la información me gusta especialmente esta cita de Crichton (1996, p. 9) en su novela Punto Crítico cuando dice: “La gran paradoja de la era de la información es que ha concedido nueva respetabilidad a la opinión desinformada”.
Añadido a esto, es imprescindible tener clara otra cuestión que está más que recogida a nivel científico: que lo que se transmite es la información, el conocimiento es una construcción individual que hace el sujeto (Castells 1998, 2001; Pérez Gómez, 2012; Fernández Enguita, 2013). Si te interesa el tema, escribí un post en mi blog.
Que nuestro sistema educativo (salvando honrosas excepciones) sigue anclado en una forma de trabajar basada en la transmisión y la reproducción de la información más que en la construcción de conocimiento es otra obviedad (de hecho, daría para otro artículo si lo primero es, directamente, incompatible con lo segundo).
Sólo hace falta pensar en la organización y estructura que tienen la mayoría de nuestras escuelas, institutos y universidades: lugar destacado del profesor o profesora (algunos reclaman que mejor sobre una tarima), las mesas dispuestas en filas individuales o en grupos, pero, orientadas hacia “donde emana el conocimiento”, el profesorado. Y las actividades, los recursos y el modelo de aprendizaje en el que estos se sustentan están planteados para reproducir –generalmente– lo que la figura del profesorado dicta como verdad suprema –fundamentado normalmente en lo que el libro de texto recoge–.
Sobre esta estructura y secuencia del trabajo en clase escribí un artículo hace tiempo, en este mismo diario, que te recomiendo que consultes.
Esta forma de trabajar y organizar la lógica escolar, basada en poner al alumnado en contextos de reproducción del conocimiento (Bernstein, 2001) no facilita que se produzca, lo que planteábamos con anterioridad es más necesario que nunca para el alumnado: discernir, contrastar, trabajar y elaborar esa información para convertirla en conocimiento, sino que acostumbra al alumnado a hacer el proceso contrario: reproducir sin cuestionar, elaborar, contrastar,… la información recibida creando el efecto opuesto: ciudadanos y ciudadanas, más fácilmente manipulables ante el bombardeo informativo.
Si aún no andas convencido de que esto es fundamentalmente así sólo hace falta pensar en la polvareda que levantó durante el COVID el tema de los exámenes y el plagio o más recientemente la que ha levantado la aparición de la inteligencia artificial OpenAI, que manda al traste, para siempre, la posibilidad de detectar trabajos plagiados.
Este modelo transmisivo produce también otros efectos colaterales. Por ejemplo, desaprovecha y deja a cargo del propio alumnado el aprendizaje de los recursos que los avances de Internet y las tecnologías han introducido de lleno en nuestras vidas. Maravillosas herramientas que podrían ser utilizadas (y enseñadas a ser usadas responsablemente) en nuestras escuelas: blogs, podcasts, Google Earth, redes sociales, móviles son desechadas, incluso penalizadas en algunos casos –sólo hay que ver el tratamiento del móvil en nuestras aulas– porque son incompatibles con el modelo de acceso a la información que se baraja en nuestros centros y que tiene, como mecanismo principal para garantizarla, el control de todo lo que acontece en el aula ejercido por el profesorado.
No vamos a hablar aquí de lo que a estas alturas son ya lugares comunes en lo que respecta a teorías de aprendizaje, pero sí merece la pena destacar que desde los años 50 se lleva reclamando un cambio, casi de forma unánime, en las prácticas escolares que no se ha producido y que ahora se torna imprescindible con las demandas de una nueva sociedad que se mueve y se organiza por patrones antagónicos a los que predominan en la escuela y que impide a nuestro alumnado emanciparse, ser libre, y lo deja más vulnerable a las nuevas formas de manipulación. Es el viejo dilema que ya planteaba Freire (1975) con respecto a la educación bancaria: el acceso a la información y la construcción de conocimiento puede servir para emancipar o esclavizar a los sujetos, dependiendo de cómo se plantee (y con ello a qué clases sociales beneficie). Abordaba algo de ese tema en este artículo.
Comenzábamos este texto expresando el debate sobre quién debe estar en el centro del proceso de aprendizaje: alumnado o profesorado. Pues bien, en mi opinión, nunca más que ahora –cuando se viene hablando bastante en la literatura del modelo centrado en el alumnado– ha sido tan central el papel del profesorado.
Pero esto tiene, ineludiblemente que ver, con cómo se concibe el trabajo del docente. Si este se entiende como “impartir, explicar… conocimientos” (recordemos que es información), mandar los ejercicios correspondientes y luego “comprobar” si estos se reproducen fielmente por parte del alumnado, esta es una función condenada a la extinción, fácilmente reemplazable y que relega al docente a un papel de mero técnico en su trabajo desprovisto de su conocimiento profesional: el educativo.
No obstante, cuando entendemos que la función del profesorado es diseñar espacios ricos en oportunidades de aprendizaje que acerquen a su alumnado a contenidos relevantes, con valor de uso y no de cambio, es cuando podemos decir que, sin duda, el papel del profesorado es central en el proceso de aprendizaje: diseñar estos espacios.
Si se concibe la figura del profesorado como un experto o experta que ha de guiar a su alumnado entre esa enorme cantidad de información que tiene a su alcance y diseñar situaciones para que hagan procesos de selección, análisis, contraste… y convertirla en conocimiento propio, es indudable que el profesor tiene, ahora más que nunca, un papel central en la enseñanza.
En palabras de Pérez Gómez (2013):
En mi opinión, por el contrario, los docentes en la era digital somos más necesarios que nunca, no precisamente para transmitir, aunque también, sino para ayudar a aprender, a construir el propio conocimiento, en un mundo cambiante, complejo, acelerado e incierto. Aunque ya no seamos ni la única ni la principal fuente de transmisión de información, nuestra tarea de tutorización cercana, de estímulo, provocación, testimonio, acompañamiento y guía del aprendizaje personalizado de todos y cada uno de los estudiantes, de ayuda para que cada aprendiz construya de forma disciplinada, crítica y creativa su propio proyecto personal, académico y profesional, es más necesaria que nunca, especialmente para aquellos que por diversas circunstancias, en una sociedad cada vez más desigual, no saben, no pueden o no quieren aprender lo que la escuela les exige.
El problema surge cuando entendemos ese papel central, como decíamos al principio, de forma que el profesorado es un “transmisor de conocimientos” (vuelvo a recordar que es información), ignorando los procesos de aprendizaje de nuestro alumnado. Este es el modelo “centrado en el profesorado” que representa un obstáculo para la construcción de conocimiento del alumnado y para su emancipación.
Por otro lado, se habla mucho también de “poner al alumnado en el centro”. No hay mayor lugar común; educar implica, per se, que el alumnado sea central en el proceso de enseñanza-aprendizaje. Y, sin embargo, parece que ahora “nuevas metodologías” vienen a reclamar este aspecto.
Lo que ocurre con estas “nuevas modas” es lo que recoge Nietzsche (1887 cit. por Stobart 2010): “Cómo se llaman las cosas tiene una importancia descomunalmente mayor que lo que son… basta crear nuevos nombres, apreciaciones y verdades aparentes para crear cosas nuevas”.
Por lo tanto, es imprescindible entender que el problema no está en quién es el eje central del proceso de enseñanza-aprendizaje, ni en cómo estemos cambiando el lenguaje de forma reciente. La cuestión está en el referente: ¿a qué nos referimos cuándo hablamos de ello?
Y aquí es donde “a río revuelto, ganancia de pescadores”. Por un lado, quienes reclaman el papel central del profesorado, suelen hacerlo desde una perspectiva nada educativa de lo que debe ser el trabajo del profesorado: transmitir información. Y, al hacerlo desde ahí, justo lo alejan de las funciones que más tienen que ver con el conocimiento profesional propio de un docente y que harían que ocupara un espacio central: diseñar espacios educativos de aprendizaje.
Por el otro lado, tenemos a aquellos que reclaman el papel central del alumnado y que, muchas veces se vincula a “determinadas metodologías” o se plantea con cierto “buenismo”.
A mí me parece un debate estéril este de “quién debe estar en el centro”. En mi opinión, hablar con rigor sobre este tema pasa por discutir la función docente: ¿Qué hacemos en clase, por qué y para qué?
Esta es la pregunta que se evita responder cuando se discute acerca de quién debe ocupar el centro del proceso educativo. En mi opinión por dos motivos:
En primer lugar, porque, mientras discutimos sobre “ocupar el centro” algunos pueden permitirse el lujo de hacer discursos engolados sin mostrar las costuras de su relato: que lo que hacen es lo de siempre, poner a su alumnado a reproducir información.
Y, en segundo lugar, porque es otra forma de hacer discursos educativos que introduzcan cambios solo a nivel de lenguaje, sin cambiar nada de calado en las prácticas.
Porque de esto va la cosa de mantener el statu quo mientras se hacen discursos revolucionarios.
Referencias
Bernstein, B. (2001). La estructura del discurso pedagógico. Cuarta edición. Morata.
Castells, M. (1998). La era de la información: economía, sociedad y cultura (Vols 1-3). Alianza.
Castells, M. (2001). La Galaxia Internet. Areté.
Crichton, M. (1996). Punto crítico. Plaza & Janes
Fernández Enguita, M. (2013). El aprendizaje difuso y el declive de la institución escolar. RASE: Revista de la Asociación de Socilogía de la Educación, 2 (6), 150-157.
Freire, P. (1975). Pedagogía del oprimido. Siglo XXI
Pérez Gómez, Á. (2012). Educarse en la era digital. Morata: Madrid
Pérez Gómez, Á. (2013). Enseñar: ayudar a aprender. Público. Recuperado de: https://blogs.publico.es/dominiopublico/6808/ensenar-ayudar-a-aprender/
Stobart, G. (2010). Tiempos de pruebas: Los usos y abusos de la evaluación. Morata.