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Que la irrupción de la tecnología digital revoluciona el acto de educar no es nada nuevo, como tampoco es novedoso que la llegada de recientes herramientas nos coloque en la escuela frente al espejo de lo que somos, con nuestras virtudes y debilidades. Y eso es justo lo que está ocurriendo con los más mediáticos avances en Inteligencia Artificial (IA).
Cuando empecé en esto de la enseñanza nos encontrábamos en un momento de incrustar, a regañadientes a veces, aquello que por aquel entonces llamábamos Nuevas Tecnologías. Por ejemplo, en la fase de oposiciones de acceso al cuerpo de profesorado de aquella época, recuerdo que ya se nos insistía, en la preparación para las pruebas prácticas, en la obligación de incluir alguna actividad relacionada con lo digital en nuestras secuencias de aula. Había opositores que, en un afán de innovación y cierto atrevimiento, recurrían a aparatos tecnológicos de todo tipo para presentar ante el tribunal sus unidades didácticas. Yo, en cambio, recuerdo que fui de los pocos que usé fotocopias y tiza. No me atrevía a mucho más al no sentirme tan seguro en otras lides. Hoy, me sería impensable.
Casi han pasado veinte años y el fenómeno de la digitalización educativa se ha acelerado de forma feroz: adolescentes y adultos conviven en espacios escolares en muchos casos entre la prohibición y el fomento, entre el miedo y la atracción. Ambas sensaciones se nutren de la necesidad, en unos casos de controlar y establecer límites mediante lo punitivo, y, en otros, de alinear los desafíos de la educación con las transformaciones del mundo actual. Encontrar el punto intermedio en este territorio no es nada fácil: muchos ya nos planteábamos por aquel entonces ese debate cíclico que encierra dilemas sobre cómo no caer en el abuso o en un uso equivocado de lo digital. Nihil novum sub sole.
No es algo original tampoco dudar de que el uso de dispositivos electrónicos con asiduidad y cierta versatilidad sea sinónimo de competencias digitales: creo que todos somos capaces de deducir que no es suficiente. Y también es cierto que nuestros estudiantes de hoy —y también un sector importante del cuerpo docente— tienen grandes lagunas en el área de la identidad digital, con las consecuentes repercusiones en su seguridad y los riesgos asociados, en lo cual sí tiene responsabilidad la escuela por su labor socioeducativa.
Con respecto a aquellos tiempos pasados de los que hablaba antes, ahora irrumpe la popularización definitiva de aplicaciones y herramientas de Inteligencia Artificial al acceso de una gran parte de la población, cuando aún nos estamos recuperando de los efectos de la pandemia. Y eso hace que eclosione en el sector docente el recelo ante la posibilidad creciente de que estos programas que crean textos e imágenes a partir de órdenes estén siendo utilizado para elaborar muchos de los llamados “productos” donde el alumnado demuestra una serie de aprendizajes a partir de instrucciones y modelos dados.
Una vez más, lo digital nos pone más frente al espejo de nuestras debilidades que de nuestras fortalezas
Todo ello es más preocupante si pensamos que las siguientes versiones de ChatGPT van a ir solucionando algunos desajustes y fallas que pudieran encontrarse en la actualidad y, además, pudieran superar el cribado de herramientas que han ido naciendo para detectar estos fraudes. Al final, la velocidad vertiginosa del avance de la digitalización da de nuevo un fogonazo que impacta en el mundo educativo, hasta dejarlo aturdido: una vez más, lo digital nos pone más frente al espejo de nuestras debilidades que de nuestras fortalezas. En medio de ese panorama, ¿qué podemos hacer para dejar de convertir este tipo de programas en enemigos de la labor docente y transformarlos en aliados del acto educativo?
En primer lugar, no podemos seguir anquilosados en una imagen anacrónica de un profesional de la educación —por suerte, muy minoritario— que no solo no quiere formarse en competencias digitales sino que menosprecia sus aportaciones en el terreno académico. Formarse en este tipo de destrezas y en el manejos de sus distintos entornos no es una moda pasajera o una elección a la que podíamos recurrir hace veinte años, cuando aprobé aquellas oposiciones: instruirse en las áreas de la competencia tecnológica es contribuir a la construcción colectiva de un concepto de identidad digital y creación de contenidos que guardan un mínimo de respeto ético por la propiedad de lo que hacemos y lo que hacen los demás. Y es ahí donde entra en liza ChatGPT, como cualquier otra estrategia que suponga poner en jaque la autoría de lo que elaboramos y que, no lo olvidemos, en el pasado, con otras características, medios y finalidades, también existían, muchas veces con finalidad artística (recordemos el caso del Quijote apócrifo de Avellaneda).
La aparición inminente de esta aplicación también nos debe conducir de nuevo al debate cíclico de la planificación del tiempo para elaborar tareas y actividades en casa, lejos del ámbito de control directo del docente. Fuera del recinto escolar afloran las diferencias entre estudiantes marcadas por su origen y condición sociopersonal, cognitiva o familiar, por lo que ahora tenemos un motivo más para repensar nuestro organigrama temporal de la clase: el lugar donde sí tendremos la certeza de que son ellas y ellos quienes hacen los trabajos, con menor posibilidad de fraude, y donde, además, están bajo nuestro seguimiento directo.
Por lo demás, ChatGPT puede contribuir a que de nuevo se abra el debate sobre la importancia de rescatar los instrumentos de evaluación que se nutren de la oralidad y las interacciones físicas: entrevistas dirigidas, podcast, debates, presentaciones, etc., si lo que queremos es huir de los posibles riesgos de la herramienta, por ejemplo, a la hora de no poder verificar la autoría de un texto creado.
Pero, si lo queremos es dejar de resistirnos a sus beneficios (lo deseable), su uso didáctico tiene buenas posibilidades, por ejemplo, en la creación de materiales de español para extranjeros adaptados y la generación de rutinas de pensamiento como por ejemplo el “compara y contrasta”. También puede ser usado para trabajar a partir de modelos creados con anotaciones o notas al pie explicativas de esas producciones, con el fin no solo de corregir textos en función de su grado de adecuación o coherencia, sino también para ampliar, matizar o contrarrestar la búsqueda de información para verificar su credibilidad, con lo que de paso estaremos fomentando el aprendizaje crítico.
Todo un reto, por lo tanto, para las comunidades educativas, que vuelven a mirarse en el espejo ante una nueva revolución tecnológica para extraer un retrato de cómo trabajamos y qué tipo de ciudadanía queremos formar para el mañana: si una esquiva a los avances y temerosa ante las irrupciones de medios transformadores de nuestros hábitos de vida, de trabajo y de aprendizaje, o una ávida por repensar los procesos y avances que pueden mejorar la intertextualidad, la revisión y la elaboración de productos a partir de otros, como parte de una imitatio que nunca ha dejado de existir: una impronta de la creación humana.