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Soy milenial. Mi infancia y adolescencia está marcada por la lectura de Harry Potter. Mi generación hizo colas en las librerías para comprar el libro de J. K. Rowling –autora que hoy no está exenta de polémica– el mismo día que salió a la venta. Soy y somos culpables de que Harry Potter y las reliquias de la muerte vendiera once millones de copias durante las primeras 24 horas que estuvo en el mercado.
Soy milenial. Durante las vacaciones escolares de verano, mientras mis padres cumplían con unas jornadas laborales que dificultaban la –todavía hoy imposible– conciliación, yo pasaba las mañanas en casa de mis abuelos. Recuerdo haber dramatizado hasta la extenuación todas las escenas de Harry Potter y la piedra filosofal.
Soy milenial. Me aprendí de memoria el guion de la primera película de la saga del joven mago porque la banda sonora de mi vida era el sonido que hacía el vídeo cuando rebobinaba el VHS. La cinta que siempre se quedaba dentro era la de Harry Potter. Mi prima y yo poníamos la película de fondo mientras fabricábamos nuestras varitas con tubos enrollados de papel envueltos con la cinta aislante que guardaba mi abuelo en su caja de herramientas y que, según pasaba el verano, se esmeraba por esconder mejor para que no pudiésemos acceder a ella. Él la escondía, nosotras la encontrábamos y la gastábamos y, después, mi abuela salía a comprar más. Es una lástima que nuestras varitas nunca fueran tan buenas como las de Ollivanders. Mi abuela, eso sí, era más buena que Molly Weasly.
Soy milenial. Crecí con la Game Boy dentro de la mochila y con los libros de J. K. Rowling en la mesa de noche. Leí en clase de Lengua las novelas juveniles de Laura Gallego y comencé La historia interminable en un viaje en avión que tenía como destino un lugar que no recuerdo. No tardé en devorar –o degustar– más libros. Mi mesa de noche sigue llena de lecturas pendientes y sigo completando una inacabable lista llamada «por leer» que crece cada día.
El hábito lector de las personas se construye durante toda la vida, pero los cimientos están en las primeras historias que escuchamos. Por eso existen libros de prelectura que combinan rasgos musicales e ilustrativos para acompañar, con extraordinaria belleza, algo tan complejo como la adquisición de una lengua y se orientan para la infancia que se encuentra en un rango de edad situado entre los 0 y los 3 años.
Pocos meses después llega el turno de los cuentos que las familias imaginan para los más pequeños antes de dormir. En la oscuridad, entre las mantas decoradas con motivos infantiles, se encuentran las historias de barcos de piratas que disparan cañones a otros corsarios, animales personificados y sirenas que nadan con indiscutible elegancia por el mar. Estos y otros muchos personajes evolucionan porque el ritual de la narración nocturna se adapta a los gustos del consumidor. En palabras de Elvira Lindo, con la buena literatura infantil “los niños sienten que entran en un terreno de plena soberanía”. Quienes convivimos y nos relacionamos con la infancia sabemos que es un público exigente. No vale cualquier historia. No les vale cualquier historia.
Cuando la niñez se deja atrás llega la adolescencia. El manido estereotipo social señala que los jóvenes no dedican tiempo a leer y según el Barómetro de Hábitos de Lectura y Compra de Libros en España hay un alto porcentaje de lectores menores de 18 años. Entre los jóvenes, un 85,6 % de los menores de entre 10 y 14 años leen en su tiempo libre de forma frecuente u ocasional; entre 15 y 18 años, este porcentaje de lectura se sitúa en el 79,2 %. La información que da el Barómetro nos confirma, una vez más, que el estereotipo no es real. Los jóvenes sí leen y, de hecho, es en esta edad cuando se moldea, fruto de todas esas experiencias previas, aquello que llamamos identidad lectora.
La competencia específica 7 del currículo Lomloe de Lengua Castellana y Literatura marca la relevancia que tiene la construcción de esa identidad lectora en el alumnado. Sin embargo, la presencia de la literatura infantil y juvenil en los planes de estudio de las facultades españolas de Filología –de donde sale la mayor parte del profesorado de Lengua y Literatura– es escasa. Los docentes, a pesar de esta carencia inicial, debemos acompañar en la construcción del edificio literario de nuestros estudiantes. Aportamos recomendaciones y sugerencias con el afán de quien levanta un castillo en la arena, aunque su edificación se conforma por un remolino de vivencias, intereses y curiosidades que hacen que esta identidad se erija como un corpus único que puede diferenciarse –o no– de mi experiencia de colas en librerías y varitas mágicas realizadas con la cinta aislante de mi abuelo.
Como especialista en la materia, es usual que el profesorado de Lengua organice una selección de fragmentos de textos variados que abarque lo máximo posible. En nueve meses que resultan cortos –aunque a veces se nos hagan largos–, procuramos escoger diferentes autorías, épocas, movimientos, temáticas y géneros literarios para presentar al alumnado una degustación de todo el universo literario español y de parte del extranjero a través de itinerarios lectores temáticos o cronológicos. En ocasiones, esos textos atraen y despiertan curiosidad; otras veces, en cambio, les hacen permanecer imparciales. No es extraño, por lo tanto, que miren por la ventana en busca de otras historias. Quizás al evadirse las imaginan.
Sí, hay que leer los clásicos. Pero no nos podemos decantar solo por emplear un enfoque guiado y estructurado por el docente con la finalidad de transmitir la mayor cantidad de saberes o contenidos del currículo. Se viene denunciando desde hace mucho que “el temario es interminable” pero, por falta de tiempo y por la complejidad que tiene el día a día de un centro educativo, en las aulas de Lengua se suele renunciar siempre a lo mismo.
Dice el estereotipo que en Lengua se habla poco, se escribe mucho y se lee de una forma tan encorsetada que apenas deja espacio para el disfrute. Hay que leer en clase los clásicos sin renunciar por escasez temporal a que nuestro alumnado desarrolle sin fronteras su propia identidad lectora. Por eso hay que continuar abriendo espacios para la tertulia literaria, para las recomendaciones de libros, para los clubes de lectura, para las bibliotecas escolares, para los bookstrailers de Youtube, el #bookstagram de Instagram… Y si bien nuestras inclinaciones y gustos literarios sirven para guiarlos por el sendero de la lectura, nuestro cometido es que los estudiantes desarrollen su identidad lectora, no la nuestra. Por eso no vale cualquier historia. Valen sus historias.
Soy milenial, mi alumnado es de la generación Z; yo crecí con la Game Boy en la mochila, mi alumnado crece con el móvil en el bolsillo; leí libros de Laura Gallego en clase, mi alumnado lee los de Nando López. No tardarán en devorar –o degustar– más libros. Sus mesas de noche seguirán llenas de lecturas pendientes y seguirán completando una inacabable lista llamada «por leer» que crecerá cada día. Aunque se repita año tras año que los jóvenes no leen, ese 85,6 % nos ha venido a contar que ese estereotipo sí que es historia.
3 comentarios
Hola Patricia! me ha gustado mucho tu artículo, y no solo por lo que argumentas con «los jóvenes de hoy no leen»…que también, sino porque me hace pensar en algo más, hablando precisamente de «estereotipos». Cómo me molestan tantos y tantos comentarios que oímos a menudo «los jóvenes de hoy no…». Opino que hay que cambiar estos estereotipos, nuestros jóvenes de hoy, SÍ, son nuestro futuro, son los que tenemos, SÍ leen, SÍ hacen, Sí. Sólo hay que saber llegarles, y ahí están, aquí estan. Cómo madre de un adolescente de hoy, me siento muy contenta de que mi hijo haya podido contar con un equipo docente ejemplar como el que tiene, que sabe llegar, que cree en los chavales de hoy, los que leen, los que hacen, los que son. Muchas gracias por estar.
Raquel.
¡Hola, Raquel!
Muchísimas gracias por leer y comentar este artículo. Me alegra que hayas disfrutado con él y que mis palabras reflejen tu pensamiento sobre los jóvenes actuales.
Como dices, son nuestro futuro, pero también son el presente. En las aulas seguiremos creyendo en nuestros adolescentes y jóvenes.
De nuevo, muchas gracias.
Un saludo.
¡Hola!
Me ha gustado mucho el artículo y coincido plenamente con lo que dice Raquel en su comentario. Muchas veces somos las personas adultas quienes establecemos esos estereotipos simplemente porque la juventud hace cosas que no hacíamos nosotros cuando teníamos su edad. Yo también soy docente, pero de lengua inglesa, y he tenido mucho contacto con adolescentes que leían, y mucho, y compartían conmigo los libros que disfrutaban leyendo. Es cierto lo que dices de los clásicos, son necesarios, son la base de lo que ha venido después, y creo que si conseguimos que nuestro alumnado adolescente lo vea así y conecte con ellos desde su realidad, podremos ayudarlos a disfrutar también de su lectura.
¡Un saludo!