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Veo y escucho a mis estudiantes, y siento que para la mayoría no existió esa pesadilla de manera profunda y real. La resistieron y la pasaron, pero todo sigue igual. Y por supuesto, seguir adelante es una virtud cuando podemos hacer que la vida se siga imponiendo, y con ello quiero decir que no nos quedemos vencidos o tirados en el camino. Pero cuando pensamos que eso de que la “vida siga igual” se refiere a una ausencia de aprovechamientos o aprendizajes, entonces sí debemos preocuparnos.
La educación pospandémica debe ser una educación que profundice y aproveche, al máximo, aquellas lecciones de la peor situación que la humanidad ha vivido en estos últimos 100 años. Las guerras, sobre todo para áreas como Europa, también han sido -y siguen siendo- terribles circunstancias que no pueden obviarse. Los conflictos internos, derivados de la injusticia estructural, siguen marcando la vida de las sociedades latinoamericanas y africanas.
En otras palabras, no solo la pandemia ha marcado a los seres humanos de manera tan contundente y masiva. Sin embargo, ella ha sido el fenómeno verdaderamente más global y personal. Se posó en todo el planeta, pero afectó a cada persona de una manera muy personal. Más de 20 millones de muertes (de manera directa e indirecta), y casi 7 millones de muertes directas. Eso no es cualquier cosa, aunque la información oficial pueda ser motivo de desconfianza.
La educación pospandémica deberá ser un esfuerzo por descubrir aquellos aprendizajes personales, familiares, sociales e institucionales que podrían contribuir a evitar que vivamos otras emergencias en la improvisación, en el miedo irresponsable, o en la falta de previsiones. Dicho de otro modo, la pandemia debiera significar que aprendimos, que verdaderamente incorporamos en nuestros comportamientos y acciones, una serie de cambios, de miradas, de actitudes y de saberes que nos permitirán vivir de mejor manera una crisis. Esta puede ser muy individual, muy de esta o aquella familia, o puede ser muy comunitaria, nacional o trascender fronteras. Lo importante es que no dejemos que la vida se lleve (y disipe) esas lecciones tan importantes para el presente y para el futuro de la humanidad.
Y qué decir de aquellos aprendizajes íntimos, o muy personales que la pandemia pudo haber generado, pero que, si no los reflexionamos y profundizamos, pueden caer pronto en el olvido y la obsolescencia. Cuando conversamos con estudiantes y profesores sobre cómo vivieron aquellos momentos, es fácil sentir que hubo muchísimas valiosas lecciones que podrían crear otro ser humano. Nos emocionamos al reconocer la profundidad y la maravilla de esos aprendizajes. Pero si la educación, en su expresión sistemática, no aprovecha y mantiene la mirada para interiorizar curricularmente esos grandes aprendizajes, entonces más pronto de lo previsto, la “vida seguirá igual” en el sentido de que no aprendimos nada.
La educación pospandémica debe ser la apuesta por una educación plena y digna en el planeta. En el que la salud, la educación, la dignidad de la Madre Naturaleza, el acceso a recursos, la dignidad de pueblos y culturas diversas, sean la apuesta por la vida. No sé cómo ha sido la revisión de currículos en todos los países, pero si la intención pedagógica es “recuperar” aquello que no se pudo hacer en esos tiempos pandémicos, y no se plantean otras maneras de aprender, otros contenidos. O si no se incorporan de manera temática y metodológica esfuerzos didácticos para insistir en la vida y la dignidad, entonces, curricularmente el paréntesis de la pandemia se habrá cerrado y la narrativa será exactamente igual a como lo era en enero o febrero del 2020 para atrás.
La pandemia no ha acabado si olvidamos lo que ella nos permitió descubrir y aprender.