Cuando empecé como director, hace pronto cuatro años, recuerdo que hice alusión a un artículo de la compañera Guadalupe Jover, publicado en este mismo medio y titulado “Claustros enmudecidos”. Recuerdo, de hecho, que lo leímos entero en la primera reunión claustral que tuvimos en aquel septiembre. Con él, se abría un desafiante proyecto sobre el que, ilusos, no fuimos capaces de imaginar lo que se nos vendría encima después.
Ha pasado casi un lustro y tenemos en marcha, como dice el verso de Garcilaso “por no hacer mudanza en su costumbre”, nuevas propuestas legislativas impulsadas en el marco de la Lomloe, que modifica en determinados aspectos a la LOE de 2006 y viene a derogar lo promulgado en la Lomce. La profesora Jover, en su artículo de 2019, se refería con acierto y contundencia a una pregunta retórica que, años después, para muchos probablemente continúa sin respuesta: “¿En qué momento pasamos de analizar, debatir y decidir, a ser meros receptores de información ya procesada?”.
A pesar de que coincido en percatarme de algunos pasos en falso que ha traído aparejada la última reforma del Gobierno central, sobre todo en cuanto a la forma en la que se están implantando las novedades, se acierta, a mi juicio, al intentar dar respuesta, al menos en el marco teórico, a ese interrogante: en la actualidad, tanto los consejos escolares como los claustros han recuperado ciertas competencias de antaño, relacionadas con la autonomía en la toma de decisiones. Las han recuperado, todo hay que decirlo, en medio de clima de mermado entendimiento de la escuela desde un enfoque democrático y participativo, en donde se asiste, en función del contexto, a diversos desfiles de imposiciones que, sin duda, desvirtúan el pilar sobre el que debe apoyarse la organización y el funcionamiento de cualquier entorno escolar.
De entre las concreciones que permite la Lomloe relacionadas con la reforzada autonomía pedagógica, voy a referirme a la apuesta, variable según la comunidad autónoma, por construir en el seno de cada claustro, como principal órgano pedagógico de toma de decisiones, la implantación de nuevas materias con enfoque interdisciplinar y apoyadas en fórmulas de codocencia.
Bajo nombres variopintos como Proyecto Interdisciplinar o Trabajo Monográfico, entre otros, desde este curso o el siguiente según el nivel de la ESO donde se implante los centros pueden decidir la concreción curricular de una propuesta pedagógica que se sustenta, si la administración regional apuesta por ello, en el trabajo colaborativo entre docentes (y entre departamentos), además de engarzarse en necesidades reales, por un lado de la sociedad en la que vivimos y, por otro, del contexto educativo exacto donde nos ubiquemos.
A pesar de que, desde una perspectiva agitadora, pudiera haber quien defienda desde sus narrativas que las nuevas propuestas curriculares y organizativas van contra la libertad de cátedra del docente, esta nueva materia para la educación obligatoria blinda el proyecto educativo de los centros como una apuesta por la construcción colectiva del conocimiento y de un saber compartido, y no entendido dentro de una especie de «habitáculos cerrados» en eso que hemos inventando bajo diversas vestimentas en forma de asignaturas tradicionales.
Más allá del ruido —estremecedor a veces y anecdótico otras— de las redes sociales y los medios, lo que sí es cierto es que esas nuevas materias en docencia compartida están favoreciendo (por fin) una interdisciplinariedad a pie de aula, real, efectiva, nutrida de la colaboración didáctica y la apertura de concepciones tradicionales de nuestra profesión, para permitir el encuentro entre docentes que, más allá de las compartimentaciones en forma de departamentos o disciplinas, son capaces de entenderse y aprender el uno del otro, también para dar cabida, si así se decide, a muchas iniciativas de aprendizaje-servicio que antes no se podían llevar a cabo por falta de horas.
En mi centro, en concreto, las propuestas que se están presentando para poder impartir estas materias el curso próximo alimentan la esperanza de cambio, colaboración, implicación con la comunidad y materialización —ya era hora— de los principios y fines que se acuerdan en los documentos institucionales y que pasaban a formar parte de un cajón porque siempre se han elaborado de cara a la galería, como parte de esa burocracia que nos agobia.
Sin ir más lejos, llevamos semanas debatiendo sobre ellas, su idoneidad, sus fórmulas de instauración, la viabilidad de las propuestas y su engarce con las líneas pedagógicas de la apuesta que todos defendimos cuando aprobamos el Proyecto Educativo, hace ya algunos años. Asistir a ese debate vuelve a hacerme sentir que es posible la conversión de los órganos pedagógicos en verdaderos laboratorios para la innovación y la reforma, camino que empezaron a recorrer muchos docentes ya jubilados en aquellos años del inicio de la Logse, con muchas tardes y noches dedicadas a repensar la educación, y con los que tenemos ahora una deuda.
Sé que queda mucho por avanzar para darle solidez a estas nuevas asignaturas en docencia compartida y con enfoque multidisciplinar. Los principales inconvenientes con los que nos encontramos son, de hecho, la inestabilidad de los claustros y la falta de horas para la coordinación, aunque en este último punto en muchos centros se ha avanzado de forma considerable. Pero es ahí donde los equipos docentes deben dejar de estar enmudecidos y unirse para reivindicar mejoras en nuestras condiciones de trabajo, lo que repercutirá en el aprendizaje del alumnado, en la tan cacareada calidad educativa y, sobre todo, en hacer posible una forma de autonomía pedagógica que recupere la voz colectiva de todos los que nos acompañan en este angosto pero esperanzador camino de la mejora.