Esa mañana, a Martina le suena el despertador a las siete en punto de la mañana. Se levanta, se ducha para despejarse, desayuna algo ligero y coge sus libros para ir al colegio. Y esa mañana, Martina suspira dos veces antes de salir, consciente de que, un día más, posiblemente, le espere un infierno.
El colegio en el que empieza hoy Martina es un colegio como otro cualquiera, un centro que lleva el nombre de un hombre del que poco sabe nadie, más allá de que hizo algo que le valió un dudoso reconocimiento social y por lo que le han usado como título para diversos edificios públicos.
Lo ha visto por Internet: parece un centro normal, con familias del barrio, con niños y niñas del barrio, con profesorado del barrio. Un edificio un poco viejo por falta de inversión, con aulas que alcanzan de forma rigurosa el máximo de alumnado permitido por grupo, superándolo en casos excepcionales porque durante el año llegan muchas familias nuevas.
Es un colegio con sus pizarras digitales, con sus dos docenas de dispositivos digitales que comparten entre los casi quinientos chicos y chicas que estudian allí. Una escuela con su enorme patio de cemento en el que en algún momento hubo árboles que se talaron por culpa de una plaga y que nunca repusieron, haciendo de los alcorques lugares de juego para los más pequeños.
Tiene unas aulas llenas de mesas y sillas viejas y descascarilladas de color verde, con unas ventanas de aluminio que en invierno dejan pasar un hilo suave de aire gélido, pero que en verano se convierten en custodias de un calor sofocante que, a Martina, como al resto de personas que acuden diariamente al centro, le hará brillar la cara de sudor a partir del mes de mayo.
A Martina le avergüenza confesar que a pesar de que llega al centro ya con cierta edad y de que vive enfrente, a apenas cincuenta metros, el primer día le ha pedido a su madre que le acompañe casi hasta la misma puerta. Ese día no es cuestión de vergüenza o de miedo, sino de necesidad de apoyo, porque Martina ya ha estado en otros colegios en los que la experiencia no ha sido, por decirlo de algún modo, agradable. Todo ha ido siempre bien hasta que abre la boca, hasta que en algún momento se atasca algún sonido entre su garganta y sus labios y se queda enganchada, sin poder pronunciar una palabra que muere la mayor parte de las veces en su cabeza, incapaz de salir al exterior.
El diagnóstico de disfemia (su familia lo sigue llamando “tartamudez”, no va a culparles, los pobres no lo hacen con mala intención, aunque a ella eso, personalmente, le parece problemático porque sabe que los tartamudos no son especialmente valorados a nivel social) había llegado en sus primeros años de escuela, cuando su profesora se había dado cuenta de que Martina ahogaba parte de su discurso en silencios, que repetía algunas sílabas de forma indefinida. “Esta niña se engancha”, le había dicho a su madre, y así había llegado a la consulta del logopeda para empezar a trabajar sobre ello.
La cosa ha mejorado mucho, pero con cada cambio de colegio, y ya le han tocado unos cuantos, Martina sufre. Sufre porque sabe lo que van a pensar los profesores, los niños y las familias: que no vale. Que no puede. Que no lo conseguirá, que el ritmo del mundo es demasiado rápido y ella es demasiado lenta. Se pondrán de los nervios cuando ella no termine una frase al ritmo esperado, de hecho, se la completarán, desesperados por estar perdiendo unos segundos de sus valiosas vidas esperando a que lo haga ella. La inhibición que Martina ha desarrollado con el tiempo será tomada por mala educación si no contesta a una pregunta o por desidia si no participa en alguna actividad. Y sabe que eso le provocará un terrible malestar, el que la ha llevado a cambiar tantas veces de colegio.
Tiene muy claro que en apenas un par de días todo el mundo hablará de ella como “la tartamuda”. Incluso los profesores más respetuosos, más educados, más amables, acabarán por ubicarla en ese adjetivo, por mirarla con lástima, y eso que difícilmente van a conocer a una persona más trabajadora, más constante, más empeñada en superarse a sí misma, eso que está tan en auge, que ha oído tantas veces.
En realidad, esa querencia suya de parecer siempre más capaz, siempre más dispuesta, es una estrategia para ocultar su fragilidad, porque se sabe con muchas limitaciones. No encaja en los estándares del sistema educativo, esos de los que todo el mundo habla, y lo sabe. De eso se han encargado los cientos de niños y niñas que ha conocido en sus colegios anteriores, y que le han puesto motes, le han vacilado, le han forzado a decir en público palabras que sabían que le suponían un reto, conscientes de que ella no se defendería y difícilmente se lo diría a nadie.
También han colaborado a su malestar las decenas de profesores y profesoras con quienes ha topado y que más allá de echar una bronca a los niños en voz alta, no han sido capaces de decir mucho más que un “chica, no es para tanto”, porque las dificultades no son para tanto para quien no las vive día a día. Al final, cada uno cerraba la puerta de su clase, tiraba hacia delante con el temario que tocase ese día y mira, el que no pudiera, pues que lo preparase antes en casa. Que a todo no se puede estar.
Qué decir de las decenas de familias escandalizadas en los grupos de WhatsApp con las anécdotas que los niños contaban en casa todos los días, cuestionando la capacidad de Martina de estar en el curso en el que estaba, preguntándose entre sí si la chica no debería ir a un colegio especial en vez de retrasar a toda la clase con sus constantes necesidades de adaptación. Que no tenemos problema con ella, decían, que se la ve muy buena chica, que le pone mucho empeño, de verdad que sí, pero quizás tienen una edad ya los críos en la que sería mejor que no tuvieran que tener paciencia, que la paciencia no es cosa de niños, que los niños son inquietos y necesitan aprender más y más rápido, porque son esponjas ahora, pero quién sabe mañana.
Y si la chica necesita ayuda, decían, pues que se la proporcionen, que eso lo vemos fenomenal, si quién no tiene una sobrina, una vecina, una amiga que tiene cosas de estas, y que oye, que ha hecho su carrera profesional y todo, pero bueno. Podría ir a un centro adaptado para personas con problemas del lenguaje donde fuese todo más despacito, donde le pudieran poner unos materiales específicos, donde no tuvieran que esperar a que ella terminase de pronunciar esa palabra que siempre se le atasca. Pero por qué les tiene que tocar esto a sus hijos, decían, tener que esperar ¡un grupo entero! a que la chica termine de hablar. Y los profesores que sabían de estos comentarios callaban, se encogían de hombros y asentían. “La escuela no es lo que era, que no cualquiera vale”, “es lo que nos ha tocado”, “ha bajado mucho el nivel”.
Así que hoy, Martina llega al nuevo colegio acompañada de su madre, le pide que en la esquina se despidan con un beso casi invisible, no vaya a ser que alguien vea que con su edad necesita todavía el apoyo en forma de beso de su madre. Van a confirmar la teoría de que cada vez llegan al colegio con menos capacidad para desempeñarse por sí mismos. La van a tomar por poco autónoma, por rara, por enmadrada, por vete a saber qué. Hincha sus pulmones de aire, aprieta la cartera en la que lleva sus libros y con un paso más nervioso que decidido comienza a andar hacia la puerta principal, encomendándose a sí misma y deseando que este no sea un colegio como los anteriores, que los niños no le pongan motes, que las familias no la crean un lastre para sus hijos, que los profesores no piensen que, con personas como ella, la calidad de la enseñanza se ve mermada entre constantes adaptaciones.
La recibe el director del centro, sonriente, como hace con todos los nuevos:
– Buenos días, ¿en qué puedo ayudarte?
Esperando que no le traicionen ni los nervios, ni la angustia, ni el miedo a la repetición de la historia, Martina emite completa la frase que llevaba ensayando semanas, desde que supo que empezaría en un nuevo colegio:
– Buenos días, soy Martina. La nueva profesora de Primaria.
4 comentarios
Sigo a Paulabloom, y leo frecuentemente sus artículos.
Destaco su sensibilidad y su capacidad para llegar al corazón .
Qué suerte deben tener los alumnos que pasen por sus aulas , a los que pueda sensibilizar adecuadamente para que convivan en armonía con la diversidad .
Este artículo me ha emocionado especialmente .
Y me ha hecho pensar …
Gracias, Paulabloom
Me ha encantado.
Los profes también necesitamos a veces adaptación.
Jo, Paulabloom, nunca te había leido.
Me has emocionado. Es una historia preciosa, y lo mismo con disfemia que con cualquier otra anomalía física, las personas tienen que sentirse integradas e iguales a cualquier otra.
Y….vosotras/os sois un puntal muy valioso para conseguir esa igualdad.
Mucho animo
Como siempre la sensibilidad de Paulabloom llena una a una las palabras que componen el relato. Hay que agradecer a personas como tú que nuestros hijos y nietos, puedan recoger una enseñanza llena de valores, donde el diferente es uno más y todos juntos somos más fuertes.
La emoción de la lectura me ha llevado hasta el final, que me ha sorprendido y una sonrisa de triunfo se ha dibujado en mi cara. BRAVO Martina.
Muchas gracias Paulabloom!!