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No sé si el 2024 ha sido el año más caluroso en la historia del planeta. Sí sé que en países como Guatemala, el calor de estos meses ha sido realmente duro. Somos un país que hasta hace poco se le llamaba “el país de la eterna primavera”. Esto creo que ya no es posible usarlo como un rótulo que identifica nuestras condiciones climáticas.
Estamos viviendo épocas tan duras de calor que esa primavera se siente lejana.
Tan duro es el clima como la indiferencia pedagógica que podamos evidenciar frente a él. El calor tan extenuante, que en el caso nuestro ha causado que en algunos departamentos de la provincia se deje de dar clases, es una evidencia de que el cambio climático constituye una amenaza mucho mayor que una pandemia. Porque representa la modificación profunda de la vida en el planeta, con efectos económicos, sociales, culturales y hasta sanitarios tan generalizados que la vida está en serio peligro.
Esa indiferencia pedagógica que hemos mencionado anteriormente está constituida por la falta de interés, de atención y de aprendizaje compartido en las aulas no solo sobre el calor extremo sino por las causas de un cambio tan drástico en el clima para todo el planeta. Las jóvenes generaciones necesitan -y merecen- saber que son las prácticas de los grandes poderes en el mundo los que han venido causando daños tan serios que se sufren en los ciclones, en los desbordamientos de ríos, en situaciones de calor que no se habían vivido anteriormente, en sequías que aniquilan vidas humanas, animales y vegetales.
Una asignatura de Ciencias Naturales o Ecología termina siendo insuficiente si con ello calmamos nuestra conciencia pedagógica y creemos que ya estamos haciendo una lucha por el planeta desde la educación. El cambio climático deberá ser un contenido que esté presente en toda la estructura curricular, que se convierta en una preocupación de quienes educan. Sobre todo de quienes toman decisiones y diseñan sistemas, currículos o políticas públicas.
Es muy claro que por muy comprometido y poderoso que sea el equipo docente de un establecimiento no va a cambiar por sí mismo el entorno socionatural en el que se encuentra. Pero puede entonces que nos planteemos dos extremos: o no hacemos nada porque nos empequeñecemos de entrada, o hacemos lo que podemos, aun cuando obtengamos pocos resultados concretos, pero buscando ser el ejemplo que otros entornos necesitan. O buscando influir en tomadores de decisión en nuestro espacio local.
Creo que la realidad nos está llamando a que las aulas se conviertan en los laboratorios, en los talleres, en los manantiales de una conciencia ecológica que afecte la vida directa, concreta y cercana de todos y todas. La indiferencia, la falta de esfuerzos, la autoaniquilación de las capacidades para proteger la vida en todas sus formas, no debieran ser parte del escenario pedagógico en las escuelas de hoy. Principalmente, porque el cambio climático, aunque a todos nos golpea, no pega igual según la situación socioeconómica de conglomerados. Aunque ríos y mares han invadido tierras donde se han construido casas humildes así como mansiones, unos quedan afectados o destruidos en sus proyectos de vida, y otros pueden reconstruirse de manera más fácil. Esto nos dice que no se trata solo de cuidar el planeta de su calentamiento extremo desde el ecologismo. Se trata de tener posiciones políticas frente a los modos de ejercicio del poder actuales, y saber que desde ahí se debe construir la pedagogía de la vida en el presente.
Los currículos, los esfuerzos didácticos cotidianos, las acciones extracurriculares, los proyectos integradores, las dinámicas que convocan a la comunidad educativa, todo es necesario que nos lleve a comprender y actuar frente a esta realidad global.
El calor no es solo una sensación térmica. Es una llamada, un recordatorio de que educar debe ser, hoy, el compromiso por amar y proteger nuestra Casa, esa que compartimos todos los pueblos del mundo.