Cuando yo era adolescente y empecé a ser crítica, mis padres me decían para apaciguarme que los extremos se tocan. Yo siempre me imaginaba, no sé por qué, una cuerda de algodón doblada por la mitad cuyos extremos llegaban a juntarse a través de unas manos invisibles que los acercaban. Jamás me imaginé un objeto rígido, y tampoco dos objetos diferentes separados por una gran distancia. Siempre concebí los extremos de los que me hablaban como parte de un mismo cuerpo que fingía tener dos sectores diferenciados, cuando ambos cabos eran precisamente lo que le daba sentido a la unidad de la propia cuerda.
Hace unos días se publicó en un periódico este artículo. En él, un extremo de la cuerda se pronuncia sobre el fracaso de la que ellos conciben como la innovadora escuela actual, la escuela de la digitalización, de los ámbitos y los proyectos, la del todo el día jugando, todo el día viendo vídeos, todo el día venga a pensar y a imaginar. Me recuerda con ternura a un niño que, saliendo un día de una jornada a la que yo le había dedicado semanas preparando, llena de juegos, actividades y talleres, vio a su madre y con una enorme sonrisa le dijo:
– ¡Mamá, hoy ha sido un día genial! ¡No hemos hecho NADA!
Nada de lo habitual, querría decir el crío, pero a mí aquel “nada” me rompió el corazón. Luego he llegado a entender que, a muchas personas, no hacer lo que harían les parece no haber hecho nada. Y esas son las familias del artículo, las que se apenan porque sus hijos e hijas no saben hacer nada de nada y fracasan estrepitosamente en las pruebas PISA, como demuestran los últimos informes. Eso les empuja a un futuro incierto en el que no van a poder ser ingenieros ni cursar un grado en International Business, que es lo que cursa el hijo mediano de la Presidenta de la Plataforma per una Educació de Qualitat a Catalunya gracias a lo que aprendió en una escuela que no se andaba con pamplinas y enseñaba, dice la presidenta, con libros, libretas y exámenes a leer, a hacer cuentas, las tablas de multiplicar. Pero ahora usan rúbricas y mesas redondas, no tienen horarios y se pasan, entre pitos y flautas, todo el día en el patio. Haciendo NADA. Por culpa de la dichosa innovación, la dichosa digitalización y el dichoso avance a toda costa.
Otros que no quieren saber nada de la dichosa innovación son, parece ser, los gurús de Silicon Valley. En el año 2019, otro medio publicó un monográfico sobre cómo los directivos de Apple o Google eligen para sus hijos e hijas colegios de tiza, pizarra, trabajos individuales, cuartillas y lápices. Ni una pantalla hasta la Secundaria, y fuera móviles de cualquier radio de acción. Aquí, a la gente de la Plataforma per una Educació de Qualitat de Catalunya se le iba a caer la baba. O no. Porque resulta que a la gente de Silicon Valley, que sus hijos aprendan a hacer cuentas o a leer les importa bien poco. De hecho, casi que prefieren que no lo aprendan: se conoce que en Palo Alto lo de estudiar un grado en International Business lo dan por hecho.
En los colegios de los hijos e hijas de los gurús digitales tampoco quieren saber nada de innovación, ni de digitalización ni de avance, pero no porque esto minimice la calidad de los contenidos, sino justo por lo contrario: porque toda esta transformación aleja a los niños y niñas de su esencia natural, de su creatividad aparentemente innata. De sus emociones. De su capacidad de expansión y desarrollo motor. El colegio de los hijos e hijas de los magnates de la informática expone en su web que lo que los niños necesitan para prosperar es dejarse de proyectos y de tecnología y salir más al campo, rodearse de adultos cariñosos, entrenar el seguimiento ocular para luego saber leer adecuadamente y desarrollar cuerpos sanos y robustos. A lo Edad Media. Y yo lo apoyo, a ver quién no.
¿Qué tienen en común las familias de Plataforma per una Educació de Qualitat de Catalunya y las del cole anti tecnología de Silicon Valley? Algo más de lo que parece. Una oposición frontal a que las nuevas corrientes pedagógicas priven a sus hijos e hijas de lo que a ellas les parece importante. Porque al otro lado de su propia percepción, lo que hay es el vacío. La NADA. Los niños no hacen NADA, no aprenden NADA, no van a llegar a NADA.
Un miedo que entiendo, ojo, y que no es patrimonio de las familias acomodadas, si alguien lo está pensando. Las familias vulnerables, esas que nunca salen en los medios si no es en boca de las privilegiadas, que las usan como excusa y aval (“pobres familias vulnerables, cómo van a hacer frente a esto”), también están muy preocupadas por lo que sus hijos e hijas aprenden en el colegio. Y a muchas les agobia que ese no aprender NADA cercene a sus pequeños posibilidades sociales, económicas y vitales.
¿Qué les diferencia? Algo menos de lo que parece. Unidas en una oposición al medio, sus fines son propios. Individuales, muy concretos. Familias tradicionalmente progresistas dejándonos a todas ojipláticas y desnortadas al verles llamar en la dirección opuesta a la que les presuponíamos. Oponiéndose a eso que hasta hace dos minutos era un avance. Familias, por otro lado, que han hecho de la digitalización la fuente de su riqueza avisándonos de que darle una tablet a un crío pequeño es como darle a fumar crack. ¿Por qué? Porque nada de lo que ocurra en la escuela, de sus desmanes y debacles, debe afectar negativamente al desempeño de sus vástagos, para quienes han soñado una vida exitosa y para lo que confían en la escuela. Y también me hago cargo de este miedo, y lo entiendo. Experimentos los justos y menos con mis hijos. Que experimente con los suyos el que quiera.
¿Y qué hacemos en todo esto las maestras? Para empezar, diseñar discursos a medida para contentar a las familias. A todas. Tenemos terror a fallarles, a no ser lo que esperan para sus pequeños. Una lógica clientelar extraña que empieza en el momento en que les agradecemos personalmente haber elegido nuestra escuela pública, desmontando así ese “de tod@s, para tod@s” que nos encanta llevar en nuestras camisetas verdes. Somos conscientes de que en nuestras manos está lo más valioso de sus familias y sus hogares, pero claro, cada familia tiene una forma de entender qué quiere para su ser más valioso. Y por lo que sea, no suelen coincidir.
Así que nos sumamos a todos los métodos que nos ponen por delante, a todas las corrientes, nos esforzamos por no fallar, por no quedarnos atrás ni ir demasiado rápido, por dar una oportunidad de abrazar un árbol al hijo del gurú de Silicon Valley y, a la vez, por enseñarle las tablas a capón, de memoria y entonadas, a la hija de Plataforma per una Educació de Qualitat de Catalunya. La mitad de las veces no sabemos ni por qué nuestro centro ha elegido este proyecto o esa metodología, total, cada curso nos volvemos a replantear todo porque nos bombardean con una novedad. La gente se cree que cuando nos hablan de educación individualizada se refieren a que pensemos en lo que necesita cada niño/a, pero la realidad es que nos obligan a pensar en lo que necesita cada familia para el futuro. Y así nos va.
Lo mejor es que después de trabajar para entender, para adaptarnos, para ser buenas para un extremo y para el otro, incluso siendo conscientes de que estos se tocan, cuando suena el timbre que anuncia el final de la clase y todos los niños y niñas, con sus abrigos y mochilas, salen corriendo alegres en busca de sus familiares, siempre habrá uno que salga y con una enorme sonrisa entusiasta le diga a su madre:
– ¡Mamá, hoy ha sido un día genial! ¡No hemos hecho NADA!
Y a ojos de alguien, porque siempre habrá alguien, no le faltará razón.