Una parte de la innovación educativa va muy ligada a la adopción tecnológica. Las pizarras digitales, los dispositivos móviles o los entornos virtuales de aprendizaje, son testigos y facilitadores de la revolución del aula en cuanto a fondo y forma. A la vez que vamos tomando conciencia de los retos del mundo virtual, la punta de un nuevo iceberg aproxima. Esta vez ya no es por el uso de una herramienta digital u otra, sino que es por la conjunción de todas ellas que se alimenta un nuevo paradigma: las analíticas del aprendizaje. El término nace en 2011 de la mano de George Siemens y tiene que ver con la recopilación y el análisis de datos de los estudiantes en el mismo entorno de estudio. Han venido para quedarse y no las podemos obviar en un futuro.
Este nuevo estadio abre paso con una visión cuantitativa y medible de la educación, con la primera semilla ligada a los MOOC, los cursos masivos y en abierto de aprendizaje a distancia. Aulas virtuales con miles de alumnos que ofrecen oportunidades de oro para explotar este nuevo petróleo que son los datos personales. No es nada sorprendente que desde hace unos años lluevan inversiones multimillonarias en tecnologías educativas (las llamadas EdTech). La promesa es mejorar la experiencia de los alumnos, avanzando hacia un aprendizaje personalizado y a medida. El fundamento son los rastros, los datos, la huella digital que alumnos (¡y también docentes!) dejan en el proceso de enseñanza-aprendizaje. Estos entornos y tecnologías digitales destacan por la ubicuidad y la capacidad de capturar múltiples parámetros en tiempo real. Toda esta información llena enormes y golosas bases de datos sobre comportamiento en línea, rendimiento, avances y dificultades de los alumnos, por citar solo algunos ejemplos.
Pero vayamos por partes: a nadie le parecerá revolucionario eso de tener un registro con informaciones de todos y cada uno de los alumnos: ¿qué son sino las evaluaciones, los informes y las reuniones de claustro? Una serie de indicadores que se recogen sobre cada estudiante que al final del período permiten decidir la nota, la progresión y las necesidades. ¿Dónde está la diferencia? En la escala y el alcance: hasta ahora la fuente de información son los ojos de los maestros, profesores y educadores en horario lectivo (en el aula, el patio o el comedor). En la era del Big Data se añaden los campus virtuales, los libros electrónicos y las apps del móvil. Pasamos del modelo analógico de la libreta de notas en espacios ubicuos de registro automático, detallado y permanente. Se abre un abanico de oportunidades interesante y sin precedentes, pero la moneda siempre tiene dos caras, y en las cuestiones de datos personales e identidad digital apenas empezamos a ver la importancia de entender las normas del nuevo juego.
Las nuevas tecnologías son prácticas, sencillas y con infinitas posibilidades: complementando el trabajo presencial como repositorio de recursos, de ágora de discusión o de sala de examen. Y casi sin querer, a golpe de clic, queda anotado cuántas veces entran en el campus y durante cuánto tiempo se están, qué páginas visitan, qué documentos descargan, qué actividades entregan, cada cuánto participan y cuánto tiempo tardan en responder cada pregunta del test. Así, cada docente puede tener automáticamente y en cualquier momento informes completos con el histórico de un alumno (o de la clase entera), con el nivel de detalle que necesite para valorar si hay demasiados suspendidos, demasiado excelentes y si la nota media es la que esperaba.
Suponiendo que se dispone de capacidad para almacenar y procesar esta información (lo que requiere infraestructura y conocimiento específicos), las analíticas del aprendizaje permiten crear valor en la medida en que facilitan la detección de situaciones anómalas, que se alejan del patrón «normal «. Imaginemos que nos interesa activar una alerta para aquellos alumnos que tengan pocas probabilidades de superar el curso. Justamente el fracaso escolar y el absentismo son una prioridad para el David Pinyol y Miguel Ángel Carreras, miembros del grupo de Learning Analytics del Institut Obert de Cataluña. Les interesa detectarlo a tiempo para intervenir antes de que el alumno abandone. La respuesta se puede adaptar, en cada caso, de acuerdo con el histórico de informaciones que se tiene para ese alumno, pero también aprendiendo de los registros de experiencias anteriores. Parece de cajón, pues, que cuantos más datos se recojan, mejores predicciones se podrán hacer. Pero esto siempre dependerá de la calidad de los datos, la fiabilidad y la precisión de los indicadores.
Los expertos coinciden en que marca una nueva mirada «más allá de ideologías. Permite tomar decisiones con la información en tiempo real», afirma Teresa Sancho, responsable de LAIKA, el grupo que se encarga de aplicar y hacer investigación sobre analíticas del aprendizaje a la UOC. Y es que todos estos registros también se espera que sean la base de la toma de decisiones tanto para la clase, el ciclo, el centro o la administración territorial. En esta línea la UPC y la Generalitat impulsaron el proyecto Ágora, que combina varios recursos para los centros de Cataluña. Hasta ahora hay poca experiencia, pero los resultados no siempre confirman las proyecciones.
Si esta nueva mirada se basa en las huellas digitales y algoritmos que detectan patrones, la expansión parece no tener límites. Cada vez más aplicaciones y más dispositivos nutrirán el ecosistema educativo, generarán más entradas de datos y permitirán registrar, medir y analizar más aspectos. Esta primavera se dio a conocer un juego que permite identificar alumnos con dislexia. Tan solo 15 minutos de interacción con un programa de inteligencia artificial y diagnóstico hecho. Detectar este y otros trastornos del aprendizaje de forma rápida y simple es prioritario, ya que a menudo son causa y origen del fracaso escolar. La próxima parada podría ser el análisis de sentimientos a partir de las opiniones en foros y otros textos espontáneos.
Ante este tsunami transformador podemos reaccionar de muchas maneras. Las menos aconsejables son dejar que el vértigo nos paralice o que la novedad nos embruje. Como con cualquier innovación, es necesario abrir el debate, hacer preguntas, pensar qué esperamos, qué queremos y qué no de esta nueva forma de entender el aprendizaje y la experiencia educativa. Pensando en la sociedad que queremos compartir mañana ¿nos interesa monitorizar de forma constante y automática? ¿Qué implica convertir las comunidades educativas en escaparates, donde alumnos, docentes e incluso padres conviven bajo la atenta mirada de ojos que todo lo ven y nada olvidan? ¿Qué valor le daremos a la valentía de probar y equivocarse, de encontrar el límite o salirse de la norma? Y, en consecuencia, ¿cómo transmitiremos la importancia de disfrutar y reclamar ese espacio íntimo y personal que todo ser humano necesita para encontrarse y definirse?
¿Cómo podemos condicionar el futuro de unos ciudadanos clasificados, etiquetados según su probabilidad de éxito o fracaso? Y en cuanto a la polític, ¿conviene que sea un modelo algorítmico el que rija las próximas políticas? ¿Cómo procuraremos que los datos se utilicen de forma adecuada y justificada, sin comprometer la reputación ni la confidencialidad de quienes constan en ellos?
Y siguiendo con los algoritmos, si queremos optar por la personalización del currículo, convendría plantearnos las múltiples «normalidades» que existen. Las tallas únicas suelen funcionar solo para unos cuantos, mientras muchos otros caen por los lados. ¿Cómo lo trabajamos para no agravar la brecha digital? Y por último ¿cómo podemos capacitar a los profesionales para que puedan aprovechar todos los beneficios de las analíticas del aprendizaje? ¿Cómo garantizamos que nos centraremos en los alumnos y no en las caricaturas basadas en los datos de los alumnos, como quien mira el dedo en lugar de la luna?
La respuesta a estas y muchas otras preguntas no las encontraremos ahora ni aquí. Tampoco tienen la razón unos u otros. Las respuestas, los límites y las cláusulas del nuevo contrato social las tendremos entre todos a medida que lo conozcamos, lo discutamos y reclamemos nuestro derecho a participar de los procesos de diseño. Porque una cosa sí podemos asegurar: nos irá mucho mejor entendiendo el Big Data como medio, complemento, recurso o, incluso, un aliado, en lugar de convertirse en pizarra, libro, maestro y director.