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Un conflicto es un indicador, un síntoma: unas veces lo es de la diversidad de puntos de vista, de intereses o de logros que alcanzar y, otras, de rivalidades, incompatibilidades, odios u agravios… En cualquier caso, no siempre los conflictos pueden prevenirse -algunas veces incluso puede ser oportuno que aparezcan o estallen de manera controlada porque pueden convertirse en ocasiones impagables de aprendizaje-, ni son fácilmente identificables, ni siempre tienen una solución a corto o medio plazo, pero sí deben ser abordados y gestionados educativamente para resolverlos, si es posible, o para aprender a vivir con ellos.
Porque si la educación escolar es una preparación para la vida, sabemos a ciencia cierta que la vida en sociedades abiertas, heterogéneas, libres e individualistas como la española, estará plagada de situaciones conflictivas, tanto en el hogar como en el trabajo, como en los espacios y momentos de ocio. Inevitablemente. Por tanto, más vale que la escuela haya sido un buen campo de entrenamiento para lidiar con ellos con las herramientas adecuadas.
Son suficientemente conocidos los ramilletes de procedimientos y técnicas útiles para prevenir, gestionar y resolver conflictos en los centros educativos. Todos suelen tener por protagonista al alumnado. Sin embargo, en este texto pondremos el foco en las condiciones institucionales en las que se desarrolla la vida en los centros y en los docentes, tanto porque ostentan la autoridad y el poder por delegación de la sociedad en general y de las familias de estos alumnos en particular, como porque deben erigirse en “entrenadores” competentes para educar en y para los conflictos.
Probablemente el primer requisito sea el de generar y mantener un clima de confianza y comunicación a todos los niveles: entre el profesorado, con las familias, con el grupo-clase y con todos y cada uno de los individuos. La confianza evita malentendidos, favorece el diálogo, permite distinguir los problemas de las personas y no confundir el proceso con el problema mismo.
La educación en y para el conflicto no debería estar reñida ni con la cortesía, ni con la buena educación, ni con el reconocimiento y la acogida incondicional de las personas afectadas. Hoy día, en algunas ocasiones, se hace difícil conjugar la confianza con el respeto, pero no son términos antagónicos y en los centros educativos debemos esforzarnos por hacerlo posible corrigiendo determinadas conductas y actitudes del alumnado que de forma inconsciente confunden una cosa y otra, fruto a veces del desconcierto educativo de muchas familias. En este sentido, me parece importante reivindicar la autoridad del profesorado: la docencia tiene unas funciones asignadas y unas responsabilidades que ejercer o, dicho de otro modo, la docencia implica cierto grado ineludible de directividad. Pero hoy día la autoridad no la otorga la institución, ni se reconoce de oficio, ni puede ser impuesta sin más, sino que debe ser reconocida por el trabajo bien hecho, por el prestigio intelectual, por la solvencia moral, por algún tipo de “carisma” que contagie el placer de aprender y de crecer. El profesorado es el garante del clima relacional y de trabajo, es el primer responsable de las condiciones concretas de vida y aprendizaje en las aulas.
Mucho se ha escrito sobre la acción tutorial que -recordémoslo- es el conjunto de acciones que realiza el centro educativo y todos sus profesionales con el fin de favorecer la formación integral y la integración social del alumnado. Y que debe operar en dos planos distintos: el grupal, puesto que los grupos-clase tienen vida propia y son el marco más adecuado para abordar y trabajar determinadas competencias, habilidades y temas; y el individual, por desgracia tan olvidado, que significa que cada alumno debería contar con un profesor de referencia con el que mantener periódicamente una relación personalizada, asentada en la confianza mutua y en la confidencialidad necesaria, que permita ir más allá de la instrucción estricta para contemplar a la persona del alumno en su integralidad. Esta relación me parece especialmente importante en los institutos, justo cuando adolescentes y jóvenes viven momentos convulsos de tránsito y búsqueda, precisamente cuando necesitan poner distancia entre ellos y sus padres para convertirse en personas independientes y con identidad propia. La tutoría, esa atención personalizada, ese esfuerzo de comprensión y ayuda por parte del docente, es inherente a la docencia, forma parte del núcleo duro del oficio de enseñar y no debería ser visto como una carga añadida y molesta.
En lo que atañe a la tutoría grupal, las cosas están claras: el docente tutor de un grupo-clase es el responsable de cuidar de la educación emocional del alumnado, de gestionar los conflictos latentes o manifiestos que se den en el grupo y de estimular la participación de todos y cada uno. Caben aquí las dinámicas para la creación de vínculos reales dentro del grupo, las actividades para tomar conciencia de las propias percepciones, estereotipos y prejuicios, para entrenar las habilidades sociales, para conocerse a sí mismo, para tomar decisiones… Cabe también reivindicar de nuevo las asambleas de clase como espacios y tiempos para el aprendizaje de la deliberación y la democracia, como pilares contrastados de la tradición pedagógica progresista. Y el conocimiento, el análisis y la valoración de la actualidad, más allá de los titulares: porque la actualidad es siempre controvertida y puede ser leída desde lógicas y ópticas distintas; porque contiene componentes emocionales y morales de alto voltaje; porque obliga a la reflexión, a la escucha, a la argumentación; porque nos hace partícipes y responsables de la vida de los demás.
La evaluación -escribió hace ya algunos años Miguel Ángel Santos Guerra- es un proceso de diálogo, comprensión y mejora. Si asumimos de verdad que en la escuela educamos a personas completas y en todas sus dimensiones, deberíamos romper ya con esa concepción de la evaluación que la constriñe a este artificio llamado materias o competencias y la asimila a las calificaciones o notas. Evaluar es el esfuerzo por conocer al otro, es decir, es el empeño por reunir información exhaustiva y fiable de una persona, para ayudarla, para orientarla, para que pueda superar las dificultades y problemas con que se encuentre, para que no se aburra en la escuela, para que tenga amigos, para que explore sus potencialidades y explote sus habilidades, para que sea consciente de sus lagunas y déficits y trate, en la medida de lo posible, de subsanarlos.
Y, ¿qué mejor que dialogar para conocer? Pongámonos a prueba: ¿seríamos capaces los docentes de escribir un par de páginas con información relevante y personalizada de cada uno de los alumnos a los que ponemos notas? Si el objetivo es ayudar, ponernos al servicio y a favor del alumnado, más que reunir información debemos comprender, es decir, entrar en las razones y en la lógica de los argumentos y las conductas del otro, saber de sus circunstancias y condicionamientos concretos, singularizar. Si evaluar fuera eso, sería prácticamente imposible que un docente no detectara el aislamiento de un alumno, que no se diera cuenta de su tristeza y su soledad, que no atisbara su sufrimiento, que no percibiera su silencio, su voluntad de pasar desapercibido, su distanciamiento, su desapego, su rabia, su autosuficiencia, su blindaje…
Los conflictos son inevitables, sí, pero entre las tareas de los centros educativos está el prevenirlos y evitarlos si es posible. La institución, lo estructural, sigue teniendo una gran fuerza para determinar las condiciones en que se desarrolla la vida en su interior. También la institución educativa.
Xavier Besalú es profesor de Pedagogía de la Universidad de Girona