En los años sesenta y setenta del siglo pasado hubo un movimiento desescolarizador de la sociedad, promovido desde el pensamiento crítico de grandes educadores y pensadores como Ilich, Reimer, Freire o Milani, que rompieron los esquemas entonces asentados en una escuela que no respondía a lo que entendían que necesitaban sus sociedades. Hoy, algunos consideramos que lo que hay que desescolarizar es la escuela, sacando de ella lo que no forma y educa al ser humano e introduciendo en la institución escolar los aspectos centrales de la educación integral, ausentes hoy en la mayoría de las escuelas.
Por eso algunos nos atrevemos a hablar de “desescolarizar la escuela”, aunque parece una contradicción en sus propios términos. Si desescolarizamos la escuela, podemos pensar, esta se quedará en nada. Y es verdad. Pero no se trata de vaciarla de todo lo que hoy contiene y se hace en ella, sino de sacar de ella lo que nos parece que no promueve experiencias vivas de aprendizaje y desarrollo humano pleno en el alumnado, y lo que no potencia el desarrollo profesional y humano del docente como miembro de un equipo que impulsa y dinamizada de esos procesos educativos.
La escuela mayoritaria de hoy sigue polarizada y obsesionada por el éxito y la clasificación, por los resultados medidos de manera estrecha, por la aceleración y la prisa: “Hay que acabar los programas, hay que hacer exámenes y controles constantes, hay que rellenar papeles de programaciones, planes de mejora, pruebas de evaluación-control externo…”. Todo esto genera un profesorado cansado y frustrado y un alumnado estresado y agobiado. Y lo más importante: no promueve que el alumnado aprenda más y disfrute haciéndolo.
Sacar de la escuela todo lo que la domina hoy y la orienta, la negatividad y la obsesión por la eficacia, lo que en ella manipula, controla y prepara solo para el mercado y la perpetuación de la economía capitalista: la obsesión por el éxito académico, por los resultados. No habría que dejar entrar en ella la educación financiera que se pone en manos de los bancos, la que normaliza y legitima la violencia y la exclusión, la manipulación de la escuela que quiere hacer el ejército, las corporaciones empresariales que nos dicen lo que es importante innovar aunque esas innovaciones excluyan a parte del alumnado. El modelo de escuela que tenemos pierde valor y está más en crisis. Se hace necesario cambiarlo en profundidad. Cada vez nos frustran más las reformas parciales, los parches y los pactos para mantenerla como está.
Hay que desescolarizar la escuela de muchos de los rasgos de sumisión y de uniformización. Entre otras cosas, de su organización actual de los espacios (los muros físicos y mentales del aula y de la escuela), los tiempos (menos rígidos para avanzar en la concepción y práctica de la educación a tiempo completo), los contenidos (mucho más flexibles, más interdisciplinares y transdisciplinares, conectados entre sí) y las relaciones (menos autoritarias, más cooperativas y fraternas, basadas en al dignidad de todas las personas de la comunidad educativa). Algunos entendemos que es la única forma de que la escuela institución tenga un presente y un futuro humanizador, muy diferente al que el sistema económico nos impone. Es hacer que vaya proponiéndose y asentándose otro paradigma educativo que, sin duda, aprovechará lo que de positivo tiene la escuela pública hoy.
Es necesario desescolarizar al profesorado para que abandone el academicismo y los contenidos impuestos por el poder, para que recupere y haga suyos los elementos centrales de la cultura colectiva y de un proceso educativo emancipador, la ciencia y la cultura críticas, la relación humana y amorosa, la cercanía, la presencia, el cuidado, el afecto, la valoración de la persona. Es imprescindible desescolarizar al alumnado, que salga de la negatividad, el control, lo prescrito, lo impuesto, lo conocido y repetido, para pasar a construir su propio proceso educativo en la pasión por aprender y conocer, en la apertura a los demás y a la vida, a lo desconocido y a lo imprevisto, a las relaciones inéditas, al error y al descubrimiento. Es urgente desescolarizar a las familias, para que entiendan que educar va más allá del éxito académico y económico, y para que rompan con la cosificación que se hace de sus hijos, reducidos a un número-nota que cada vez significa menos en un mundo complejo e incierto como el nuestro.
El concepto de desescolarización también ha de llegar a la sociedad pues en ella está muy asentado el modelo existente y se le pide a la escuela que siga siendo como es, centrada en el instruccionismo academicista, selectivo y elitista.
Ese otro modelo de escuela propone un paradigma educativo recogido en la tradición pedagógica más emancipadora y en la propuestas de la educación liberadora de hoy: educar para saber vivir con dignidad, para afrontar la incertidumbre, para compartir y construir lo colectivo, educar en el diálogo y en la conversación, en la deliberación y el acuerdo, en la equidad y en la inclusión, en el compromiso ético y en la defensa de los más débiles. Un espacio y un tiempo ligado a aprendizajes muy diversos y libres, asentados en la propensión a aprender de todos y a la cooperación en la convivencia positiva.
Sé que todo esto parece muy general y muy utópico. Sin embargo, la conciencia de que la escuela que tenemos no nos convence está muy extendida. También que no se arregla con pequeños cambios e innovaciones, sino con una metamorfosis profunda, desde la raíz. Hay ya muchas comunidades locales en las que hay escuelas públicas que caminan en la dirección aquí apuntada. Por eso es necesario seguir haciendo que la educación ocupe de lleno el territorio de la escuela.