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La historiografía denominó Edad Oscura a la que sobrevino tras el colapso del mundo micénico, cuyo epígono narraron las epopeyas homéricas. Petrarca se refirió también como “años oscuros” al largo Medioevo y el escritor Manuel Vilas en uno de sus relatos de Los inmortales, pone en labios de Virgilio –Virgil– en la ficción dialogante con Federico García Lorca –Fede– que sin ellos la civilización occidental solo sería unos grandes almacenes y unas cuantas cajas de ahorro.
Tratemos ahora de imaginar un gran vacío sobre el crucero de Santa María del Fiore, como un enorme agujero negro abierto en la ciudad de Florencia, y así sería si Filippo Brunelleschi no hubiese dado con una solución para la cubierta o si tampoco hubiera existido el Panteón de Agrippa en Roma. Imaginemos también la disolución del mastín de Las meninas y un borrado completo de la escena familiar y la estancia en el lienzo de Velázquez, la pulverización de los mármoles de Fidias o de Miguel Ángel y que no quedase rastro de sinfonías, dramaturgias, danzas, ni manifestación artística alguna de las acumuladas por las diferentes culturas humanas.
Estos tiempos oscuros regidos por una lógica del beneficio se convertirían en el escenario de un mundo sin artes, habitado por una humanidad desposeída de esos saberes inútiles de cuya utilidad bien nos ha advertido Nuccio Ordine.
Llegados a este punto, abro algunas preguntas a las que procuraré sugerir posibles respuestas. ¿Por qué resultan necesarias las artes? ¿Qué puede justificar su presencia en la educación? ¿De qué modos pueden las artes contribuir al progreso de la sociedad?
Quizás sea el arte necesario porque nos abre los interrogantes a la vida, porque nos invita a buscar -o no- respuestas a grandes o minúsculos asuntos y a las emociones que nos envuelven, el amor y la muerte, también la naturaleza, la felicidad, la libertad, el placer, el dolor y el miedo. Quizás porque los talentos artísticos con su mirada y su quehacer reconstruyen el mundo una y otra vez desvelándonos una idea de realidad.
Cuando hablamos de arte y escuela, de arte y educación, hacemos referencia a dos de las dimensiones heredadas de la modernidad, época promotora de una rígida división de trabajo aún vigente en muchas instituciones -academias, facultades, institutos, escuelas, fundaciones- y también en el currículo que recoge unas enseñanzas insertas en el discurso de racionalidad del sistema industrial y en la lógica del mercado.
Los cambios que llevan a cabo los gobiernos mediante leyes educativas, planes de estudios, disminuyendo o eliminando la presencia de la educación artística en las etapas de la enseñanza obligatoria, menguando la dotación de personal y apoyo financiero constituyen síntomas de un cambio de comprensión de la función social de la educación, de la cultura y el arte.
En nuestra época, vedadas las artes para las mayorías, el discurso del poder trata de presentar estos campos del conocimiento vinculados al espectáculo y el entretenimiento, reservando el disfrute de lo artístico a unas élites que se apropian de las obras de arte como mercancías constitutivas de signo externo de riqueza, ostentación y de representación de sí mismos.
La jerarquización de saberes, clasificados de acuerdo a su importancia, prioriza el conocimiento en una escala de mayor a menor utilidad, valorado siempre según el grado de empleabilidad y, por tanto, de beneficio, situando en primer lugar el matemático-lingüístico, seguido del científico, técnico, digital, social, humanístico y postergando al último plano a los saberes artísticos, ordenados a su vez en artes visuales, comunicación, música, dramaturgia y danza. Se relegan las enseñanzas artísticas a una situación marginal con respecto a otras disciplinas, y se enajena al segmento más joven de la población de todas o casi todas las manifestaciones artísticas desplegadas en la sociedad, dificultando la contemplación, la valoración de la importancia de la cultura y el arte como fruto del acervo humano del que forman parte.
Esta disolución galopante que minimiza los saberes “inútiles” en el currículo desde la educación primaria hasta la educación superior se lleva adelante de modo letal, intenso, silencioso y sin que apenas dé lugar a resistencia alguna por parte de los afectados, resignados a la acción benefactora de algunas instituciones, museos, entidades bancarias, financieras o fundaciones, cuyos gabinetes desarrollan sus programas educativos en función de intereses privados, contando con lo arraigado que está en la sociedad el prejuicio de que se trata de saberes sin salidas en el mercado y, por tanto, de segunda e inferior categoría.
Existe cierto discurso que sostiene que el sistema educativo pensado para la sociedad liberal resulta inadecuado para la sociedad del presente, tardo-capitalista, neoliberal o de la globalización, del rendimiento y, por tanto, advierte de la necesidad de un reajuste.
A grandes rasgos, es una tendencia que, sin cuestionar la lógica del mercado, a la que seguiría obedeciendo, defiende un modelo reformista partidario de realizar los reajustes precisos para que la educación lleve a cabo la función de convertir a los ciudadanos en sujetos de rendimiento o emprendedores de sí mismos, como los califica el filósofo Byung-Chul Han.
Y para alcanzar esa meta, la educación en la sociedad digital debería atender y proveer de habilidades de comunicación, alfabetización mediática, creatividad, pensamiento crítico y colaboración.
Esta tendencia no cuestiona el modelo de sociedad ni su posible transformación sino su adaptación a los nuevos tiempos, atendiendo a cuestiones epidérmicas como la gestión de los espacios escolares, tiempos, tecnología digital, motivación… En el campo artístico se centraría en formar para la creación de productos que supongan una salida en el mercado, como el diseño, aplicaciones informáticas, videojuegos, dj, espectáculos, turismo, entretenimiento, obras de arte anestésicas.
Byung-Chul Han, citando a Nietzsche, señala que hay que aprender a mirar, a pensar y a hablar y escribir. Una pedagogía del mirar es la que puede activarse desde las artes visuales, en la que lo artístico como práctica transformadora intente desvelar y dar respuesta, en la medida de sus posibilidades, a retos del presente tales como la relación entre los seres humanos y su ecosistema, las migraciones, el crecimiento desbocado o el incremento de la desigualdad.
Ante esta deriva, las artes visuales y las artes vivas deberían constituir para la ciudadanía un aspecto irrenunciable de la educación formal, que incluyese a todos los ciudadanos, contribuyendo a la formación de personas sensibles, capaces de comprender, valorar e interpretar su entorno natural y social, su época, asumir los valores de la libertad de pensamiento, despertar la conciencia crítica y creativa, comprendiendo que ayudan a lograr la libertad y, en definitiva, a ser mejores.
Conviene también repensar las rígidas fronteras y jerarquías entre los saberes científicos y artísticos, promoviendo una colaboración entre ellos que permitiera mejorar las respuestas a los problemas del presente, como algunas iniciativas llevadas a cabo por la TBA21-Academy, en la defensa de los océanos mediante proyectos interdisciplinares y de producción artística.
Son necesarias estrategias que lleven la creación artística del presente a la escuela, arraigando y atrayendo a los estudiantes, permitiéndoles desplegar sus capacidades expresivas, reivindicativas, de creación de significados y de comunicación de lo generado, de transformación de los imaginarios y que alumbren nuevas representaciones.
Otro discurso es posible, el que centre su enfoque en la capacidad transformadora de lo educativo, en la necesidad de supervivencia de la especie humana, que ve amenazado su porvenir, educando en la necesidad de evitar el ecocidio y su autodestrucción.
Si nos despreocupamos de cultivar los talentos creativos, si los relegamos a la marginalidad, estaremos desaprovechando y derrochando un caudal de inteligencias que se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia.