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Diez niñas y niños repiten en voz alta el nombre de las letras del alfabeto áramen mientras la maestra señala cada una de las grafías correspondientes, escritas en la pizarra. En mitad del desierto jordano, junto a la base aérea de Muwaffaq Salti, que sirve como punto de lanzamiento contra el Estado Islámico, el alumnado del aula de alfabetización de la escuela de Azraq, todos refugiados sirios, aprender a leer y escribir.
El centro educativo nació en 2013 por iniciativa de la canadiense Martine Stilwell, que quería ofrecer un futuro a la infancia siria, que ha huído de su casa y que, a causa del éxodo, podría convertirse en la generación perdida de adultos poco instruidos. Cada mañana, unos 110 niños y niñas sirios de entre 6 y 14 años de la localidad de Azraq acuden a aprender árabe, matemáticas, inglés, música y nuevas tecnologías. La población cuenta con uno d elos porcentajes más elevados de refugiados de Jordania: el número de habitantes se ha doblado desde el comienzo de la guerra de Siria.
«Cuando abrimos la escuela ninguno de los estudiantes sabía leer o escribir. Ninguno. Comenzaron de cero para que aprendieran, también los que ya eran mayores. Ahora, los únicos que no saben son los que han entrado nuevos», expone el encargado del proyecto educativo, Owais Omari sentado en una de las sillas de la biblioteca de la escuela, rodeado de libros infantiles, paredes de colores y alfombras en el suelo. «Mira este espacio. A mí me encanta que en mi escuela tengamos una biblioteca así, pensada por los niños y solo con cuatro libros de adultos. Queremos crear un espacio acogedor y seguro, donde niñas y niños se sientan cómodos y con ganas de aprender», reflexiona.
La escuela de Azraq aparece para contrarrestar las preocupantes cifras relacionadas con la educación: un tercio de las y los niños refugiados sirios no gozan de una escolarización en Jordania, según la organización Human Rights Watch. Este porcentaje sube hasta la mitad si se tiene en cuenta el millón y medio de refugiados en edad escolar en Turquía, Jordania y Líbano en conjunto. Los años perdidos sin ir a la escuela con una de las principales dificultades para los niños y las niñas refugiadas. El éxodo no les ha permitido seguir una escolarización regular, en algunos, incluso, no han recibido ninguna, lo que hace que cuando llegan a la escolarización ordinaria no puedan seguir el ritmo de los compañeros. «Tenemos niños con problemas de concentración o con desórdenes postraumátivos, con un nivel académico inferior al del resto, unas aulas superpobladas y unos profesores si herramientas pedagógicas ni recursos para atenderlos como deberían; el reslultado son unos niveles altos de abandono y fracaso escolar», relata Catherine Ashcroft, directora de la organización Helping Refugees en Jordania, encargada de la gestión de la escuela.
En la escuela Azraq entienden del desorden emocional que pueden sufrir los niños y niñas que han huido de la guerra, sobre todo los mayores, que eran más conscientes de lo que pasaba cuando abandonaron su casa. Por eso, la escuela, con las clases, las actividades y los docentes, ha de funcionar como una terapia en sí misma. «No hablamo de la guerra, simplemente intentamos construir un espacio donde se los valore, se sientan protegiddos y aprendan nuevas competencias. También creemos que las actividades que no se imparten en el currículo jordano de primaria, como la música, el teatro, el arte o las excursiones al aire libre sob una manera de gestionar las emociones y de aprender», argumenta la directora del centro, Israa Shishani.
Con todo, no todos los niños de la población están escolarizados; la falta de transporte para llegar a los centros, la necesidad de trabajar para aportar dinero a la familia, los matrimonios infantiles, las dificultades para conseguir una plaza en un centro público o la falta de conciencia de las familias sobre la importancia de la educación de sus hijas e hijos son otras de las razones que alejan, cada día más, a los niños de la educación.
Mientras el alumnado del aula de alfabetización se concentra en escribir las nuevas grafías dentro de la caravana prefabricada que hace de aula, al otro lado del patio, las y los mayores aprenden a tocar la canción de Cumpleaños Feliz con una flauta y los más pequeños recogen el bocadillo y el zumo que la escuela reparte a todo el alumnado cada día. «Comer, obviamente, es esencial, si no tienen hambre están más calmados, no se pelean tanto y su rendimiento académico sube», dice convencida Ashcroft.
Cuanto se acaba la mañana, algunos cogerán el autobús para volver a sus casas, a las tierras donde viven con sus padre. Otros se quedarán en el pueblo e irán a las clases que la escuela pública ofrece a los refugiados sirios cada tarde, una vez que los jordanos han acabado las clases. Hoy, el alumnado que ha tenido clase de música llevan su vídeo tocando la flauta para enseñárselo a sus familias. «A las familias les parece un milagro; no se habrían imaginado que sus hijas e hijos llegaran a tocar un instrumento», reflexiona Omari. El milagro de la educación en medio del desierto jordano.