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Queda poco para que hagamos del titular “jóvenes y extrema derecha” una frase hecha. Muchas encuestas de opinión y estudios demoscópicos sugieren un viraje de las generaciones que hoy tienen entre 16 y 26 años hacia posiciones antifeministas, LGTBI fóbicas y escépticas con la necesidad de protección del medio ambiente; en definitiva, sugieren una afinidad con posiciones de extrema derecha. A grandes rasgos, el plan electoral revela una realidad correlativa, siendo a menudo en estos grupos de edad donde las formaciones de signo reaccionario tienen un número importante de apoyos. Cabe decir, para ser más precisos en la explicación de estos datos, que es una tendencia mucho más pronunciada entre los individuos de sexo masculino, puesto que para las mujeres, en algunos casos, se aprecia incluso una sensibilidad contraria.
Desde mi punto de vista, no nos estamos tomando suficientemente en serio estos datos. Cierto es que hay quien los utiliza para hacer titulares tendenciosos, o que incluso juega con ellos para confirmar prejuicios existentes en la sociedad, pero esto no puede ser excusa para conformarnos con la mera refutación de estas prácticas. Los chicos jóvenes seguimos siendo un grupo heterogéneo y lleno de incoherencias ―como todos los demás―, y ni mucho menos puede decirse que entre nosotros predominen los postulados de la extrema derecha. Ahora bien, creo que no hay que esperar a que así sea para reaccionar: el hecho de que tantas fuentes constaten una tendencia notablemente más de derechas ya expresa la existencia de un fenómeno que merece atención.
Sin embargo, yo me atrevería a decir que lo relevante de esta realidad no es la relativa derechización de los chicos jóvenes, sino las tendencias de fondo que pueden estar contribuyendo a ello. En este artículo pretendo, en primer lugar, explicar una hipótesis personal al respecto, que evidentemente no está contrastada y ni mucho menos es la única capaz de explicar este fenómeno. Pero, sobre todo, quiero aportar a la apertura de un debate serio en torno a esta cuestión, un debate que nos reúna en una posición intermedia entre el alarmismo sensacionalista y el conformismo negligente.
Creo que para entender bien estos datos es necesario hacer un repaso de los cambios socioculturales que han experimentado nuestras sociedades ―principalmente las occidentales, pero no solo― en los últimos quince años. Fruto de la crisis económica iniciada en 2008, la década anterior estuvo marcada por el auge de luchas sociales contrarias al neoliberalismo. Paralelamente, el movimiento feminista daba un salto de escala enorme, llegando al punto de ganarse el calificativo de Cuarta Ola Feminista y empujando, a su vez, otras luchas por la igualdad como la del colectivo LGTBIQ+ o el antirracismo. Por último, cerraba la década una creciente preocupación por la crisis climática y la cuestión ecológica, impulsada por huelgas de estudiantes en todo el mundo.
Mi tesis es que este impulso progresista ha reportado a la izquierda una limitada victoria moral. El vocabulario feminista, las ideas igualitarias y la sostenibilidad, entre otros, son hoy mayoritarios en la esfera pública. No entendamos, con ello, que no siguen siendo luchas justificadas; digo deliberadamente que se trata de una victoria moral, no material, y que es en todo caso parcial. Sin embargo, esto ya es suficiente para que estos valores de izquierdas sean hoy percibidos como el statu quo. El relato por la igualdad está presente en prácticamente todas las instituciones, a pesar de que la desigualdad siga imperando, y todo el mundo se pinte de verde haciendo gala de la sostenibilidad, incluso aquellas multinacionales que llevan décadas lucrándose con la quema de combustibles fósiles. Por mucho que nosotros tengamos claro que todo esto es del todo insuficiente y, en algunos casos, incluso hipócrita, no podemos evitar que unas ideas cuyos símbolos ya no nos pertenecen exclusivamente se confundan con el sistema imperante. Y por ello, precisamente, pueden pasar por subversivas ideas que en el fondo no son más que la expresión de modelos hegemónicos tradicionales: masculinidad, supremacismo blanco y normatividad cis-heteropatriarcal, así como la reproducción de modos de vida insostenibles.
A esta nueva situación hay que sumarle la actitud de una izquierda más impregnada de neoliberalismo de lo que le gusta reconocer. Creo que, últimamente, muchas de nuestras prácticas parecen menos orientadas a cambiar el sistema que a ridiculizar al individuo que expresa sus miserias. En este sentido, algunos feminismos hablan en primer plano de una deconstrucción individual ―el famoso “trabajarse uno mismo”―, mientras otros apuestan por el Código Penal como principal herramienta de intervención política. Sin embargo, solo sectores hoy minoritarios admiten las limitaciones estructurales ―de género, clase u origen― en las que se mueve el individuo o tienen en cuenta el carácter burgués y conservador del Estado donde se inserta el derecho penal. Tres cuartos de lo mismo ocurre con el ecologismo, algunas corrientes del cual han parecido hasta ahora estar más preocupadas por una acción individual “sostenible” que por identificar y combatir las causas sistémicas de la crisis ecológica. Éstos son solo algunos ejemplos, pero creo que son suficientes para constatar una cierta tendencia puritana que, en mi opinión, denota una renuncia más o menos expresa a cambiar el mundo.
Habiendo aceptado estas premisas, volvemos a poner el foco en los jóvenes. Hay que tener en cuenta que las generaciones de menor edad se han socializado en un mundo en el que los movimientos contestatarios ya no estaban en auge, sino ya institucionalizados, en muchos casos. Para muchos de ellos, el feminismo no es una fuerza disruptiva emergente, sino el lenguaje que les ha hablado la escuela; la preocupación por el medio ambiente no es un discurso rompedor, sino un relato presente en todo tipo de campañas políticas, publicitarias o institucionales; y las izquierdas anti-neoliberales no son la alternativa al sistema, puesto que ocupan ministerios del gobierno de su país. Nada de eso significa que haya que abandonar estas luchas, que siguen siendo del todo necesarias, pero sí debemos entender que no las libramos en las circunstancias que seguramente nos gustaría.
Creo que todo esto nos sitúa en condiciones de poder explicar parcialmente la impresionante realidad ―muy matizable y susceptible de debate― de la derechización de los chicos jóvenes. La adolescencia y la juventud en general son etapas en las que las actitudes contestatarias prevalecen especialmente, tanto a nivel personal como colectivo. No debería sorprender, por tanto, que a muchos chicos jóvenes, que a su vez sienten un agravio hacia una izquierda no siempre del todo asertiva, les sea hoy muy golosa la oposición a unos valores percibidos como dominantes. Cuando los movimientos que confrontan el sistema pierden la apariencia contestataria y adoptan una actitud moralista dejan caer la bandera de la rebelión a los pies de los monstruos reaccionarios.