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Cuando terminó la Revolución Mexicana, en la segunda década del siglo 20, se desató una histórica movilización a favor de la educación de los habitantes más pobres. El documento emblema del desenlace revolucionario fue la Constitución de 1917, ideario para equilibrar los progresos económicos del prolongado gobierno de Porfirio Díaz con las terribles asimetrías sociales.
El decenio que sigue a la Constitución del 17 es uno de los periodos luminosos de la pedagogía en México. Dos instituciones surgieron en esos años, al calor de la época inaugurada por la naciente Secretaría de Educación [el ministerio de educación, como llaman en la mayor parte de los países del continente]: la escuela rural y las misiones culturales.
La Revolución Mexicana encontró al país con un déficit formativo bárbaro, pues solo alrededor del 10 por ciento de la población estaba alfabetizada. Una sociedad empobrecida, rural y analfabeta fue el centro de atención de personajes señeros en la historia de la educación mexicana, ninguno como José Vasconcelos, primer secretario de Educación y rector por un periodo breve de la Universidad Nacional Autónoma de México [UNAM], la máxima casa de estudios del país, una de las primeras en el continente. Su vocación social se cincela en una frase que lo inmortalizó cuando llegó a la rectoría: “Yo no vengo a trabajar por la Universidad sino a pedir a la Universidad que trabaje por el pueblo”.
En la base de una de sus más grandes propuestas, las misiones culturales, se encuentra la concepción católica que trajeron los españoles con el periodo colonial. No es fortuita la asociación: misiones culturales y misiones evangelizadoras; misioneros en la obra evangélica y misioneros en la tarea pedagógica. En la raíz de las misiones que trajeron la palabra divina a las tierras del Nuevo Mundo, se rastrea también la concepción educativa de John Dewey, gracias a las enseñanzas impartidas a mexicanos en Estados Unidos.
Las misiones culturales son una obra pedagógica henchida de fervor, conformadas por equipos multiprofesionales que cubren de la lectoescritura a oficios artesanales. Se concibieron para colocar a la escuela como centro de la vida comunitaria, ejemplo y promotora de la solidaridad social y el amor a la patria, que sirven al mejoramiento material, económico, social y espiritual de las pequeñas comunidades donde se asientan. Además, era vital en la formación de los maestros rurales que atenderían las escuelas en la cruzada contra la ignorancia.
La misión pedagógica de Vasconcelos es contemporánea a la máxima expresión pictórica mexicana: el muralismo, con nombres propios de la estatura mundial de David Alfaro Siqueiros, José Clemente Orozco y Diego Rivera. Su visión era global, así lo constatan la distribución masiva de obras literarias clásicas en una sociedad iletrada, o las relaciones con personajes clave de Latinoamérica, como el peruano Víctor Raúl Haya de la Torre o Gabriela Mistral, quien colaboró en aquellas reformas pedagógicas.
Las misiones culturales
Casi 100 años después, las misiones culturales sobreviven con una mística que anuda vocación y una singular propuesta que persiste por la labor de un puñado de educadores populares que convierten la carencia en desafío.
En Colima, el estado más pequeño de México por su número de habitantes, hay cuatro misiones culturales. Elijo una de ellas para adentrarme en su vida cotidiana, entrevistarme con el director y los misioneros. Se ubica en Buenavista, pueblo a 15 kilómetros de la capital, con poco más de mil habitantes, cuya vida económica gira en torno a la agricultura y la ganadería.
La experiencia es inédita para quien peregrina entre centros educativos buscando acontecimientos extraordinarios, prácticas ejemplares o personas que hacen de su trabajo una vocación. En el pueblo pregunto cómo llegar a la dirección que me indicaron, un centro comunitario de mujeres. El edificio atrás de los hombres que me observan es una construcción semiconcluida o en proceso de destrucción. Se miran entre sí, antes de responder a la pregunta. Por su desconcierto afino: busco la misión cultural. Ah, exclaman, es aquí. Son sus misioneros, sentados unos, trabajando con escobas y palas otros, a la sombra de un árbol añoso.
Me reciben el jefe de la misión, David, y el supervisor de las cuatro misiones, Octavio. Nos sentamos en una mesa para ocho personas; la tarde de viernes es fresca. Se avecina una lluvia intensa, porque aquí llueve diario al atardecer. El viento húmedo se cuela por las paredes y entre ladrillos rotos, en huecos que hacen mucho tiempo perdieron la condición de ventanas. Se amontonan alrededor de la mesa todos los artefactos de la misión, que apenas tiene un año en el lugar: cafetera, una vieja computadora, la bandera nacional, equipo de sonido, horno de microondas, un estante que almacena libros y objetos varios; en la otra mitad, sillas arracimadas. Durante el ciclo escolar atienden a 109 educandos, 90 mayores de 15 años.
Sentados los tres, el director, el supervisor y yo, arrancamos la conversación. Preparo mi cuaderno. Ellos van hilando sus comentarios, historias, anécdotas, algunos pesares, mucha ilusión; se nos van dos horas. Cae una lluvia copiosa, cargada de truenos que retumban en ese sitio frágil, con techo de lámina de asbesto, prohibida hace mucho tiempo por sus efectos cancerígenos. Mientras ellos hablan, me esfuerzo para escucharlos, con los sonidos de la lluvia rebotando en el techo, los rayos que cruzan el cielo, cuidando que las gotas que se cuelan no caigan en las hojas del cuaderno y borren mis apuntes.
Escribo en la quinta página: ¿Cómo se puede prometer en la máxima ley del país que la educación será equitativa y de excelencia, para esta clase de sitios, donde la gente hace su trabajo con dedicación, pero es invisible para políticas y presupuestos?
Decadencia y olvido
En esas dos palabras resume el supervisor el trato que reciben las misiones culturales. Ejemplifica. A esta Misión llegaron los últimos apoyos hace tiempo: más de 11 años pasaron desde que recibieron un equipo eléctrico para el taller; en el año 2000, una trompeta, teclado y guitarra para el maestro. Lo más reciente, dicen con una sonrisa resignada, fue un paquete de útiles escolares, que me muestran para no dejar sombra de dudas: un diccionario Larousse, cuatro cuadernos, dos plumas (roja y azul), un borrador y un sacapuntas, entregado a la Misión el 27 de septiembre.
¿Por qué entonces persisten las misiones culturales? La lluvia arrecia, los ojos del supervisor brillan y enciende el discurso: porque es un “proyecto glorioso de José Vasconcelos”; porque en las comunidades hay una percepción positiva de las misiones culturales; porque las misiones culturales atienden necesidades de la comunidad y porque le dan vida a los espacios donde se instalan.
Aquí se enseña con pocos recursos, pero abundante alegría. Es el espíritu misionero, la vocación pedagógica y un contagioso sentimiento social que se concreta entre sus palabras y hechos. Misioneros del siglo 21 tratando de remover una realidad que se estacionó a la mitad del siglo pasado.