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Si soy sincero, he dudado mucho, muchísimo, antes de decidirme a poner por escrito las ideas que me rondan la cabeza de forma cada vez más insistente desde la sacudida educativa producida por la crisis sanitaria que nos envuelve. Soy profesor de Historia en secundaria, con una profunda formación materialista y clasicista, y no puedo evitar sentir preocupación por las derivas irracionales por las que navega el discurso de muchos opinadores de la educación. Sé que buena parte de lo que aquí se expone no entra dentro de lo políticamente correcto, pero si lo políticamente correcto fuera inamovible, quizá estaríamos aún leyendo augurios en el vuelo de los pájaros, sacrificando corderos a Poseidón para calmar los mares o denunciando a nuestras vecinas pelirrojas por brujería.
En líneas generales, parece asumida la idea de que criticar el currículo, criticar el contenido, es lo que se requiere en este momento para proyectar una imagen de progreso y adecuación al contexto histórico. ¿Para qué necesitan los alumnos saber la división con decimales? ¿Para qué la I Guerra Mundial?¿Para qué la Biología? Los opinadores dicen que “obligar” a los niños a trabajar estos contenidos es caer en una visión produccionista de la educación, es paradójicamente hacerle el juego al capitalismo. Según ellos, lo que se necesita de verdad, lo importante, es trabajar el “ser”. En otras palabras y a poco que sepamos leer entre líneas, se desprende que los profesores especialistas, los que enseñan conocimientos, son accesorios cuando no prescindibles, mientras que los que de verdad hacen falta son los profesionales del equilibrio emocional, encantados de enseñarnos a todos a “ser”. Como ha resultado lógico desde que los griegos nos sacaron del Mito, nadie puede enseñar a ser, las personas sencillamente somos en un momento del tiempo y en un lugar del espacio, nos definen unos condicionantes materiales concretos y obramos en consecuencia con las armas de nuestra inteligencia.
Parece que el tan cacareado cambio de paradigma en la educación es cambiar la esencia misma de la escuela: ya no es la escuela del “saber”, sino la del “ser”. Lo más llamativo de todo es que muchos profesores se suman de forma más o menos acrítica al carro del nuevo paradigma, y me pregunto por las razones.
Creo que he dado con unas cuantas, en el poco tiempo que he estado ejerciendo en la escuela pública. Para empezar, el profesorado ha asistido pasivamente a una programada y ultraeficiente degradación de su figura. La infravaloración social del profesor es evidente. La Administración lo entierra bajo toneladas de burocracia porque a todas luces no confía en su labor autónoma dentro del aula; las familias lo miran con creciente suspicacia al ser uno de los pocos defensores que quedan en pie del conocimiento verdadero en un mundo relativista, y los visionarios de despacho, con una sonrisa y una interminable verborrea insípida y vacía, le recuerdan constantemente lo inútil que es por no ser capaz de motivar al alumnado.
Muchos compañeros han cedido ante este hostigamiento que se alarga décadas, y han pasado de la siempre necesaria autocrítica a la autoflagelación y, en última instancia, a la alienación más absoluta. Solo esta alienación y la falta de respeto a la noble función que nos es propia pueden explicar la existencia de ese nuevo espécimen, de ese profesor que asume dócilmente que alguien completamente ajeno al aula fiscalice su praxis y lo tutele. Entiendo que a nadie se le pasa por la cabeza que un individuo ajeno al quirófano y ajeno al saber médico le diga al cirujano por dónde debe realizar la incisión para operar una apendicitis. Pero con el profesor, aturdido y acorralado por todos los frentes, todo vale.
No obstante, esta situación solo es comprensible si profundizamos un poco y traspasamos la epidermis de las buenas palabras y los castillos en el aire. La verdad es que el profesor está en cuestión porque su función, que es enseñar conocimientos científicos y académicos, enseñar para conformar un pensamiento poderoso y consciente en el alumno, está igualmente en cuestión. La degradación paulatina de la figura del docente es análoga al desprecio, a pleno rendimiento, que la sociedad posmoderna tiene hacia lo sólido, lo contrastado, la verdad. La sociedad líquida y posmoderna de la que ya nos habló Zygmunt Bauman está demandando con insistencia una escuela líquida y posmoderna. Lo sólido, el contenido científico, la autoridad inherente del que sabe, el mérito… son elementos que crean urticaria en toda persona que quiera pasar por moderna, innovadora y progresista. Salta a la vista que, ante la presión, el profesorado acaba renunciando total o parcialmente a su función, que es su fundamento último, para justificar a la desesperada su utilidad y su necesariedad en un entorno que le es hostil. Pero yo me pregunto, ¿desde cuándo la escuela hace seguidismo de la sociedad? ¿Desde cuándo la escuela ha renunciado a “hacer” sociedad? Cuando escucho el mantra de que la sociedad debe entrar en las aulas me da pavor, y solo pienso en que la escuela ha claudicado y la Academia de Platón ha echado el cierre 24 siglos después.
Pero sigo, pues esta alienación también explica cosas que en épocas mejores y más racionales se considerarían paranormales. En la búsqueda incansable de autojustificación, el sistema en general y el profesorado en particular se adhieren a los lugares comunes del “nuevo paradigma”. Nos rendimos irremediablemente a la “novolatría”, repitiendo una y otra vez irracional y dogmáticamente que debemos innovar como si la innovación, por el simple hecho de afirmarla y aplicarla, conllevara un bien intrínseco. Del mismo modo, nos rendimos a las bondades de las TIC pensando que nuestros alumnos nos aventajan y están en otra dimensión porque son “nativos digitales”. Yo soy de la generación millennial, de las últimas hornadas además, y os aseguro que en la práctica, esa natividad digital se suele reducir a cuatro rudimentos de acceso a plataformas y a una evidente adicción a las redes sociales, las cuales rara vez hacen algo más que construir identidades vacías y superficiales. En línea con esta irracionalidad, pensar y actuar como si nuestros alumnos fueran expertos digitales equivale a afirmar que un borracho, por serlo, es experto en vinos.
No compremos ni hagamos nuestra la condición natural del adolescente, que es pensar que el mundo vivía en tinieblas antes de su llegada. Yo tengo muy recientes mis años de adolescencia y agradezco mucho a los profesores que me hicieron ver que no descubría mediterráneos a cada paso que daba.
Pero, por encima de todo, nos rendimos a la “efebolatría”, a esa presunción de que el joven en formación que cae en nuestras manos es un dechado de virtudes, capacidades y bondades que le son naturales. Esta “efebolatría” nos exige hacer protagonista al alumno de su propio aprendizaje, lo pone en el centro del proceso y, por tanto, el profesor que quiere enseñar (enseñar de verdad), que selecciona el contenido y lo ordena, solo es un opresor que limita y pone barreras (¿nos suena?) a la liberación del potencial creativo del alumno. Por supuesto, a poco que rasguemos la superficie, nos encontramos ante otro mito. Simplemente hemos reformulado el mito del Buen Salvaje que desarrolló Rousseau (que en tantas otras cosas se equivocó) como el mito del Buen Infante, que es virtuoso por naturaleza y solo es la acción de la sociedad la que lo corrompe. Desde un punto de vista histórico y empírico tanto uno como otro son falsos, y solo se pueden mantener desde la charlatanería y la superchería pseudocientíficas que campan a sus anchas en más de una facultad de educación.
Precisamente de esta “efebolatría” devienen otros asuntos por resolver en el día a día de un centro educativo. Entre ellos, los problemas de conducta, pues estamos creando pequeños Narcisos en el mejor de los casos, o auténticos pequeños tiranos si nos desplazamos al extremo. Es lo que tiene centrarnos en el “ser” y no en el “saber”, que nos hemos olvidado de estudiar el objeto como medio para armar al sujeto. Un alumno que construye su identidad, su yo, sin contenido científico y académico en la cabeza, sin un saber sólido, sin ser consciente de cómo es realmente el mundo que le rodea y cuál puede ser su papel en él, sin memoria (porque qué somos, sino memoria), solo puede armarse como sujeto recurriendo a su mismidad, a lo que quiere o desea. De ahí sospecho que devienen los pírricos umbrales de frustración o esfuerzo que puede aguantar un alumno medio hoy en día o de ahí los sudores fríos que recorren su espalda cuando se enfrenta a un folio en blanco. De ahí que, creyendo liberarlos, con el facilismo galopante en el sistema educativo, solo estemos perpetuando su esclavización. Porque la libertad no es hacer lo que uno quiere, la libertad es saber qué se tiene que hacer, y para eso, no tengo dudas, hay que tener conocimientos y datos jerarquizados en la mente. Hoy más que nunca, como diría Parménides: ex nihilo, nihil fit (de la nada, nada sale).
Ante este escenario, la escuela como institución y el profesor como agente activo en ella empiezan a perder (lamentablemente con poca resistencia) la función histórica que les es propia: enseñar y emancipar. Muy al contrario, nuestro ámbito se debate peligrosamente entre convertirse en un gabinete de autoayuda en busca de una felicidad de plástico, vacía y prefabricada, en una fábrica que expele mano de obra poco cualificada y ciudadanos acríticos, en una extensión sucursal de los servicios sociales o en una máquina expendedora de títulos sin valor, a modo de placebos propios de los productos de Mrs. Wonderful. En consecuencia, el profesor ya no debe enseñar, más bien entretiene y, cual sacerdote de cualquier religión de la historia, hace de prestidigitador para encontrar el equilibrio emocional dentro del aula. Dicho en otras palabras, el filólogo, el historiador, el químico o el biólogo ya no trasmiten conocimientos, hacen coaching para mantener “felices” y “motivados” a generaciones que se adentran sin remedio en un preocupante tercer mundo semántico. Volvemos del Logos al Mito.
Y llegado a este punto, yo me pregunto, ¿por qué?¿Qué interés puede haber en el alarmante vaciado de contenidos?¿En el desprecio por un currículo que siempre puede estar abierto a ser mejorado y racionalizado?¿En que de la escuela salgan legiones de protociudadanos abocados, por su ignorancia, a un consumismo feroz y a la aceptación de una precariedad laboral cada día más clara?
De nuevo, a la mente me vienen varias posibles respuestas con distintas vertientes.
En lo económico, está claro, la escuela siempre se ha visto presionada por las necesidades acuciantes de la coyuntura económica de turno. Para todos es evidente que el sistema de producción capitalista necesita cada vez menos mano de obra altamente cualificada por los altos rendimientos de la tecnificación industrial y de los servicios. El mercado laboral no puede absorber, y los avisos son múltiples, millones de graduados cada año. Quizá esto explique porqué el valor real de los títulos de estudios obligatorios, y buena parte de los postobligatorios, se haya quedado reducido a un puro trámite. El filtro se ha ajustado y poco puedes hacer con una titulación de secundaria, de bachillerato o de grado si no viene de la mano de un buen máster o posgrado de 8.000 euros obtenido en un centro de prestigio.
Como si del dios Jano se tratase, igual que el sistema no necesita una masiva incorporación de mano de obra, sí que necesita nutridos nichos de mercado donde vender productos a gentes acríticas y cuya “felicidad” (esa felicidad inmediata y poco duradera que han construido gracias a una educación que solo les ha exigido mirarse su ombligo y explorar su “ser”), depende de la rápida adquisición del último fetiche de moda, o del número de likes en su última publicación de Instagram o de los comments negativos del último vídeo subido a Youtube.
Al principio era escéptico sobre este asunto, pero la evidencia siempre acaba emergiendo. Me convencí cuando vi que parte sustancial de los discursos del nuevo paradigma y la innovación metodológica surgían, en origen, de instituciones económicas, no educativas.
Por poner algún ejemplo, tenemos la archiconocida y celebradísima propuesta de Jacques Delors del 96 en La educación encierra un tesoro, donde el político, banquero y economista (no profesor, no pedagogo), nos indica que la escuela se tiene que encargar de que los alumnos “aprendan a ser”, “aprendan a hacer”, “aprendan a vivir” y donde ya esboza la educación competencial. Es decir y resumiendo, la educación integral que buena parte de la comunidad educativa asume como la única posible en la actualidad. Menos conocida y estudiada es su obra de 1993 Crecimiento, competitividad y empleo, donde podemos identificar los verdaderos fundamentos económicos de su posterior propuesta educativa y donde establece el principal objetivo de la reforma educacional para el nuevo siglo:
«El principio fundamental de las diferentes categorías de acciones que deberán emprenderse debería ser la valorización del capital humano durante toda la vida activa”
Atentos al lenguaje, insisto; si hacemos caso a Delors nuestros alumnos deben dejar de ser tales para convertirse en capital humano revalorizable durante toda su vida. El economicismo indisimulado de este discurso me resulta casi irrespirable. Como si del decimonónico Reparto de África se tratase, parece que la escuela del siglo XXI se redefine en el despacho de un banquero.
El ideal que subyace a la educación integral del alumno, a ojos de un historiador, se parece demasiado a una reelaboración edulcorada y maquillada de la educación totalizadora que se persiguió en ciertos regímenes del siglo XX. Aun a riesgo de que se pueda considerar una falacia ad hitlerum, hago la comparativa que viene a continuación, pues los rasgos de las tentativas de crear y moldear un “nuevo hombre” que se entrevén en la propuesta de Delors no son nuevos y obligan a echar un ojo a los errores del siglo pasado. Así entendía la función educativa Hitler en su Mein Kampf:
“…habrá que atender antes que a ninguna otra cosa, a la formación del carácter, al fomento de la fuerza de voluntad […] El Estado debe actuar en la presunción de que un hombre educado (añado, que no instruido), sano de cuerpo, firme de carácter y lleno de confianza en sí mismo es más valioso para la comunidad que el poseedor de una alta cultura pero encanijado y pusilánime”
Y estas indicaciones aparecían en el Manual oficial para maestros del Ministerio alemán nazi de Ciencia y Educación:
“La nueva escuela someterá a todos los estudiantes a una severa educación del espíritu (…)” “El excesivo saber enciclopédico fatiga la mente, paraliza la voluntad de poder y la capacidad de tomar decisiones”
Misma acción: eliminar los contenidos científicos y académicos y sustituirlos por una educación basada en emociones y pseudocompetencias fatuas. En el III Reich sirvió para crear cabezashuecas ultranacionalistas y me temo que sirve ahora para crear cabezashuecas ultraconsumistas. Y esto es especialmente hiriente para un profesor de Historia, pues la Enciclopedia y la Memoria, las hijas predilectas del proyecto Ilustrado que tanto años, luchas y vidas costaron democratizar entre la clase trabajadora, ahora son despreciadas. Se podrá responder que toda la información está ahora en Internet, y puede llegar a ser cierto, pero no confundamos información (sin medida, sin filtro, buena, mala y regular) con formación; el conocimiento siempre reside en la persona no en la máquina, y menos en una máquina que se puede apagar desde un interruptor privado en Silicon Valley.
Tras dedicar mi vida a estudiar Historia, entreveo una ley: si algo comparten los tiempos de crisis y las sociedades secularmente acomodadas, es que tienden al antiintelectualismo. Y cuando constato el desinterés y el desprecio actuales por la Memoria y la Enciclopedia, en mi mente empiezan a reverberar los gritos de Millán Astray al inconmensurable Miguel de Unamuno en el paraninfo de la Universidad de Salamanca el 12 de octubre de 1936: «¡Muera la inteligencia! ¡Mueran los intelectuales!». Antes y ahora, las condenas a la intelectualidad reciben por respuesta un sonoro aplauso.
Pero los ejemplos sobre el origen de este discurso hegemónico no se agotan. Fijémonos en la OCDE, que es la institución económica (insisto, no educativa) que ampara los influyentes estudios PISA. Coincidiendo en el tiempo con la obra magna de Delors, el analista de la OCDE, Christian Morrison, dio a los países miembros, en su informe “Posibilidades políticas de la realización de ajustes estructurales” recogido en los Cuadernos de política económica, las directrices de cómo se debía adaptar la escuela pública al marco económico actual. Cito un párrafo tan estremecedor como esclarecedor:
“Si se les disminuyen los gastos de funcionamiento a las escuelas y universidades, hay que procurar que no se disminuya la cantidad de servicio, aun a riesgo de que la calidad baje. Se pueden reducir, por ejemplo los créditos para el funcionamiento de las escuelas o las universidades pero sería peligroso restringir el número de alumnos matriculados. Las familias reaccionarán violentamente si no se matricula a sus hijos, pero no lo harán frente a una bajada gradual de la calidad de la enseñanza y la escuela puede progresiva y puntualmente obtener una contribución económica de las familias o suprimir alguna actividad. Esto se hace primero en una escuela luego en otra, pero no en la de al lado, de tal manera que se evita el descontento generalizado de la población”
Si sacáramos las ideas principales de este fragmento, conformarían una síntesis perturbadoramente fehaciente de la realidad educativa de los últimos 20 años en el sistema público. Para un profesor, los recortes de gasto podríamos traducirlos en ratios que imposibilitan de facto una correcta transmisión de conocimientos y buscan reducir forzosamente nuestra aspiración a entretener al respetable público (panem et circenses como diría el poeta Juvenal).
En cuanto a la bajada progresiva de la calidad en la enseñanza, no puedo evitar vincularla a la sustitución de contenidos científicos, académicos y sólidos por tautologías sin sentido y delirios cabalísticos tales como aprender a aprender, aprender a ser, inteligencia emocional o espíritu emprendedor. Por su parte, suprimir alguna actividad o empezar a cobrar una pequeña retribución por el derecho a la educación de los hijos supone, sin tapujos, el desmantelamiento descarado del proyecto emancipador que un día fue la escuela pública. Y la realidad, siguiendo los datos publicados por el propio Ministerio de Educación, es que entre el 2007 y el 2017, la financiación pública de la escuela concertada ha aumentado un 24,4%, mientras que la pública se ha conformado con un 2,3%. Las claves de Morrison se cumplen a rajatabla, implacables.
Por desgracia, sospecho que el modelo educativo que propone Morrison para la vieja Europa es el mismo que podemos encontrar en Estados Unidos, donde en no pocas regiones la escuela pública se ha visto reducida a contener, no educar ni instruir, bolsas de población en edad improductiva provenientes de auténticos guetos socioculturalmente deprimidos. El desprestigio del servicio público parece programado: recortes, hacinamiento, bajada de calidad en la enseñanza, descrédito social de la figura del profesor funcionario (muchas pagas, muchas vacaciones). Quién podrá culpar a los padres que, con algo de dinero en el bolsillo y dos luces en la cabeza, quieran que su hijo deje de aprender a aprender en la pública y empiece a aprender de verdad, quizá en la privada-concertada. Y lo digo habiendo trabajado tanto en el ámbito privado como en el concertado.
Precisamente este último apunte sobre la OCDE me permite entroncar con la otra vertiente de todo este despropósito: la ideológica. Porque no puedo evitar pensar que buena parte de los fundamentos que sustentan el “nuevo paradigma” educativo son ideología pura y dura, una doctrina que juega en contra de la mayoría social.
Veo ideología cuando se nos venden las bondades de las TIC pero los hijos de los directivos y CEO de las grandes tecnológicas de Silicon Valley van a escuelas estrictamente analógicas (y va en serio, usan ábacos de madera en clase de matemáticas). Como admite en el País del 24 de marzo el ingeniero informático de Silicon Valley Pierre Laurent, mánager en Intel y Microsoft:
“Las apps y dispositivos no están diseñados para promover la educación y el conocimiento. El objetivo hoy es que el usuario pase más tiempo en la aplicación, para poder recoger más datos o poner más anuncios. Es decir, la razón de ser de la aplicación es que el usuario pase el mayor tiempo posible ante la pantalla. Están diseñadas para eso”
Veo ideología cuando el gurú pedagógico Álvaro Marchesi, el arquitecto de la LOGSE, desde el despacho de catedrático que ocupa desde 1983 y pensándose conocedor de la realidad de las aulas, pregona a los cuatro vientos, urbi et orbi, la necesidad de la inclusión e insiste en que hay que innovar, innovar, innovar, además de abogar por una evaluación profesional de los docentes (en colaboración, por cierto, con SM editorial propiedad de la orden marianista). Es cuanto menos curioso, por tanto, que el mayor valedor de la innovación educativa afirmara en una entrevista al País el 15 de mayo de 2008, sin rubor alguno, que llama a su hijo (que vive en Brasil con su madre) tres veces por semana para tomarle la lección y asegurarse de que ha adquirido los conocimientos requeridos. Sin duda, una metodología de lo más tradicional, y efectiva. Al parecer, las fantasías utópicas de despacho no se aplican a los hijos propios, de los que buscamos esfuerzo y excelencia estén o no motivados, sino a los ajenos, a los de la pública.
No se entienda esta exposición como una postura personal intransigente hacia la variedad y la diversidad metodológica. Sí debe entenderse como una refutación explícita de la asunción, muy extendida hoy día, de que una metodología es en sí buena o mala. El profesor, en tanto que domina su materia, es el dueño de su metodología y solo él la hace buena o mala mediante su praxis. Por consiguiente, una clase magistral, si de verdad hace honor a su epíteto, puede ser un verdadero éxtasis revelatorio para el alumno (a la altura de la Santa Teresa de Bernini), quiera o no aprender de partida, y lo más alejado a un suplicio que alguien se pueda imaginar. El debate metodológico es estéril, más cortina de humo que controversia de calado, quizá con la intención de disfrazar el fracaso educativo con innovación.
Tampoco debe juzgarse mi postura como contraria a la inclusión. La inclusión es un noble objetivo que no puede desaparecer de nuestras agendas. Sin embargo, cuando el cacareo inclusivo se convierte, en la práctica, en una excusa para rebajar hasta el subsuelo el nivel de exigencia y disciplina en el aula, la inclusión no es tal. La realidad palpable en el aula es que la inclusión planteada desde el más infantil idealismo, abandonada al voluntarismo y falta de recursos, solo actúa como otra arma en nuestra contra, otro Caballo de Troya encaminado a desmantelar la escuela. La inclusión debe ser realista y buscar la excelencia, no apoyarse en artificios teóricos de justificación científica más que cuestionable o en la mera acción chamánica de supuestos expertos a los que les presupongo mejores intenciones que fundamentos.
Siendo pesado, también veo ideología cuando Boris Johnson, primer ministro de Reino Unido, recorta fondos a las universidades públicas al tiempo que afirma que el principal objetivo de la educación británica debe ser superar a la formación técnica alemana, despreciando las Humanidades. Lo irónico, lo sangrante, es que el primer ministro es capaz de recitar la Ilíada de Homero de memoria, y en griego antiguo (está disponible en Youtube), sin duda fruto de una educación tan exquisita como exigente al alcance de pocos. Una educación de élite para la élite.
Estas evidencias, solo me pueden convencer de que la cruzada contra los contenidos no es casual. A riesgo de ser nuevamente políticamente incorrecto, afirmo que existe una alta cultura y una baja cultura. Y, a riesgo de crear polémica, afirmo que la alta cultura está quedando en manos de la élite socioeconómica de este mundo voraz y neoliberal; élite que tiene muy clara su identidad y muy claro su objetivo. No albergo duda alguna de que el arrinconamiento de los contenidos en general, y de las disciplinas como Filosofía o Literatura en particular, es una sentencia de muerte para la labor emancipadora que históricamente recae en el proyecto que llamamos escuela pública.
Lo cierto es que el concepto de flexibilización educativa cada vez se parece más al de flexibilización laboral, eufemismo de precarizar, de licuar lo que antes era sólido y daba seguridad a los que no nacían con una red de seguridad ni garantías de oportunidad. Repito y sintetizo: el vaciado de contenidos científicos y académicos, el desprestigio del profesor, el facilismo sistemático, las pedagogías de algodón y colorines, la relajación del principio de autoridad (porque yo aún distingo entre auctoritas y potestas; ¡ay!, si los antiguos romanos vieran qué hemos hecho de su legado civilizatorio…), la infantilización ad infinitum de las actitudes y la alienación galopante; revestidos todos de TIC, logorrea buenista y naíf y eslóganes pseudoprogresistas, esconden un profundo mensaje reaccionario. En la práctica, condenan a los alumnos de la pública a no salir de la caverna y ver el sol, a no ser sabios y, por extensión, a no ser libres ni verdaderamente felices. En lugar de pensar en la educación de un futuro que no existe, deberíamos abrir las ventanas y dejar que entre el influjo de Platón a las aulas; nosotros, los profesores-filósofos (los que amamos la sabiduría) tenemos la obligación moral de ofrecerles un pensamiento fuerte, poderoso, sólido y contrastado que les permita ser dueños de sus propias vidas.
En definitiva, el discurso hegemónico es claro: olvidad el objeto, solo sujeto, sujeto, sujeto. No cabe duda de que este discurso solo es posible en el contexto de una crisis que nos excede como profesionales, una crisis de civilización en la que una imperfecta y decadente democracia se ha visto suplantada por la doxocracia, el gobierno de la opinión, la “vana opinión” como diría Epicuro, pues la opinión no requiere de justificación ni el opinador de fundamentos. Crisis, quizá porque nos hemos olvidado de que el subjetivismo, desarrollado hasta el más delirante extremo y concretado en la atomización identitaria del individuo, acaba siendo incompatible con la vida en sociedad. Quizá porque nos hemos olvidado de que somos el zoon politikón de Aristóteles, presupuesto demostrado por el propio devenir de la historia: el ser humano es un animal que solo vive si vive en sociedad (en ese gran invento de la Humanidad: la polis) y la sociedad, para mantenerse, necesita de lo sólido, de la jerarquía, de la autoridad, en esencia de una verdad compartida y observada por todos.
Esa verdad, esa identidad social que debe estar basada en la evidencia y la razón, ha tenido su centro difusor en la institución de la escuela. Si cejamos, nuestro lugar será inevitablemente ocupado por otros, por lo general, ciegos nacionalismos, dogmas revelados desde los cielos o pedagogías salvíficas, todos caracterizados por una teleología irracional y a todas luces perniciosa para la salud del cuerpo social.
A modo de conclusión, solo puedo abogar, casi exigir que revaloricemos la figura del docente. Y para ello hay que empezar por nosotros mismos, redescubramos al sabio y reconciliémonos con la función que nos es propia y que es previa a cualquier conflicto ideológico. Acto seguido, siendo autoconscientes y con nuestra Ítaca geolocalizada, preservemos la escuela como templo del saber, una escuela sólida frente a un entorno líquido, una plataforma segura donde nuestros alumnos se armen intelectualmente para el mundo. De la escuela no deben salir solo trabajadores más o menos competentes, ni consumidores voraces ni individuos acríticos, sino ciudadanos sabios, ergo libres, luego felices (en este orden). En este sentido, y en plena dialéctica con el discurso hegemónico, asevero que los contenidos científicos y académicos son necesarios como nunca antes. A quien dice que las asignaturas no tienen sentido en el siglo XXI, yo le respondo más Biología, más Matemáticas, más Historia, mucha más Filosofía…Disciplina, exigencia y contenidos, esa es la metodología más innovadora del siglo XXI y, sin duda, la más honesta con nuestros alumnos.
Si no reaccionamos, cuando sea tarde, no os preguntéis por quiénes doblan las campanas; doblarán por todos nosotros.
Pascual Gil Gutiérrez, profesor de Historia y Geografía