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Escribo, saturado de reflexiones virtuales, antes de volver a abrir la cámara y dedicarme a animar pedagógicamente a un grupo de profes de secundaria. ¿Puedo hablar, como si no pasara nada, de didáctica, psicopedagogía, políticas educativas? ¿Si educar enseñando no ha sido nunca posible sin abundantes dosis de entusiasmo, podemos olvidar que los depósitos de los profesionales de la escuela quizás están llegando a la reserva? Vivimos entre nuevos malestares docentes y nuevos malestares discentes. Maestros y alumnos pueden estar sumando nuevos motivos para pasar unos de otros y ambos de la escuela actual. Como que no podemos dejar de militar permanentemente para construir la escuela que niños y adolescentes necesitan, habrá que pensar cómo se rellenan o, al menos, cómo buscar energías alternativas.
No quiero vender humo ni incrementar desalientos, pero a las crisis educativas no podemos añadir ni la nostalgia ni la melancolía. Como que, desde arriba, no vendrá mucho apoyo, propongo (además de disfrutar de todas las felicidades de la vida que nos sean posibles) un pacto de realismo activo: dediquemos los esfuerzos a continuar haciendo aquello que es básico, necesario (irrenunciable), consiguiendo que todavía sea posible.
Después de aquellos días en los que la pandemia y las autoridades cerraron las escuelas, luchamos para que quedara claro que nunca deberían volver a ser cerradas. Pero, en el discurso social que flota sobre la incertidumbre, no ha desaparecido la duda de si necesitamos la escuela y para qué la necesitamos. Todavía queda mucho más oscura la descripción de qué es una buena escuela (también se están dando formas de aprovechamiento de la ocasión para ampliar el negocio educativo o para introducir batallas parciales y sesgadas como, por ejemplo, la del horario).
Creo que una parte significativa de los ánimos disponibles tiene que estar destinada a mantener los motivos, las razones por las que antes y ahora construimos juntos una escuela diferente. Construimos juntos la eterna nueva escuela que ahora no es la de las normas de la pandemia, sino la que se hace cada día a pesar de la pandemia. Entre todas las incertidumbres, existe la certeza que nuestra vida profesional tiene sentido en la medida que queremos hacer cada día escuela. Acotemos las batallas y recordemos que el desaliento pedagógico total no es posible.
Como que no se puede vivir en la escuela solo de entusiasmos, miremos de organizar estrategias que tengan menos desgaste y sean educativamente útiles (consolidar las que, a pesar de todo, muchos profesionales y muchas escuelas hace días que aplican). Por eso, querría hacer un pequeño apunte sobre tres grupos de estrategias de respuesta a las alteraciones de la orden escolar que más preocupaciones y desgaste están provocando: las estrategias para sobrevivir a las normas sanitarias; las estrategias para compatibilizar las limitaciones de la interacción social con la educación activa; las que tienen que ver con cómo evitar la escuela a distancia, con cómo construir la escuela digital abierta.
Con las normas que vienen de los correspondientes departamentos de salud (su cumplimiento agota en la medida que convierte el profesorado en vigilante y no en agente educativo de salud) tenemos que mantener la sensatez del criterio que nos dice que ninguna norma puede convertir la escuela en una institución que deje de ser escuela. Continuamos haciendo escuela saludable, pero no la podemos convertir en un conjunto de espacios esterilizados.
Los y las maestras son personas sabías que no olvidan la complejidad ni de la vida ni de la educación y no aplican ni en la escuela ni a la relación educativa recetas simples. Las escuelas de secundaría tratan de normalizar y convertir en adolescente la gestión de las mascarillas, pero evitan tanto como pueden convertir el tema en un nuevo frente de conflictos. No agotan los esfuerzos adultos en los cumplimientos rígidos sino, como siempre, en conseguir un nivel de caos tolerable en la vida escolar. A infantil, buscan nuevas formas de facilitar la seguridad que dan los abrazos y no piensan en ninguna forma de separación y aislamiento añadida. A primaria, vengan como vengan de casa, construyen serenidad. Miran de hacer olvidar las preocupaciones familiares por la enfermedad. En todas partes, primero se hace escuela aplicando la sensatez educativa.
De las pocas cosas que parecen claras sobre la pandemia la única no discutible es que si no te relacionas no te contagias (y seguro que enloqueces). Después, también es cierto, que niños y adolescentes se contagian fundamentalmente (no solo) a partir de los adultos. Como estrategia a compartir sería razonable no convertir la educación y el aprendizaje en un hecho individual, pasivo y egoísta. No podemos institucionalizar de nuevo el pupitre individual orientado hacia delante.
Pueden estar agrupados y tienen que trabajar juntos con la gestión creativa (realista) de las distancias. Pueden buscar por separado y compartir virtualmente. Pueden hacer escolar lo que hacen en la vida: estar conectados e interactuando juntos. El pensamiento sobre los contagios no puede anular la idea que el mejor aprendizaje es cooperativo. Ahora, tenemos un alumnado vitalmente preocupado que ha de mantener la preocupación por el otro (por cómo van viviendo la vida sus compañeros).
Sí. Ciertamente. La pandemia ha introducido una carga más entre el profesorado: tiene que destinar más tiempo y afectos a saber más de cada uno de sus alumnos y alumnas. Y, un apunte final sobre las distancias: para los meses que quedan, hay que pensar (no se aplica en todas partes igual) cómo el confinamiento de una clase por un positivo no tiene que ser necesariamente enviarlos a todos a casa, aislar en el hogar a todo el mundo y dar clase a distancia.
Entre las alteraciones de la dinámica escolar aceleradas por la pandemia están las derivadas de continuar haciendo escuela cuando el aula no está disponible (el alumnado no puede venir, una parte del tiempo escolar no se puede usar la escuela, los aprendizajes tienen que producirse en la dimensión virtual). Para todos los profesionales esto está suponiendo una renovación acelerada cargada de más trabajo. La provisionalidad general en la que vivimos se transforma, en el caso de la escuela, en una acelerada innovación, buscando nuevas maneras de seguir siendo, de convertirse en un verdadero espacio de aprendizaje y educación.
Quien ya vivía educativamente en digital, siente ahora que es la ocasión de continuar, pero dedicando mucho más tiempo a avanzar. Quien ya hacía una escuela abierta y de manera significativa enseñaba y educaba fuera del aula, ahora ve como la obligación pasa a ser virtud. Todo el mundo siente que una corriente inevitable e inestable le lleva a hacer escuela de manera diferente. Es el momento de encontrar fuerzas y hacerlo poniéndole iniciativa y energías (las que queden).
El placer de educar y la felicidad de descubrir cómo aprenden volverán a ser intensos. Ahora toca avanzar como se pueda, no dejando que también desaparezca el sentido de hacer escuela, de ejercer de maestros y maestras.