Siendo yo un joven maestro, militante en las técnicas Freinet, llegó un día a la escuela la inspectora y nos dijo que había que ser científicos, como en los EE.UU. y nos sometió a intensivos cursos para aprender a programar por objetivos operativos. “Dado un campo de naranjos de 3 hectáreas y media el alumno será capaz de identificar con un margen de error de más menos…”. Añadan ustedes cualquier tontería. Yo guardaba esas programaciones en el cajón a la espera de la visita de la inspectora, pero continuaba con mis alumnos las exploraciones por los huertos, la recogida de materiales, los cuadernos de campo y muchas otras cosas que iban surgiendo según las preguntas del alumnado y los proyectos sobre los que en la asamblea del aula decidíamos investigar.
Desde entonces, no voy a hacer ahora inventario de los intentos de dirigir desde arriba el cambio o la innovación curricular (eso que en su momento llamamos la perspectiva tecnológica o tecnocrática) pero tampoco voy a hacer memoria de las veces en que se denunció su fracaso. Ya de aquella primera época recuerdo investigaciones que venían a decir que las vías de cambio lineales o de arriba a abajo que ignoran a quienes las han de ejecutar no funcionan. La rigidez e intensificación burocrática, las diferencias interpretativas entre quien diseña y quien aplica, el desplazamiento desde la idea inmaculada a la realidad imperfecta, las complejidades del contexto, las interacciones entre sujetos con roles diferenciados manejando significados, todo esto viene a aconsejar una comprensión cultural pero también política de cualquier intento de cambio curricular y de reforma de la escuela. El problema del cambio y la innovación es, en efecto, cultural y no técnico.
Claro que hace falta un cambio curricular, y con urgencia. La actual estructura curricular no se sostiene por ningún lado, si no es el del poder corporativo por mantener fragmentaciones y jerarquías disciplinares. Guadalupe Jover lo decía bien claro ante la ministra: «De manera recurrente me he encontrado en los currículos una serie de problemas que si hubiera de sintetizar en tres serían los siguientes: su extensión, su fragmentación y, en muchos casos, su inadecuación”. Pero de esas urgencias hemos hablado y lo seguiremos haciendo en otro momento. La cuestión ahora es el modelo de implementación de un proyecto de cambio. Y en esa cuestión el problema central es si seguimos confiando en una estructura separada o por el contrario buscamos una estructura que unifique y ponga en relación las fuentes de la práctica con la propia práctica. La tradición fundamentada en el modelo tecnológico/tecnocrático separaba y jerarquizaba tres ámbitos de intervención que están presentes en cualquier proyecto de cambio curricular: la investigación educativa, el diseño de curriculum y la profesionalidad docente. Con esa tradición, más que obsoleta, no vamos más allá de lo que le pasaba a aquel maestro que en el cajón de su mesa guardaba el mundo de la retórica administrativa mientras en el aula ocurrían las cosas con las que los protagonistas otorgaban sentido y significado a su práctica.
Es necesario, entonces, un salto hacia la comprensión del problema de la innovación (y de la retórica con que se comunica) como un problema cultural. Y si el problema es cultural, el profesorado (supongo que coincidimos en que es el grupo central de un proyecto de cambio) deberá poder explicitar sus patrones interpretativos que, como todos sabemos, no son únicos, ni lineales. En un recomendable librito de Jean Rudduck titulado Innovación y cambio. El desarrollo de la participación y la comprensión editado por el MCEP en Sevilla, la autora decía: «He propuesto que tratemos de considerar el cambio como un problema cultural y no como un mero problema técnico, y que dejemos de referirnos sólo a la gestión del cambio –expresión que ha dominado durante mucho tiempo el pensamiento y los escritos educativos– y comencemos a hablar, en cambio, del significado del cambio”. Y Jaume Carbonell en su libro La aventura de innovar. El cambio en la escuela da buena cuenta de la complejidad en ese mundo de significados que pone en relación la concepción del conocimiento escolar, los materiales curriculares, la construcción de la democracia en el centro, el compromiso del profesorado, las relaciones con el entorno. Un mundo sobre el que ya hay posiciones tomadas, propuestas no alcanzadas, revisiones y correcciones, viejos y nuevos interrogantes. Referentes que no se pueden ignorar en una nueva propuesta de cambio.
Un currículum, cualquier currículum, con los adjetivos y la retórica que ustedes quieran añadir, cobra verdadero sentido en su realización práctica y podrá obtener legitimidad y justificación pública si ha pasado por un proceso deliberativo que pone en juego, al menos, estas tres cuestiones: que en ese proceso van a cruzarse interpretaciones distintas, que los resultados siempre serán inciertos y que la deliberación saca a la luz el componente ético de toda acción educativa. Por eso, es necesario poner a hablar al profesorado. Darle la palabra. Stenhouse lo diría de otra manera: el desarrollo del curriculum debe ir vinculado a la investigación del profesorado sobre cómo mejorar lo que ocurre en la práctica. Si no hay pregunta, interrogación y comprensión del sentido de la acción no hay mejora sustantiva de la práctica.
Entiendo que no siempre el calendario de la Administración educativa se corresponde con las mejores posibilidades para una buena implementación del cambio curricular y sé muy bien que algunas de las ideas expuestas más arriba entrañan una enorme dificultad. Pero creo que si nos instalamos en la reproducción una vez más del modelo tecnológico no encontraremos cambios significativos en la acción educativa. Los nuevos significados, todos lo sabemos, no se construyen en el vacío. Dar participación reflexiva al profesorado es, por otra parte, una forma de construcción del conocimiento profesional práctico, un diálogo profesional que educa a los y las participantes en un nuevo y renovado saber docente. Este era, por cierto, el sentido con el que en aquel Manifiesto por otra educación en tiempos de crisis: 25 propuestas firmado por el Foro de Sevilla sugeríamos como estrategia de avance: repensar juntos cómo mejoramos y cambiamos lo que tenemos.
Reconozco que vincular la implementación de la reforma curricular a un proceso deliberativo, una praxis, que facilite su comprensión crítica y el cambio creativo no es tarea fácil. Por parte del profesorado, Guadalupe Jover lo decía así a la ministra: “Para que los profes podamos ser verdaderamente artífices de ese tercer momento de concreción curricular que la propia ley nos confiere necesitamos condiciones para hacer bien nuestro trabajo: tiempos, para la reflexión, para la coordinación, para el diseño de esos escenarios de aprendizaje, para la elaboración de materiales didácticos. Y necesitamos grupos más reducidos para sentir que podemos ocuparnos y acompañar como merecen a cada uno de los niños y niñas de los que somos también corresponsables”. Por parte de la Administración educativa creo que facilitaría las cosas la simplificación de la retórica comunicativa y una regulación de lo imprescindible lo más abierta posible para dejar suficiente autonomía para el desarrollo de proyectos curriculares diversos que ejemplifiquen lo mejor del cambio.