El pasado 26 de marzo, el Ministerio de Educación y Formación Profesional (MEFP) dio a conocer —en rueda de prensa virtual— lo que llamó “líneas maestras” del nuevo currículo. Ejes que conducirán el devenir de la Lomloe en una de sus cuestiones nucleares: qué deben o no aprender los alumnos españoles durante la enseñanza obligatoria.
Desde entonces, la comunidad educativa bulle en un apasionado debate sobre cómo se plasmará lo que, por ahora, no es más que una declaración de intenciones. Unos cimientos asentados por siete expertos sobre los que habrá que construir, en un proceso con pormenores aún desconocidos, el edificio curricular en nuestro país.
La ministra Celáa y (en representación del grupo de expertos) César Coll, catedrático de Psicología Evolutiva y de la Educación, situaron en lo más alto la estrella que ha de guiar el camino: el enfoque competencial. Y, desde esta óptica, distinguieron entre aprendizajes esenciales y deseables. Los primeros son la condición sine qua non para que las nuevas generaciones puedan ejercer, frente a los retos del siglo XXI, su condición de ciudadanos. No hay límite para los segundos, más vinculados a la capacidad, interés y motivación de cada alumno.
Coll incidió en la necesidad imperiosa de “renunciar definitivamente a las visiones enciplopédicas” del currículo. Lo cual, dijo, no implica “vaciarlo de contenidos, sino vincular estos a las competencias”. Emergen un buen número de interrogantes sobre qué contenidos (fechas, nombres…) sí ha de conocer el alumno para explorar su propio aprendizaje competencial. La misma noción de competencia admite definiciones bien diversas. Dudas a las que acompaña una certeza: la apuesta española se enmarca en una corriente europea y global.
También parte del grupo de expertos, Javier Valle, profesor de la Universidad Autónoma y director de la Journal of Supranational Policies of Education, sitúa en los años 70 el inicio de este cambio de tendencia frente a la hegemonía anterior del paradigma transmisivo y memorístico. El informe de la Unesco Aprender a ser, de 1972, ya insistía, explica Valle, en que, ante “un contexto de cambio y acumulación de conocimiento sin precedentes, la escuela tenía que dedicar menos tiempo a transmitir información y más a enseñar modos de acceder a ella y transformarla en conocimiento”.
La irrupción de internet décadas más tarde no hizo sino ahondar en ese énfasis por los procedimientos y habilidades. En 2006, la Unión Europea desglosó —en una recomendación a sus estados miembros— ocho competencias clave que los centros debían trabajar especialmente. Solo la lentitud “de un mecanismo tan mastodóntico como es la escuela”, continúa Valle, con estructuras “siempre a remolque de los cambios sociales”, ha impedido que en el día a día lectivo impere hoy otra forma de enseñar y aprender.
Globalización y posmodernidad
Profesora de Educación Comparada en la UNED, María José García Ruiz identifica dos fenómenos que explican la inversión del “paradigma formal” hacia una paulatina hegemonía mundial del “paradigma progresista en los currículos”. Por una parte, la “globalización hace que se uniformen las políticas educativas, con gran importancia de las instancias supranacionales”. Paralelamente, la posmodernidad ha venido a instalar en la escuela sus “ideas de ruptura”, que se manifiestan en el triunfo de la “cultura de lo nuevo y efímero, el relativismo, la rebelión contra la tradición, la discontinuidad”. Así que el diseño curricular se entiende ahora “en un contexto de heterogeneidad y ausencia de jerarquía”.
García Ruiz observa, en especial, un efecto positivo de la primacía competencial: “Se valoran más que antes ámbitos de aplicación como es la formación profesional”. Y denuncia lo que, a su entender, supone el principal reverso negativo: “Se abordan sobre todo problemas de naturaleza cambiante, con visión presentista, relegando a un segundo plano problemas constantes del ser humano, normalmente de tipo humanista”.
Nuestros dos países vecinos, Francia y Portugal, son buenos ejemplos de la apuesta competencial en los currículos del siglo XXI. Una lógica arriesgada, más difusa, en cierta medida incompatible con esa concreción meticulosa de los temarios repletos de contenidos que todos los alumnos, sin excepción, han de aprender. Y en la que se reproduce el concepto de mínimo común denominador irrenunciable para cualquier estudiante, sin importar su procedencia o capacidades.
Francia instauró, durante el gobierno de Nicolas Sarkozy, su socle commun de connaisances, compétences et culture. Un zócalo compartido sobre el que cada alumno puede, hasta cierto punto, ir erigiendo su propio proyecto educativo hasta los 16 años. Antonio Bolívar, catedrático de Didáctica y Organización Escolar de la Universidad de Granada (otro de los expertos convocados por el Ministerio) cita a François Dubet para resumir la idea de justicia escolar que en él subyace: “No es tanto lo que todos deben saber sino lo que nadie puede ignorar”. Bolívar desmiente a aquellos que acusan al Ministerio de pretender igualar por abajo, ya que la propuesta sobre la que está trabajando “no impide a ningún alumno aspirar a lo máximo, pero sí garantiza unos saberes imprescindibles para insertarse” en el mundo adulto.
El catedrático de la Universidad de Granada recuerda que el socle commun francés fue, en su momento, “muy discutido”. Estuvo durante años sujeto a un constante proceso de “experimentación y reformulación”, aunque ahora cuenta con un amplio consenso. También en Portugal ha costado traducir su perfil de salida al acabar la enseñanza obligatoria en “asignaturas concretas y en una nueva didáctica, que los profesores van asimilando poco a poco”, continúa Bolivar. Valle añade que el cambio en el país luso “ha venido acompañado de una apuesta decidida por la formación del profesorado”. Y es que, como señala Bolívar, muchos centros y profesores portugueses no supieron, al principio, “qué hacer con el 25% de currículo” que ahora les corresponde por ley.
Núcleos de resistencia
Estabilidad normativa —con un quorum sobre lo esencial— y un alto grado de autonomía para los centros suele ser la fórmula del éxito allí donde más se profundiza en la vía competencial. Es lo que ocurre en Finlandia, explica Valle, quien no obstante insiste en que España, “socioculturalmente mucho más heterogénea, no es comparable” al país escandinavo, y que no hay un “modelo único” extrapolable. El MEFP también se está fijando con especial detenimiento en lo que han hecho Escocia, Ontario o Estonia.
En realidad, no es tan novedoso el interés por fijar desde arriba unas competencias básicas que todo estudiante debe dominar. Ya en 1921, explica García Ruiz, Inglaterra articuló su currículo nacional en torno a tres objetivos: lectura, escritura y cálculo. La profesora de la UNED también matiza que la gran ola competencial está encontrando algunos núcleos de resistencia, por ejemplo, Alemania. Un país, estima, “educativamente conservador, seguro de sí mismo respecto a la idoneidad de su sistema para responder a las necesidades socioeconómicas”. Ante el afán comprensivo e igualitario de zócalos y perfiles de salida, el país germano mantiene firme su estructura segregadora por vías académicas y profesionales desde edades tempranas. Y los distintos currículos asociados a cada una.
Muchos dudan que España pueda lograr un pacto de estado que otorgue continuidad a su currículo general. Y que impida que las CCAA desvirtúen el foco contextual inherente a las competencias, llenando hasta los topes su cuota curricular del 40 o el 50%. Es decir, sin apenas conceder margen de maniobra a las escuelas. Valle es partidario de crear una “agencia curricular, consultiva o prescriptiva, con representación de las administraciones y de la sociedad civil”, un poco a imagen y semejanza del Consejo Escolar del Estado. García Ruiz, por su parte, señala una dificultad añadida: “Las famosas dos Españas también existen educación”. Y aunque Valle entiende que “en todos los países cuecen habas”, admite que el momento actual es de “especial polarización”, y que “alcanzar un acuerdo mediante el diálogo será una prueba de madurez democrática”.