El 30 de abril se celebró en México el Día del Niño. Su origen data de 1924, cuando se aprobó la Declaración de Ginebra sobre los Derechos del Niño, y así lo decretó el presidente de la República, Álvaro Obregón.
Será el segundo año que millones de niñas y niños mexicanos lo vivan en confinamiento, al cumplirse 400 días con las 260 mil escuelas cerradas, en una reapertura gradual que apenas comenzó el 19 de abril en 137 escuelas del peninsular estado de Campeche.
Antes de la pandemia la fecha era especial: las escuelas organizaban festivales, hacían pequeños regalos a los infantes y convertían la semana en una de las más emotivas, porque a la rutina se agregaban actividades lúdicas.
Las consecuencias del cierre de las aulas empiezan a apreciarse en distintos ámbitos. La primera medición oficial del impacto de la pandemia es una encuesta del Instituto Nacional de Estadística y Geografía, que muestra la escalofriante cifra de 5.2 millones de personas de 3 a 29 años de edad no inscritas al ciclo escolar 2020-2021.
La radiografía es habitual en el paisaje educativo mexicano: de acuerdo con los propios datos del gobierno federal sólo 24 de cada cien niños que comenzaron el ciclo 2001-2002 terminaron sus estudios universitarios en el ciclo 2017-2018, mientras que ocho de cada cien no pudieron concluir estudios primarios y 24 fueron expulsados de la enseñanza media superior (15-17 años).
El abandono escolar es una de las marcas funestas de un sistema escolar ineficiente, injusto e insensible, que la pandemia refinó en los mecanismos excluyentes.
Junto al abandono escolar millonario, se advierten pérdidas en el logro de aprendizajes, ante las disimiles condiciones en que vivieron el confinamiento pedagógico los estudiantes: un sector minoritario permanentemente conectado, especialmente en escuelas urbanas y colegios privados; una mayoritaria proporción que se conectaba irregularmente y pocas horas a la semana, o se sentaba ante el televisor (donde existían aparatos y señales) a observar los programas de la estrategia nacional Aprende en casa, montada primero sobre Google y YouTube y posteriormente sobre poderosas empresas televisivas. En el cabús, otro porcentaje nada desdeñable de niños y jóvenes se borraron del mapa y para los cuales habrá que emprender la más extraordinaria hazaña de regresarlos a las aulas con medidas sociales y pedagógicas.
Esa indeseable estratificación expresa las inequidades de una sociedad lastrada por injusticias sempiternas, cuyos efectos reventaron en el corazón de las escuelas, condicionando las posibilidades del aprendizaje, y cuyo saldo fueron los peores resultados entre los más pobres; niñas e indígenas, a la cabeza.
La pandemia constituye un formidable obstáculo para avanzar en la consumación de los derechos de la infancia, no sólo a la educación, salud y alimentación, sino también a los de participar, ser escuchados e incluidos. Desde visiones adultocéntricas, los infantes, como los maestros, en menor grado, no fueron escuchados por las autoridades escolares y educativas.
Por supuesto, en el balance podemos encontrar lecciones positivas: revaloraciones del trabajo colegiado, vinculación familia-escuela y relevancia social de los centros escolares y del oficio docente.
Sigue pendiente conocer qué aprendieron las autoridades educativas para traducirlo en políticas, programas y presupuestos que reviertan problemas y encaren desafíos con atingencia. Todavía falta información para mejores juicios, pero aparece como urgente la necesidad de replantear el currículum, al que la pandemia encontró obeso de contenidos pero deficitario en las conexiones de las materias y áreas formativas con la realidad, de tal suerte que fuera posible su articulación y potenciar un aprendizaje significativo de la Historia, Geografía, el método científico, Biología o Química, por citar algunas.
Aunque no hemos pasado la pandemia, las autoridades, que han reaccionado tarde y con torpeza, tienen que abrir los ojos y oídos al máximo, para escuchar todas las voces y escudriñar el paisaje en busca de comprender lo sucedido, diagnosticarlo, luego, diseñar políticas en una doble dimensión: para restaurar daños materiales e intangibles y para perfilar el sistema educativo de cara a la mitad del siglo. No es fácil, porque las políticas en un país de tradición autoritaria y espontaneísta pretenden reiventarse con los signos ideológicos de los gobiernos, como también sucede en España y en países latinoamericanos.
Ser niño en tiempos de pandemia tiene distintos significados: enclaustramiento; postración frente a los aparatos televisivos o pantallas de computadora, en muchos casos, ante teléfonos móviles; tareas escolares más o menos sensatas, aburrimiento; pero no la parte más emocionante de la vida pedagógica: relaciones con los amigos, juegos en patios de recreo, encuentros personales y el abrazo de las maestras.
Ser niño en tiempos de pandemia significó, para cientos de miles, despedirse de la infancia, de los juegos y juguetes escasos, para empezar a convertirse en hombrecito y mujercita, empeñando los años y fuerzas infantiles a cambio de unos pesos. Para otros, acentuó la convivencia dolorosa con los violentadores que habitan el mismo techo.
Ojalá la experiencia de la infancia en estos meses fuera sólo un sueño febril y no el adiós a las ilusiones de una carrera o una vida distinta. Ojalá en 2022 todos los niños y niñas, de nuevo, festejen el 30 de abril en sus escuelas.