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No hay discusión. La evidencia empírica de los últimos años es abrumadora. A estas alturas, cualquier académico o responsable político relacionado con la educación sabe que España tiene niveles de segregación escolar por origen socioeconómico muy elevados, particularmente en algunas regiones como Madrid. Y también sabe que la concentración de alumnado vulnerable en los centros perjudica decisivamente sus oportunidades de aprendizaje. Es decir, estamos distribuyendo al alumnado de manera que el más necesitado se educa en los contextos escolares más difíciles. Sabemos, así, que la capacidad de nuestro sistema para garantizar el derecho a la educación está carcomida por la base.
Hasta el momento, las medidas para combatir la segregación se han centrado, sobre todo, en intervenir en el modo en que las familias eligen escuela o instituto: cambiar la zonificación, modificar los baremos para solicitar centro o mejorar la información sobre la oferta educativa, entre otros. Sin embargo, la investigación en este campo refleja que ese tipo de medidas tiene una eficacia muy limitada y que son necesarias reformas sistémicas más profundas. A mi juicio, estas reformas deberían garantizar, como mínimo, cuatro elementos: (1) una oferta compuesta exclusivamente por centros públicos y concertados con recursos adecuados y que no establezcan barreras económicas, sociales o académicas al alumnado; (2) una financiación pública suficiente únicamente para aquellas escuelas privadas que cumplan con los objetivos del sistema (entre otros, que no tengan ánimo de lucro, que no segreguen por sexo, origen socioeconómico o nivel académico, y que no impongan una ideología religiosa); (3) una fiscalización rigurosa de los centros públicos y concertados, con retirada del concierto cuando sea preciso; y (4) la posibilidad de acudir a un centro de titularidad pública en todo el territorio y para todo el alumnado. Dicho de otro modo, si queremos eliminar aquellos contextos escolares que agrandan las desigualdades preexistentes no hay otro camino que transformar los cimientos del sistema, es decir, la oferta educativa pública, para que responda a los fines que justifican su propia existencia.
Este abordaje implica huir de la idea de que las familias deben competir por los centros, alimentada por la falacia de que es posible hacerlo en igualdad de condiciones. Y también exige negar que esta competición desigual e injusta se parece en algo al ideal de libertad, porque no puede haber libertad si la estructura de elección afecta gravemente a la infancia más vulnerable. Es necesario eliminar la propia competición para que nadie pierda en ella, y rechazar una imagen deformada de la libertad que conduce a aplicar políticas estériles contra la segregación. El sistema debe garantizar que las características de nuestros centros previenen la exclusión y la inequidad educativas. El ordenamiento jurídico español es claro al respecto: el derecho a la educación está por encima del supuesto derecho de los padres a elegir un centro determinado. Las políticas deben ser inequívocamente coherentes con esta jerarquía de derechos.
Si somos conscientes del problema, conocemos la ley y sabemos cómo se combate eficazmente la segregación, ¿por qué toleramos esta situación? ¿Por qué la abordamos, en el mejor de los casos, con medidas cosméticas que apenas cambian la estructura de desigualdades? Sencillamente, porque quien diseña el sistema educativo no vive sus efectos. No es posible entender la discriminación de los demás desde una posición de privilegio, como tampoco es posible comprender el dolor de la enfermedad desde una situación de plenitud física. Al mismo tiempo, la experiencia de ser excluido de forma sistemática conduce a aceptar, inconsciente y sutilmente, que esa posición social devaluada es merecida. Y a la inversa: la vivencia del privilegio inocula el convencimiento de que nos pertenece de forma natural.
A veces juego a imaginar un escenario imposible en el que los hijos de las familias más acomodadas de nuestro país, un buen día, acudieran a sus colegios y se encontraran en sus clases con un 80% de alumnado vulnerable y con los recursos que, habitualmente, ofrece la educación pública. Un escenario en el que los privilegiados vivieran en primera persona la discriminación y sintieran que los perdedores de la competición educativa pueden ser sus hijos. Caben pocas dudas de que se tomarían medidas drásticas. Y es que toleramos la injusticia porque no la sentimos en nuestra piel. Esa empatía es el principal elemento que nutre los derechos de toda la ciudadanía, pero no se construye sola. Se funda sobre la convivencia de personas de orígenes y características diferentes, tanto en la escuela como fuera de ella. Una convivencia que solo es posible si se ponen las bases legales, materiales y organizativas que combatan eficazmente la segregación, y que es condición indispensable para acercarnos a una sociedad y un sistema educativo verdaderamente justos y democráticos.