Somos una Fundación que ejercemos el periodismo en abierto, sin muros de pago. Pero no podemos hacerlo solos, como explicamos en este editorial.
¡Clica aquí y ayúdanos!
El gran drama que está por llegar, presente en sus primeras expresiones, tiene que ver, por supuesto, con las graves condiciones materiales de la vida de las mayorías. Pero también tiene que ver con los efectos en dos grandes aspectos: las condiciones emocionales y las condiciones relacionales. Estas dos caras del drama se relacionan con lo que podemos y debemos convertir en tarea pedagógica, ética y política.
Lo que se nos viene, por las circunstancias de confinamiento, reducción de las dinámicas vitales, los temores presentes, los duelos no resueltos, la violencia, es un cúmulo desenfrenado de emociones y sentimientos que tendremos que aprender a gestionar. Primero como personas, como miembros de una comunidad familiar y social. Como hombres y mujeres dedicadas a propiciar el ejercicio de la educación, luego nos interpela la responsabilidad de construir entornos emocionalmente sanos, esos en los que la expresión y el compartir son puntos de partida para la comprensión de lo que estamos sintiendo y viviendo.
Pero hoy también tenemos enfrente, estemos como estemos, en el país o sociedad que vivamos, la profunda exigencia ética y política de tratar de comprender, sentir y actuar frente a las rupturas relacionales, la pérdida de los hábitos de convivencia, de encuentro con el otro u otra. Se trata de un esfuerzo inédito. Con el confinamiento obligatorio, los retornos largos a cierta normalidad, los temores permanentes al contagio, el tiempo que pasó sin vinculaciones, con la costumbre y la habituación a pantallas más que a la cercanía sensual con los demás, tenemos un verdadero escenario de esfuerzos para revalorar y resignificar las interacciones humanas. Recuperar el gusto, la fascinación y el sentido de nuestras vinculaciones físicas y afectivas con los demás, no solo representa una urgente necesidad emocional, sino una profunda urgencia ciudadana. ¿Acostumbrarnos a no estar con los demás, puede afectar nuestras capacidades y compromisos políticos, organizativos y colectivos? Creo que sí. Empezamos a presenciarlo en la realidad prepandémica, caracterizada por el abandono del encuentro con el otro privilegiando el encuentro con los dispositivos. Por ejemplo, jugar con la consola empezó a ser más interesante que jugar en las calles con los pares.
Este desafío nos grita a todo pulmón que necesitamos fortalecernos, esforzarnos, asumirnos como seres socioafectivos. Vivimos en una sociedad que necesita retomar sus lazos, reconfigurar sus relaciones, retomar sus compromisos a favor de una vida dinámica, activa, pasional por las cosas que a todos nos afectan. Es decir, por el sentido comunitario de la vida. Necesitamos educar(nos) para la comprensión profunda de nuestras emociones y sentimientos en estos momentos de una pandemia que todavía está entre nosotros, que todavía nos afecta y nos atemoriza (al menos, en algunos países que no se ve claramente la luz al final del túnel).
Todo esto significa que, antes que educadores y educadoras, necesitamos sentirnos personas. Es decir, asumir que sentimos miedos e incertidumbres por el presente y por el futuro, que hemos tenido dolores y penas, que hemos conocido de cerca el dolor y la angustia. En la medida que nos aprendemos todo esto desde nosotros mismos, en esa medida podremos ser agentes de enseñanza y aprendizaje para los demás.
Nuestra tarea frente al gran drama es la de vivir, sentir y compartir con nuestros estudiantes que podremos salir de esta pesadilla global, poco a poco, en la medida que nos hacemos emocionalmente más sanos, y socialmente más comprometidos. ¡Enorme desafío educativo!