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Vivimos a la defensiva. Como ha explicado Zygmunt Bauman (2017), vivimos en el tiempo de las retrotopías; un tiempo donde la esperanza en el futuro se ha desplazado hacia la nostalgia de un pasado idealizado. El futuro ya no sirve como fuerza para movilizar la construcción de horizontes, personales y sociales, más justos y emancipadores. Por el contrario, se nos presenta como una fuerza aterradora que amenaza nuestras vidas en un camino irreversible hacia el colapso y la calamidad. Nos resulta más fácil aceptar la idea de que no existen alternativas, o buscarlas en el pasado, que imaginar nuevos escenarios susceptibles de ser explorados para la construcción de un futuro más habitable y digno para la especie humana en nuestro planeta.
Como explica Marina Garcés (2017), en su breve pero penetrante ensayo Nueva ilustración radical, esta condición “póstuma”, apocalíptica, ha propiciado una poderosa reacción antiilustrada que se manifiesta en nuevos autoritarismos políticos, repliegues identitarios conservadores y, especialmente, una sociedad “crédulamente sobreinformada” que cree en aquello que más le conviene en cada momento. Una situación que, para Garcés (2017), arroja un nuevo problema: “No basta con tener acceso al conocimiento disponible de nuestro tiempo, sino que lo importante es que podamos relacionarnos con él de manera que contribuya a transfórmanos a nosotros y a nuestro mundo a mejor. Si lo sabemos potencialmente todo, pero no podemos nada, ¿de qué sirve este conocimiento?” (p.45). Una pregunta radical que no debería pasar desapercibida en el debate pedagógico de nuestro tiempo.
Precisamente, considero que la pregunta pedagógica radical de nuestro tiempo es aquella que se refiere al lugar del conocimiento en la educación pública. Desde mi punto de vista, especialmente desde la entrada en vigor de la LOMLOE, este debate ha despertado muchas pasiones en lo que parece encaminarse hacia una polarización poco fructífera. La respuesta a esta pregunta se ha planteado desde dos posturas que, aunque aparentemente antagónicas, coinciden en este carácter póstumo caracterizado por la negación de utopías de futuro. Por una parte, encontramos aquella postura tecnocrática (curriculum por competencias) que deriva de los postulados de un capitalismo cognitivo que busca la adaptación del ser humano a un futuro sin mayor horizonte que la incertidumbre; en la que el aprender se ha sustituido por el emprender. Por otra, la reacción nostálgica de una vuelta al pasado, a lo básico, a la exigencia de más “conocimientos” que nos salven de la catástrofe que se nos avecina (curriculum academicista). Como vemos, en ambas posturas descubrimos su incapacidad a la hora de imaginar una alternativa curricular que nos permita proyectar un futuro alternativo.
En mi opinión, esta (falsa) dicotomía curricular no sirve para arrojar luz a la difícil tarea de transformar nuestro sistema educativo para garantizar el derecho de todo el alumnado a una educación emancipadora. Una educación que les permita ir construyendo su identidad con autonomía y les dote de herramientas culturales que les posibilite imaginar, pensar y actuar en forma crítica para construir un futuro que merezca la pena ser vivido en común. Por otra parte, pienso que ambas posturas acaban por coincidir en invertir la relación medios/fines del curriculum; haciendo de las competencias, en un caso, o de los contenidos, por otro, un fin en sí mismo, en lugar de medios o recursos para alcanzar horizontes educativos más amplios.
Dado que recientemente dediqué una mirada al curriculum por competencias, me centraré en el curriculum academicista como la otra cara de la moneda en este debate sobre las finalidades de la educación pública. Un debate que, por otra parte, no es nuevo, aunque sí más necesario que nunca. Podría decirse que esta controversia relativa a la naturaleza del curriculum surge con la propia constitución del campo del curriculum, como una asignación administrativa, para organizar la escolarización en los primeros años del siglo XX. El debate adquirió un marcado interés técnico a partir de la publicación de The Curriculum, escrito por Bobbitt (1918), se desarrolló con el trabajo de Tyler (1949) sobre Los principios básicos del curriculum, hasta que entró en crisis con el denominado movimiento de reconceptualización del curriculum y las críticas de lo que se consideró la Nueva Sociología de la Educación.
En lo que respecta a la relación entre cultura y educación, Lawrence Stenhouse (1997) fue uno de los teóricos del curriculum que con más claridad profundizó en las controversias que, a raíz de los cambios políticos, sociales y culturales, afectaban a la escolarización de su tiempo. En este sentido, afirmaba que la escuela había dejado de ser un lugar exclusivamente centrado en la alfabetización o el aprendizaje de materias académicas y, cada vez más, resultaba necesario que la educación ampliara su cometido hacia problemas sociales y morales. Sin embargo, para Stenhouse (1997), una de las principales limitaciones era que el profesorado seguía siendo un producto de la educación secundaria que, a menudo, debía su movilidad social ascendente a su valor intelectual; una situación que con frecuencia ocasionaba que el profesorado se lamentara de las tareas “no intelectuales” que se les encargaba en la educación del alumnado.
En cualquier caso, para Stenhouse (1997), la disputa entre los puntos de vista “tradicional” y “progresista” en educación, aunque frecuentemente se manifiesta en relación con desacuerdos metodológicos, en realidad, se trata de una colisión relativa a los valores. La cuestión no podía resolverse mediante la experimentación empírica, ya que son los valores del profesorado los que determinan sus metas. En este mismo sentido, se expresaba Paulo Freire (1987), de forma más contundente, cuando afirmaba que “otra diferenciación en el papel del educador remite al propio camino de aproximación al contenido, al método de trabajo, al método de conocer. Está claro que un educador reaccionario opera metodológicamente en forma diferente que un educador revolucionario” (p.121).
Precisamente, como ha señalado Lundgren (2015), es en el encuentro entre curriculum y didáctica donde se forma el proceso de enseñanza y aprendizaje, se define la teoría del curriculum y se manifiestan los valores que subyacen a cada propuesta. Es lógico, por tanto, que sea en este encuentro donde con frecuencia se explicitan los debates relativos al sentido y finalidades de la educación pública. Para intentar ilustrarlo con claridad, y para no alargar mucho más esta breve reflexión, recurriré a un ejemplo (podrían ser muchos más) que recientemente planteaba Martínez Bonafé (2021) relativo a la relación medios/fines en el debate sobre el curriculum. Desde su punto de vista:
Saber que las monocotiledóneas son una clase de plantas angiospermas de hojas con nervios longitudinales, el embrión de las cuales tiene un solo cotiledón, como el lirio y la palmera, puede ser importante en sí mismo. Pero aquí la cuestión es si esta clasificación botánica de las plantas y la manera en que se estructura y presenta para su aprendizaje acerca al niño o a la niña a una comprensión global, compleja, científica y transformadora de la relación entre su vida y la naturaleza. (p.36)
En definitiva, necesitamos un nuevo curriculum radical que posibilite una nueva ilustración radical. Un curriculum que nos permita volver a proyectar utopías de futuro, donde no todo se piense, sienta y realice desde la emergencia de un mundo en crisis. La educación debería ser mucho más que un instrumento de adaptación a un entorno hostil. Hacernos mejores a través de la educación, mediante un saber más amplio y diverso, que no se agote en la transmisión de contenidos curriculares, que nos permita construir una practica pedagógica emancipadora para transitar hacia horizontes de convivencia en común. ¿Acaso no debería ser esta la finalidad de la educación? Aprender a vivir en común en sociedades diversas (López Melero, 2012).
Espero que esta aproximación enriquezca un debate que considero valioso y necesario. Por supuesto, se trata de un análisis en construcción, una aproximación incompleta, sobre un problema que necesita de una mayor atención, reflexión crítica y responsabilidad pedagógica por nuestra parte.
Referencias
Bauman, Z. (2017). Retrotopías. Paídos.
Freire, P. (1987). Pedagogía: diálogo y conflicto. Ediciones Cinco.
Garcés, M. (2017). Nueva ilustración radical. Anagrama.
López Melero, M. (2012). La escuela inclusiva: una oportunidad para humanizarnos. Revista Interuniversitaria de Formación del Profesorado, 26(2),131-160.
Lundgren, U. P. (2015). What’s in a name? That which we call a crisis? A commentary on Michael Young’s article ‘Overcoming the crisis in curriculum theory’. Journal of Curriculum Studies, 47(6), 787-801.
Martínez Bonafé, J. (2021). El currículum debe someterse al debate. En S. López de Maturana (Comp.), Círculos pedagógicos, 35-41. Nueva Mirada.
Stenhouse, L. (1997). Cultura y Educación. Kikiriki.