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Hace unas semanas que celebramos las evaluaciones cero o iniciales en el centro. Fue una semana prácticamente completa de reuniones encadenadas, entre las 4.30 de la tarde y las 9 de la noche. No he estado presente en las 30 reuniones, claro: las tres personas que formamos jefatura de estudios nos distribuimos las sesiones, teniendo en cuenta el nivel o si impartimos o no clase a ese grupo en nuestras respectivas materias. De toda la información ofrecida en esos encuentros toma nota tanto jefatura de estudios como el departamento de orientación que, además, aporta su conocimiento sobre el alumnado con algún tipo de dificultad, sea del tipo que sea. Durante estas reuniones, cada docente ofrece su visión acerca de cada estudiante; a veces, basadas en unas pruebas que en mi departamento reconocemos anualmente menos significativas que el anterior.
Independientemente de que el comentario de «preguntar contenidos del curso anterior es inútil; ha pasado todo el verano y no se acuerdan de nada», vertido probablemente en la práctica totalidad de los departamentos, sea digno de otra reflexión (que debería ser larga, profunda y analítica), el alumnado se enfrenta a estas pruebas con desgana: saben que, en general, no repercutirán en sus calificaciones, así que para qué darle vueltas a si esto es pretérito perfecto simple, pretérito imperfecto o presente simple (a pesar de estar completando una prueba de Lengua castellana y Literatura, se empeñan en que ese es el nombre de nuestro presente; como en inglés. De paso, aprovecho para reconocer que también a esto de la nomenclatura verbal española habría que seguir dándole vueltas).
Si la materia es Lengua, Matemáticas o Inglés, resulta más fácil conocer a las criaturas, porque impartimos muchas horas de clase a cada grupo y porque, además, eso implica que tenemos menos estudiantes. Pero si se es docente en otras materias que cuentan con una o dos sesiones semanales por grupo, la cosa se complica. El resultado es que, generalmente, somos quienes impartimos esas asignaturas cuyo horario es más amplio los que podemos aportar una visión menos difusa de cada estudiante. Es obvio que siempre será una visión reducida; en ocasiones lastrada por la experiencia de cursos anteriores en los que impartimos clase al sujeto (¿en este caso objeto?) en cuestión. El equipo docente suele coincidir prácticamente en bloque en las apreciaciones, que son académicas, actitudinales, personales… Sin embargo, es verdaderamente sorprendente una constante en los comentarios: ciertos juicios están indefectiblemente asociados al género.
Hay una alumna ejemplar. Resultados brillantes, comportamiento exquisito. Se comenta sobre ella que tiene un cuaderno primoroso, que cuida muchísimo de X, diagnosticado (o diagnosticada) como TEA y de quien está pendiente. Se dice de esta alumna ejemplar que es muy «hormiguita».
Del alumno ejemplar, con resultados brillantes y comportamiento exquisito, se dice que sus aportaciones en clase son verdaderamente enriquecedoras. Que es el más inteligente de la clase, con diferencia. Que podrá hacer lo que quiera. He revisado mis notas: ni una sola vez se aplicó el calificativo de «hormiguita» a un alumno; en su lugar, anoto en el excel, comentarios como «trabaja bien» o «lleva las tareas al día».
El diminutivo no es casual. Imaginemos que pedimos a cualquiera que describa cómo es una «hormiguita»; ni siquiera una «hormiga»; una «hormiguita». Parece que una hormiga se nos queda grande a las mujeres de cualquier edad. Se podrá decir de ella, de la «hormiguita», que es hacendosa, constante, trabajadora… y débil; insignificante, perfectamente aplastable con un pisotón. Total, si una hormiguita nos falta, habrá millones de hormiguitas para ocupar su lugar. Nuestro lenguaje, ya lo sabemos, configura nuestro mundo; y configuramos el mundo a través de nuestro lenguaje. Desde hoy, consideraré una ofensa llamar «hormiguita» a ninguna (o ningún; no he podido constatar ese caso) estudiante.
El fin de semana pasado estuve comiendo con una compañera que fue destinada a mi centro hace un par de cursos. Me decía que su hermano mayor disfrutaba de una inteligencia envidiable; algo que la familia sabía desde que era un crío, del mismo modo que ella siempre fue trabajadora (de hecho, mi compañera cursó su carrera mientras trabajaba), que todo lo que ella había obtenido había sido con muchísimo esfuerzo y sacrificio. «Yo me sé la música de esa canción, querida», fue mi respuesta. Se ve que en mi casa, como en la suya, ¿como prácticamente en todas?, el hermano siempre ha sido el inteligente y la hermana, la trabajadora. La cigarra y la hormiga. Es más, tal y como decía Santa, el personaje de Javier Bardem en Los lunes al sol, si la hormiga no deja entrar a la cigarra en pleno invierno, es una hija de puta. Me pregunto si se pensaría lo mismo de la niña-hormiguita que no presta sus deberes de Latín en el instituto para que la cigarra los copie (historia basada en mil veces hechos reales). Sí, yo también fui una hormiguita hija de puta. Probablemente, sí; y, perdóneme la franqueza, a mucha honra. Bastante tenía con pelear contra una sociedad que me anulaba (ahora sé ponerle nombre a todo aquello) como para echarle una mano a la cigarra caradura de turno.
«Aquí lo que no dice es por qué unos nacen cigarra y otros, hormiga», se indigna Santa en esa gloriosa escena. El hecho es que en este caso, las cigarras y las hormigas no nacen, se hacen; nos hacen. Y estamos perpetuando un modelo que nos conforma con un terrible sesgo cada vez que reforzamos esa cualidad en las mujeres estudiantes frente a la inteligencia, supongo que innata, de los hombres. Ni una sola niña, entre las 258 personas de las que se habló, fue calificada como «inteligente», «capaz» ni nada parecido. Tampoco fueron muchos los chicos, pero lo relevante es que, cuando se utilizaron esos términos, siempre se referían a niños.
A las mujeres, desde crías, se nos presupone el papel de cuidadoras y trabajadoras abnegadas; parece que eso es lo mejor que se puede decir de nosotras. Así, llegamos a naturalizar que en un grupo, las alumnas, en una apabullante inferioridad numérica, no participan simplemente porque son tímidas. A pesar de los comentarios de algunas profesoras de este grupo durante la sesión de evaluación inicial de esta clase desproporcionadamente masculina sobre el tufillo a testosterona («a Varón Dandy», apostillo yo, como jefajunta de estudios), en general, el equipo docente no ve que haya ningún tipo de presión de grupo. En cambio, son sorprendentemente participativos los alumnos de la asignatura de Teatro de 4.º de la ESO, donde hay un 88% de alumnas matriculadas; o los de Francés de 2.º de la ESO, con un 77% de alumnas. La única queja de la profesora, en este sentido, es que es más difícil trabajar las destrezas orales en lo tocante al género gramatical. Son tímidas, eso sí, las alumnas de Deporte de 4.º de ESO, que representan un 25%, o las mujeres (son alumnas, son mujeres) de las que hablaba más arriba. Tímidas. No sometidas, juzgadas, observadas, insignificantes, aplastables como hormiguitas. Tímidas. También llevan a Educación Física o a Deporte ropa exageradamente ancha; y se recuecen al borde del colapso por no quitarse la sudadera y ofrecer su cuerpo al juicio porque son tímidas.
Tengo la sensación de que el sesgo va más allá. He analizado los porcentajes de género en las diferentes optativas, que me parecen mucho más sutiles que el tradicional «Ciencias o Letras». No es fácil la lectura, porque entran en juego muchas variantes: quién impartirá la materia, si es nueva en el centro, qué se considera útil o prestigioso… Por ejemplo, en la asignatura de Cultura Clásica de 3.º de ESO hay solo un 17% de alumnas, lo cual es sorprendente comparando la matrícula de cursos pasados. Aunque no podría demostrarlo, creo que quizá los chicos están colonizando algunos espacios considerados tradicionalmente femeninos, pero no ocurre tanto al contrario.
Preguntados por los motivos, los alumnos de Cultura clásica manifiestan haberla elegido porque les resulta interesante. En cierto sentido, es esperanzador comprobar que hay un cierto trasvase de intereses, al menos en lo que respecta a las Humanidades, pero es necesario que ese trasvase se produzca también a la inversa; que pasemos de ser «mujeres-hormiguita» a ser «mujeres-hormiguero». Que nos grabemos a fuego que «sola no puedes; con amigas, sí». Que nos creamos, las alumnas y las profesoras, que nuestra inteligencia también brilla, que también tenemos aportaciones interesantes (nos cansamos y dejamos de aportar, porque son demasiadas las veces en que no se tienen en cuenta), que los cuidados no pueden ser una labor exclusivamente femenina. No creo que la mejor idea sea nombrar una reina, sino más bien quitarle el diminutivo al calificativo.