Clara vuelve al despacho de jefatura. Se asoma retorciéndose las manos y me dice en voz baja:
— Profe, me estoy agobiando. ¿Puedes llamar a mi casa?
— Claro. Ahora mismo llamamos. No te preocupes; tranquila. ¿Llamo a Julia o a Daniel?
Casi siempre es Daniel quien viene a recoger a su hija; aunque Julia ha pedido una excedencia para cuidarla. Clara está matriculada en 1.º de ESO, y es una de las 14 personas que actualmente tiene abierto en el centro un protocolo ACSA. Se trata de un protocolo para la prevención del suicidio que se pone en marcha ante la sospecha (o, casi siempre, la certeza) de que el o la estudiante puede poner en riesgo su vida. Son criaturas que, en muchas ocasiones, ya han mostrado algún comportamiento autolítico o, incluso, han intentado suicidarse. Dos docentes se encargan de su observación diaria, para detectar cualquier cambio de actitud, cualquier marca, cualquier herida. La información se registra diariamente para que pueda ser compartida por los dos observadores, el tutor o tutora, Jefatura y el Departamento de Orientación, que ha ofrecido instrucciones sobre en qué debemos fijarnos: «Pueden estar aparentemente más felices; cuidado, porque puede significar que ya han tomado la decisión»; «Ojo con las despedidas»; «Si notáis, pongamos por caso, que empiezan a regalar sus pertenencias, hay que dar la voz de alarma». El personal de control también está sobre aviso, y se han celebrado reuniones informativas para todo el claustro sin precisar nombres ni otros datos: «Si veis que algún alumno o alumna entra al baño y tarda en salir, por ejemplo, durante el recreo»; «Si detectáis que se ha escondido en un baño o en un aula vacía, avisáis inmediatamente a Jefatura de estudios o a Orientación. Si es algo más serio (si veis que se está autolesionando: arrancándose el pelo, golpeándose, cortándose…) Jefatura llamará al Samur inmediatamente. Entre tanto, avisad a cualquier miembro del departamento de Orientación o del Equipo Directivo».
Clara viene muy poco al instituto. Los ingresos (hospitalarios o domiciliarios), la medicación y las crisis que suele sufrir por las noches, y que la dejan absolutamente agotada, imposibilitan que la niña tenga una escolarización normalizada. El servicio de psiquiatría infantil que la trata se ha puesto en contacto con el centro, y nos ha facilitado un número de teléfono por si tuviéramos alguna duda. Nos dicen que Clara irá acudiendo poco a poco a clase; que les preocupa su socialización. Asiste, siempre que puede, al recreo y a la sesión previa o posterior a este. La decisión, consensuada con la propia alumna, busca que pueda participar en las actividades de nuestros «Patios inclusivos», un espacio donde cualquier alumno o alumna (no necesariamente con dificultades de socialización) juega al ajedrez, a Quién es quién o a cualquier otra cosa. A Clara le encanta el ajedrez, así que la idea de poder relacionarse con sus iguales a través de él le hizo ilusión. A pesar de que su grupo es cariñoso y acogedor, es complicado mantener relaciones estables con el resto de sus compañeros, por la discontinuidad con la que asiste a clase. Por otra parte, le preocupa mucho perder el curso, lo que le genera aún mayor ansiedad. Es una criatura dulce, cariñosa, empática y extraordinariamente inteligente. Clara sabe que, cuando «se agobia», debe acudir a mi despacho, que es el lugar seguro que se ha determinado para ella: cada estudiante bajo protocolo ACSA dispone de uno. En caso de que no encontrar en ese momento al jefe de estudios de referencia, puede recurrir a cualquiera de los otros dos. También saben que tienen una orientadora de referencia, y que si no está en su despacho, pueden acudir a cualquier miembro del departamento de Orientación o, incluso, a Dirección.
Daniel, con una lesión de espalda consecuencia de la contención que casi a diario debe realizar cuando su hija sufre una crisis, me contaba el otro día que habían abierto una planta de psiquiatría escolar en un gran hospital de Madrid. Y que al día siguiente, ya estaba llena. Es decir: la abrieron porque había suficientes menores que necesitaban ya la hospitalización. Cada quince días mantenemos una reunión con la familia de Clara, para poner en común cómo evoluciona. La actitud de Julia y Daniel es verdaderamente conmovedora; son unos padres excelentes. Daniel estaba cursando una carrera en la UNED, pero se ha pasado a Psicología, porque necesita entender el sufrimiento de su hija; qué pasa por esa cabeza que es capaz de ir a mil por hora, a pesar de todos los fármacos que la ralentizan. Los padres de Clara no pueden ser mejores padres; en otros casos, la familia puede explicar en parte el comportamiento autolítico de estas criaturas.
Hay muchos estudios que destacan que el incremento de problemas de salud mental, especialmente en la adolescencia, a raíz de la pandemia. Que si aislamiento, que si pantallas, que si incertidumbre… Y seguro que todo eso explica, al menos en parte, los 14 protocolos ACSA de un total de más de 850 estudiantes. Y los que, seguro, se nos están escapando, porque sabemos que llegamos hasta donde llegamos, y que, con frecuencia, estas criaturas disimulan su estado de ánimo; no quieren dar muestras de lo que les pasa.
Otros, por el contrario, responden manifestando la necesidad de imponerse como el más fuerte. El reto a la supuesta autoridad que representa el profesorado, especialmente evidente en los enfrentamientos que se provocan en clase cuando el perfil del docente se interpreta como «blanco fácil» es cada vez más agresivo. Compañeros (y, sobre todo, compañeras) de claustro que se muestran inseguros o peculiares en algún aspecto están padeciendo, más que nunca, la imposición del abuso de poder que supone tener enfrente a 30 personas (ay, la bajada de ratio…) que, si bien no ejercen directamente ese abuso, lo aceptan o lo corean cuando se produce. Castigan con burlas, engaños, risas, faltas de respeto… a quien no les castiga, en una especie de competición cruel que parece intuir que no hay sitio para aquellos a quienes se considera demasiado débiles.
Otro aspecto paralelo es el acoso escolar de los compañeros a sus iguales. De nuevo hay quienes lo padecen especialmente: todas aquellas personas que no responden al perfil del triunfador; es decir, a quienes se prejuzga como fracasados, porque no se los considera suficientemente fuertes, delgados, guapos, listos, valientes, masculinos o femeninos… En todo ello juegan un papel fundamental las familias, algunas de las cuales parecen responsabilizar más al que padece el maltrato que a quien lo ejerce. «Es que el profesor no se impone», «Es que este niño, como es TEA, interrumpe constantemente la clase y no deja que mi hija se concentre en ella»… Hace poco respondí a este comentario explicándole a una familia que la educación es un derecho universal; que disponían de libre elección de centro y que agradecíamos a todas las familias que nos eligieran, a todas: tanto a la de la alumna que, según su madre, no podía concentrarse, como a la del alumno con TEA quien, además, podría ser el jefe o la pareja de su hija el día de mañana. El silencio sorprendido al otro lado del teléfono ante tal posibilidad resultó bastante esclarecedor: cómo iba a ser uno de los débiles el jefe o la pareja de su hija el día de mañana.
Ante la incomprensión del mundo que les ha tocado vivir, es natural sentirse más vulnerable, más desprotegido, más expuesto. Como respuesta, aparece el individualismo exacerbado. Todos se repliegan como bichos bola, y construyen su caparazón negro. En las criaturas como Clara, ese repliegue busca el pasar desapercibidas y, en el peor de los casos, llegar al extremo: desaparecer. En los acosadores y los violentos exige desplegar una presencia invasiva, una aparente fortaleza que solo es muestra de debilidad, porque esconde un miedo a mostrarse vulnerables. Hacerlo significaría, probablemente, asumir el riesgo de pasar al otro lado: al del blanco fácil.
La técnica del bicho bola me parece peligrosísima, porque se basa, precisamente, en lo contrario que nos ha permitido sobrevivir como especie: la manada humana que colabora y despliega el cuidado mutuo. Es obvio que pretende responder a las exigencias de su mundo (es el mercado, amigo, en el que solo los más fuertes sobreviven: ahí están agonizando las tiendas de barrio y los mercados tradicionales, ahí una inmensa mayoría de la población mundial, la más empobrecida, que no disfruta de acceso a las vacunas), aunque en realidad lo sustenta, porque sigue sus lógicas en vez de enfrentarse a ellas. Ninguno de estos bichos bola entiende, de momento, que alimenta aquello que provoca su propio sufrimiento.