A diferencia de otros países, en Guatemala el bachillerato (de dos años, después del ciclo básico) no es la única manera de concluir la educación secundaria. Existen otras tres modalidades (de 3 años después del básico) mediante las cuales los jóvenes pueden graduarse de este ciclo preuniversitario. Pueden estudiar y graduarse de secretarias, de peritos (principalmente en contabilidad y otras áreas técnicas) o maestras de educación preprimaria.
Lo anterior significa que en nuestro país la llamada “graduación” tiene implicaciones laborales que siempre han sido muy significativas, sobre todo para la población empobrecida. Las promociones que se gradúan año con año de este nivel lo hacen principalmente para poder tener acceso a empleos con los cuales sostienen sus estudios universitarios, o simplemente representan la posibilidad laboral que permite mejores ingresos personales y familiares.
La pandemia en 2020 y 2021 no impidió que hubiera graduados y graduadas. Por supuesto, impidió que la calidad de su formación técnica, profesional y social fuera la necesaria para su mejor desempeño laboral o académico.
Sin embargo, este año, 2022, el primero de un retorno a cierta normalidad, en los anuncios o convocatorias para plazas en distintas áreas ha empezado a aparecer una frase lapidaria, excluyente y angustiante: “No se aceptan graduados covid” o “no se aceptan jóvenes de la generación de la pandemia”.
En otras palabras, de una vez por todas, se impide el acceso a trabajo a aquellos jóvenes que en cualquiera de ambos años de la tragedia global les tocó egresar de la educación secundaria. ¿Cuál es su culpa o responsabilidad ante semejante pesadilla?
Está claro que, en un país con graves condiciones socioeconómicas, como ocurre en toda América Latina, este impedimento laboral aumenta la exclusión, las desigualdades y las injusticias que ya se sufrían desde mucho tiempo prepandémico. Si la pandemia ha sido un terrible escenario para la educación, principalmente para estudiantes de secundaria del sector público, lo que viene ahora y en el futuro próximo será peor para esas jóvenes generaciones.
No puede negarse que se impidió el aprendizaje académico y técnico que este nivel debe propiciar. Está claro que hubo una significativa reducción de la adquisición de los saberes que ofrece el currículo nacional base.
Sin embargo, ¿no es esta la generación joven que ha podido librar, atravesar y seguir adelante ante la más grande de las noches que ha vivido la humanidad en su globalidad? ¿Acaso no ha tenido lugar una continuidad de aprendizajes vitales que no ofrece ningún currículo, como aprender a vivir en el encierro, a superar incertidumbres y miedos, a enfrentar el contagio, a superar los duelos por familiares, amigos o conocidos?
Una estudiante universitaria, de las “graduadas covid”, me decía en clase que ella había aprendido muchísimo a estudiar por su cuenta, a ser autodidacta, porque así lo demandó aquel tiempo de encierro y de falta de acceso a medios presenciales para el aprendizaje y el estudio. ¿No es acaso este uno de los grandes postulados de una educación que pretende estar a tono con los escenarios telemáticos de estos tiempos?
Quizá estos jóvenes no vayan a ser el ejemplo de aprendizajes técnicos y académicos, pero sí lo serán siempre de aprendizajes que no estaban escritos en ningún planteamiento curricular. Quizá deberán esforzarse de manera extraordinaria para recuperar o alcanzar ciertos mínimos de aprendizaje, tendrán que buscar otras formas de lograr esas capacidades que no pudieron desarrollar a través de guías o mediante las plataformas de aprendizaje y comunicación que usaron para graduarse. Pero son una generación de resiliencia, de resistencia, de vencimiento del miedo, de vida personal profunda. Son la generación que sufrió y sobrevivió la pandemia; por tanto, son los potenciales educadores y educadoras de la vida, la resistencia y la lucha que deben mostrar el camino en los años venideros.