Pensar es, según el diccionario, «ejercer la facultad de concebir, de juzgar o de inferir». A su vez, la crítica consiste en «evaluar las cualidades y los defectos [de alguna obra, suceso, actitud, etcétera]» o «expresar opiniones razonadas».
En filosofía, el pensamiento crítico propone analizar la estructura y la consistencia de los razonamientos, particularmente de las opiniones y de las afirmaciones que aceptamos como verdaderos en el contexto de la vida cotidiana. Con este fin se utiliza la observación, la experiencia, el razonamiento, la lógica y el método científico, según cada caso.
Pensar críticamente es una actitud imprescindible para construir una sociedad tan justa y tan digna como sea posible, basada en los fundamentos de la democracia radical (que se define como la participación directa, informada y corresponsable de la ciudadanía en todas las decisiones que la pueden afectar).
Hacer que las personas logremos niveles tan altos como sea posible de capacidad de pensamiento crítico debería ser, por tanto, una de las prioridades del sistema educativo para construir un modelo de sociedad aún más justo y dignificador. Sin embargo, ¿se puede aprender a pensar críticamente? O, dicho de otro modo, ¿qué hay que hacer para enseñar a pensar críticamente?
El punto inicial debe ser ayudar a los niños para que no dejen de pensar críticamente. Porque el pensamiento crítico no es nada extraño ni ajeno a las personas: es un comportamiento innato que mostramos desde el nacimiento y que vamos desarrollando -o mutilando- despacio.
Los niños ejercitan y utilizan el pensamiento crítico de manera innata. Lo que hace falta es, por tanto, no desaprenderlo, y ayudar a los niños y adolescentes para que lo organicen para que se convierta en una herramienta útil y eficaz. Me explico mejor. Varios trabajos en neurociencia cognitiva publicados estos últimos años han demostrado que en la etapa preverbal, antes de los 12 meses de edad, los niños utilizan de manera instintiva el método científico como instrumento para conocer y relacionarse con el entorno. Y también que usan algunos razonamientos propios de la lógica filosófica, como el silogismo disyuntivo, con los mismos objetivos instintivos que utilizan el método científico (si te interesa conocer estos experimentos y sus consecuencias, te invito a leer otros trabajos míos donde hablo de manera más extensa).
Dicho de otro modo, los niños ejercitan y utilizan el pensamiento crítico de manera innata. Una de las muchas pruebas sencillas que puedes hacer para comprobarlo es ofrecer cualquier objeto simple a un niño pequeño y enseñarle cómo se utiliza. Automáticamente empezará a experimentar de todas las maneras posibles, llevando los usos hasta el límite, mucho más allá de lo que vosotros le hayáis mostrado. Es decir, analizará la estructura y la consistencia de lo que le hayamos transmitido como verdadero para juzgar, inferir y evaluar sus cualidades (unos aspectos que forman el tuétano de la definición de pensamiento crítico).
¿Dónde está el problema, entonces? A medida que los niños se van haciendo mayores se limita el número de veces que utilizan el pensamiento crítico, y con la edad nos vamos volviendo más dogmáticos (en el sentido que tiende a dar como ciertas, incontestables y fundamentales cosas u opiniones que no hemos contrastado críticamente).
El motivo de este cambio es simple, y no exento de una cierta lógica biológica: utilizar constantemente el pensamiento crítico a través del razonamiento, la lógica filosófica y el método científico es una tarea que consume muchos recursos cerebrales, y poco a poco, con la edad, hay que dedicarse también a otras tareas.
Hay que vivir este proceso de pensamiento crítico con placer, encontrar el gusto de adquirir conocimientos contrastables a partir de la observación, el razonamiento, la lógica filosófica y el método científico.
Sólo los niños están completamente liberados de las exigencias del entorno (porque los adultos lo cuidan) y pueden dedicar todo su cerebro a explorar este mismo entorno de manera cien por ciento crítica. A medida que la vamos conociendo y que debemos dedicar recursos mentales a otras cosas, hay que prescindir del pensamiento crítico en muchas ocasiones -de hecho, cada vez en más ocasiones a medida que nos vamos haciendo mayores-. La misma maduración del cerebro conlleva estos cambios.
Entonces, ¿no podemos hacer nada? De ninguna de las maneras. En este contexto, lo que hay que hacer es potenciar las actividades que permitan organizar mentalmente el pensamiento crítico para que lo podamos utilizar toda la vida cada vez que lo consideremos oportuno, y generar muy especialmente la sensación de que pensar de manera crítica es una de las mejores herramientas de discernimiento.
Hay que vivir este proceso de pensamiento crítico con placer, encontrar el gusto en adquirir conocimientos contrastables a partir de la observación, el razonamiento, la lógica filosófica y el método científico. Y para que funcione de la mejor manera posible para tener un cerebro tan interconectado y flexible como sea posible. Pensamos que todas las actividades mentales surgen de la comunicación que establecen las neuronas entre sí, y que por lo tanto cuanto más interconectadas estén más ricas podrán ser estas actividades. Y que la flexibilidad, que consiste en la posibilidad de ir haciendo nuevas conexiones, es la base biológica de los aprendizajes.
Algunas de las actividades que lo potencian son, precisamente, las que a menudo se han desterrado, como la música, las artes plásticas y la psicomotricidad. Estas actividades deberían ser el tronco principal de la educación infantil y al menos los primeros cursos de primaria, a partir de las cuales se trabajarán todos los otros aspectos también necesarios del conocimiento (las lenguas, las matemáticas, el conocimiento del medio, etcétera).
Además, siempre que fuera posible habría que hacerlo en contextos sociales, a través de tareas cooperativas e integradas, dado que son las que activan más zonas del cerebro simultáneamente -y, por tanto, las que favorecen una mayor integración de las redes neuronales-. Y, como colofón, este trabajo permite -de hecho, si lo hacemos bien, nos obliga a- trabajar todos los aspectos relacionados con la discusión, la valoración crítica de las aportaciones de los demás y de las propias, la defensa argumentada y la integración de las diversas aportaciones, y la humildad necesaria para asumir que una de las virtudes principales del pensamiento crítico es que cualquier conclusión a la que se llegue debe poder ser siempre revisable, dado que de lo contrario termina convirtiéndose en un dogma inmutable.