Hace medio siglo, en mi pueblo, las tarjetas navideñas constituían una tradición popular extendida.
Con algunos meses de anticipación circulaban entre los hogares, humildes y pudientes, los catálogos donde los adultos elegían el número de ejemplares, las imágenes, tamaño y mensaje que se imprimiría en las tarjetas. Cuando llegaban, en los sobres alguien escribía a mano o en máquina los nombres de los destinatarios, para enviarlas con los hijos en edad de caminar solos entre las calles del poblado.
En mi familia había otra tradición: el árbol que serviría para adornarse se preparaba en casa. Varios años fue así, luego, el hábito fue cediendo a la compra de árboles de plástico, verdes o blancos. Los naturales llegaron tiempo después.
A las faldas del par de volcanes, uno nevado en alguna época del año, el otro encendido también periódicamente, con mi abuelo Antonio tengo recuerdos de algunas veces en que salimos del pueblo en busca de una rama frondosa que habríamos de secar para pintarla y adornarla.
En la azotea de la casa se exponía al sol. Cuando estaba listo, se pintaba de color aluminio o blanco; luego venía la operación festiva de colgarle esferas delicadas que podían romperse con un manejo torpe; colgarle el heno, los focos multicolores, una estrella en la punta y todos los motivos que las familias atesoraban cada año y guardaban cuidadosamente, porque todo era perenne, excepto los árboles y la ingenuidad de los hijos menores, creyentes en el Niño Dios como dador de los regalos.
En los árboles las tarjetas navideñas tenían sitio especial. Eran otro adorno jubiloso, pues el mayor número de ellas reflejaba aprecio. Acumularlas era símbolo de riqueza social. Los árboles navideños eran testimonio de historia familiar. Cronología íntima del pasado. Razón de orgullo.
El reloj vital transcurría a otra velocidad. Lo recuerdo con alegría y alguna nostalgia.
Pescando en la basura
En su libro Caminar. Elogio de los caminos y de la lentitud, el sociólogo francés David Le Breton escribe: “No se trata de una nostalgia sino del asombro ante el tiempo que pasó tan rápido”.
Las tarjetas navideñas que hoy nadie elige, paga, espera y manuscribe para sus amigos y familia, cada año renacen en la memoria personal. Pero a diferencia de Le Breton, como nostalgia del pasado y testimonio del tiempo.
El tiempo pasó, pasa, pero hay situaciones nefastas que se resisten a Cronos. Recordatorio de que los derechos caminan por delante, lejos de los hechos.
Martín Caparrós, por ejemplo, surfeó en los basurales de José León Suárez, norte del Gran Buenos Aires, para escribir una parte de su estremecedor libro El hambre. Ahí conoció, olió y conversó con los cirujas, seres fantasmagóricos encaramados en montañas de basura, que hicieron de esa actividad su modus vivendi.
En nuestro continente americano millones de adultos y niños llegan a los basurales cada mañana para pescar un trozo de comida, un objeto perdido y, con mucha fortuna, una joya extraviada; artículos domésticos de medio uso, frazadas, prendas de vestir. Para venderlas a otros igualmente pobres o quedárselas y aumentar su patrimonio. Pescadores de desechos, muchos son niños, que van gastando el espíritu navideño, si lo tuvieron alguna vez, o que se les escapó temprano de sus casas maltrechas. Pequeños que saltaron la infancia a golpes cotidianos y constantes.
Otra variante de esos niños pescadores en mares de mugre, montan en carretas o bicicletas, solos o con sus padres, y salen desde temprano para detenerse en los montones de basura de cada esquina; hurgan en bolsas negras, embalan el cartón o lo que pueden vender. Así se les va la mañana, el día entero, hasta volver a su casa, con brazos y piernas cansados, hambrientos, para descansar y volver a embarcarse a la madrugada siguiente. No escriben cartas a Santa Claus o los Reyes Magos porque las ilusiones cedieron a las ocupaciones.
Ni unos niños, ni otros, en su mayoría, tienen oportunidad de estudiar. La escuela es pérdida de tiempo y merma ingresos familiares. Estudiar es mal negocio. La perpetuación de la pobreza está asegurada, aunque otros vericuetos más peligrosos acechan: una bala policíaca cuando empiezan a delinquir; las drogas letales que les desertificarán la vida o una carrera fugaz en el mercado omnipresente del narcotráfico en una ciudad brasileña, mexicana o centroamericana.
No hay retrato navideño más pobre y deprimente que la constatación de las desigualdades en sociedades que ya vivían así antes de la pandemia, en océanos de pobreza, con esperanzas achicadas y gobiernos más o menos ineficientes. Mientras, en un mundo paralelo, los aparadores y avenidas se llenan de colores, luces y música, regalos y personajes de otros paisajes.
Aquellos niños, aventureros involuntarios en cerros de basura, peregrinos entre cartones y bolsas pestilentes, no son estudiantes. No forman parte de ninguna lista escolar. Son invisibles en las estadísticas escolares. No tienen uniformes, ni tareas, ni libros, diccionarios o lápices. No tienen tutores ni matemáticas o exámenes. Carecen de expectativas. Casi no tienen derechos. ¿Tendrán futuro?