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La serie “Adolescencia” es extraordinaria, impactante. Merece ser vista. Todos los comentarios de expertos son más que positivos. La he visto y, como todo el mundo, me quedé atrapado desde el inicio. Pero he quedado aún más atrapado y desconcertado por los comentarios y reacciones sobre el contenido, sobre el relato. Todo el mundo se centra en Jamie, el chico de trece años que apenas empieza su adolescencia matando a otra persona. Todos son comentarios que expresan miedo, desconcierto por lo que nos muestran de su vida adolescente, desconocida, que observan al personaje y despiertan angustias.
Sin embargo, la serie no muestra la vida de un adolescente que ha matado, sino que documenta fríamente los escenarios adultos en los que transcurre. Y esos escenarios son los protagonistas y deberían ser, en mi opinión, la verdadera preocupación, aquello a lo que debería prestar atención el espectador adulto, angustiado al ver esa adolescencia. En mi caso, confieso que estuve a punto de abandonarla a los cinco minutos. No podía soportar la brutal irrupción policial para detener a un chico de trece años, destruyendo gratuitamente todo lo que le rodeaba.
El primer capítulo documenta cómo los adultos (al menos los británicos) no vemos nunca, primero, a un adolescente, sino a un asesino. No pensamos en cómo actuar para no destruir más. Afortunadamente, en nuestro país no es posible la forma en que actúa la policía, ignorando incluso que en la casa hay otro menor que también acaba en el suelo. Haber matado no elimina nuestra obligación de no destruir también su corta vida. Respondemos a su acción buscando que llegue a ser consciente y responsable de su destrucción (que ya no podrá compensar) y que algún día se convierta en un ciudadano con capacidad de vivir en compañía de otras personas. Miren cuál es el primer escenario adulto para vivir su incipiente adolescencia: ser tratado como un criminal adulto más (salvo por las formas formalmente cuidadosas de los policías), pero está en una celda más, rodeado de gritos, interrogado de la misma manera, etc.
La vida oficial y la del profesorado van por un lado y la del alumnado por otro
El segundo capítulo trata sobre su escuela. A pesar de que todos van uniformados, aquello parece el caos absoluto. La vida oficial y la del profesorado van por un lado y la del alumnado por otro. El policía se convierte en el verdadero filmador de la vida escolar, mientras busca tan solo el arma homicida. Al complejo entramado de relaciones, sumisiones, descubrimientos de la sexualidad, abusos, experiencias y conductas nadie presta atención, ni siquiera la propia policía que debe esclarecer el crimen. El mundo del adolescente que ha matado no le importa a nadie, ni la lógica destructora que ha conducido a esa situación. El policía tiene un hijo en el instituto y no entiende por qué algunos días no quiere ir a la escuela. Aprovechando la visita, le pregunta al tutor y recibe como respuesta que él enseña historia y no sabe nada de su vida. La frase impactante para el espectador adulto (disculpen el spoiler) es la que le dice el hijo al padre policía: “ya tienes a tu asesino, ya has resuelto el caso, pero no sabes nada de nuestra vida”.
Como profesional de la psicología, me hizo sufrir mucho el tercer capítulo. Todos los expertos en series televisivas afirman que es el mejor técnicamente hablando. Una habitación, dos personas, un diálogo-interrogatorio. La psicóloga lo hace extraordinariamente bien desde el punto de vista formal: cercana, amable, gestionando la intimidación. Pero lo que me desespera, aquello en lo que deberíamos pensar, es la pretensión: intentar aclarar por qué lo hizo y explicarle al juez si tiene capacidad para ser considerado responsable. Lleva ocho meses encerrado (de manera discutible) y los adultos siguen empeñados en aclarar el porqué, en lugar de haber construido, desde el principio, una relación de ayuda, terapéutica, para situar en su vida la destrucción que todavía niega. El mundo adulto continúa ofreciéndole buenas palabras, para condenarlo mejor. El espectador no puede quedarse con las supuestas razones de por qué lo hizo, sino con su pregunta final: “¿yo a ti, como persona, te caigo bien?”. Sigue sin importarle a nadie.
El capítulo final, el de la familia, es el relato de la impotencia. Una familia destruida por la destrucción que ha provocado el hijo. Un padre que no pudo ser hijo y que, desconcertadamente, ha ido haciendo de padre mientras salía adelante económicamente. Quizás se convierte en la única seguridad a la que, a su manera, no puede renunciar Jamie. Y la pregunta que todos se hacen, superando como pueden la irrupción de la culpa: “¿qué más podíamos haber hecho?”.
La serie ha sacudido algunas preocupaciones adultas, pero no debe servir para preguntarnos cómo son los adolescentes, aparentemente cada vez más extraños y desconocidos, sino para reflexionar sobre los escenarios adultos de desconocimiento, olvido y conversión de su vida en un continuo “problema”, en los cuales les hacemos vivir, solos.