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Pedagogía es ideología. Una afirmación alentadora que, en épocas en que cierta juventud universitaria militábamos rutinariamente en movimientos sociales y políticos, nos hacía de bandera en un mundo que, creíamos, estaba cambiando a pasos de gigante. Pensábamos que era un asunto inmediato la radical transformación social que surgiría de nosotros, las nuevas generaciones de maestros comprometidos y vocacionales. El tiempo y las atávicas jerarquías internas del sistema público de enseñanza han ido descabezando este ímpetu en favor de la educación como herramienta revolucionaria que es capaz de convertirse. Pero algunos seguimos apoyándonos en esta sentencia para sostener las ganas de crear actividades y dinámicas para transformar explícitamente.
Y es que, contrariando el tan falazmente extendido discurso de que “la educación no debe contener ideologías”, la lógica en este sentido es bastante esclarecedora: si existen ideologías que abogan por la intolerancia con lo diferente, por el racismo, por el clasismo, por el machismo… la corriente de pensamiento y actuación que precisamente las contraría y defiende la ilegitimidad de estos adjetivos en cualquier sociedad civilizada, también es una ideología. Por tanto, y, en primer lugar, desmontamos los mitos de la equidistancia en la educación, como mínimo dentro de un sistema público que toma los derechos humanos y del niño como médula espinal de su línea de actuación. Y empezamos a entender que esta ideología debe vertebrar las tendencias racionales de todo lo que trabajamos en el aula.
La política institucional quiebra. El parlamentarismo actual ha demostrado ser una barrera dialéctica insuficiente contra el auge de los nuevos fascismos, blanqueados cada vez con menos reticencias por medios, directa o colateralmente, afines a ellos y mutados en nuevas formas tan volátiles como impredecibles. En la era de la inmediatez y del individualismo más cronificado que jamás ha conocido nuestra especie, la inercia bipartidista ya no se autorregula para evitar el contacto con los extremos, sino que va codo con codo de la ultraderecha en cada vez más escenarios (Trump, pese a ser especialmente relevante en clave occidental, es otra ficha de un dominó).
Los docentes que no entendemos la separación entre la escolaridad y un compromiso social explícito y contextualizado somos cada vez menos numerosos y más parias
Las noticias falsas, el reavivamiento de la misoginia en la adolescencia, el negacionismo ecológico o el cuestionamiento de derechos fundamentales consolidados son ejemplos claros, pero forman parte de una lista interminable y en constante ampliación.
¿Qué hace la escuela, punta de lanza de la transformación social en momentos cruciales de la historia de la humanidad, en respuesta a unos síntomas actuales tan evidentes como palpables? Pues poco y menos. Los docentes que no entendemos la separación entre la escolaridad y un compromiso social explícito y contextualizado somos cada vez menos numerosos y más parias. Vemos cómo todo el trabajo que se hace apenas rasca la corteza de la reflexión necesaria para significar una problemática social; cómo no hay ningún tipo de debate pedagógico o formación para abordarlos con datos y eficiencia, o cómo la comodidad de la posición ante familias y administración pasa por delante del compromiso transformador que la figura del maestro evocaba.
En un paradigma informacional donde tenemos más al alcance que nunca los datos que sostienen los principios rectores de un sistema heredero del republicanismo más transformador, decidimos obviarlos, evitarlos y edulcorar un mundo irreal por el que, en última instancia, no es necesario desarrollar una empatía y compromiso fuertes, ya que “todo va bien”. Desde la pasividad, los maestros hemos pasado de abrir portales a apuntalarlos.
Aparte de la clara necesidad de autocrítica y replanteamiento de cómo y con qué asiduidad se abordan estas temáticas desde la escuela (debate cada vez más indispensable y urgente, en mi opinión), la reflexión que busco generar con este texto es más de ánimo que de desistimiento. La capacidad que tenemos de transformar la sociedad desde el aula, desde los centros, desde toda la red pública es absolutamente masiva. Nuestro alumnado construye gran parte de su percepción del mundo puertas adentro, en un contexto inigualable en lo que se refiere al contacto con el grupo de iguales, la conciencia de aprendizaje y el contacto directo y constante con profesionales que dedicamos la vida a su crecimiento intelectual, emocional, personal y social.
A medio plazo, podemos revertir actitudes y tendencias tóxicas para el colectivo y el individuo que ahora mismo están dominadas por la rigidez y la rutina, fruto del capitalismo voraz que nos consume a todos; y, a largo plazo, quién sabe, tal vez transformar el sistema de raíz.
Pero, indiscutiblemente, estas dos variables (“podemos” y “quizás”) conquistarán el futuro en la medida en que los docentes queramos hacerlo y entendamos que el simple hecho de caminar hacia la utopía no implica llegar, pero sí estar en un sitio mejor que antes.
Buena y próspera lucha a todas y todos los que deciden dejar el cuerpo y el alma para hacer del mundo algo más justo, también desde el aula. ¡No desfallezcamos!