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Desde los primeros años de formación, el alumnado de enseñanzas musicales convive con un rasgo que rara vez se da con tanta intensidad en otras disciplinas, la exposición pública constante. En las escuelas de música y conservatorios, subir a un escenario, ser evaluado delante de un jurado o mostrar lo aprendido en audiciones abiertas al público forma parte habitual del recorrido formativo. Audiciones de Navidad, concierto de primavera, concierto de fin de curso, audiciones de aula, pruebas selectivas, audiciones de trimestre… Y está bien. Está bien porque la música es un acto social. No se puede entender de otra manera. Desde sus comienzos prehistóricos está ligada a la magia, los curanderos y chamanes junto con sus performances y danzas de la lluvia o eclipses solares.
Lo que no está bien es que dentro de esta lógica escénica que ha ido evolucionando hasta nuestros días, se tiende a presentar cada progreso del músico como una prueba de validación externa. De esta forma, el aula de música se parece más al “juego del calamar” que a un entorno de aprendizaje.
«Un niño o niña en España tiene que decidir si quiere iniciar el camino profesional de la música a los 12 años de edad»
Y es que, en lugar de formarse en un entorno seguro para explorar, equivocarse y crecer, muchos jóvenes estudiantes de música aprenden a rendir antes de disfrutar. A rendir frente a sus docentes, frente a sus familias, frente a tribunales y frente a sí mismos, internalizando expectativas que a veces no tienen en cuenta ni su edad, ni su proceso personal, ni su estado emocional. Un dato curioso para el lector será descubrir que un niño o niña en España tiene que decidir si quiere iniciar el camino profesional de la música a los 12 años de edad. Si escoge ese camino, debe pasar un proceso selectivo exhaustivo comparado a una oposición. Si decide hacerlo más adelante en su vida, el sistema lo penalizará. Sí, 12 años de edad.
Lo paradójico es que, al mismo tiempo que se prepara al alumnado para alcanzar la excelencia técnica, se asume (como si fuera inevitable) que su rendimiento bajará cuando suba al escenario. Es decir, se entrena para un tipo de perfección que no se sostiene en el entorno real donde esa perfección se espera. Una cosa ilógica. A diferencia del deporte, por ejemplo, donde se entrena específicamente para rendir bien en condiciones de presión, en la enseñanza musical apenas se abordan los factores psicológicos, emocionales o escénicos que determinan el rendimiento en directo. Hoy en día es fácil imaginar a un fisio o un psicólogo en el equipo técnico de un club deportivo de alto rendimiento, ¿por qué es tan difícil imaginarlos en el claustro de un conservatorio superior o una escuela de alto rendimiento musical?
El resultado es una enseñanza de alto rendimiento, sí, pero equivocada en su enfoque. No prepara al alumnado para sostener su nivel, ni para recuperarse si algo falla, ni para transformar la tensión escénica en energía creativa. Simplemente se espera que lo hagan bien, y si no lo logran, la frustración recae sobre su supuesta falta de esfuerzo, su preparación o sobre el trabajo de su profesorado.
El profesorado también cuenta
Esto marca al alumnado, pero también condiciona profundamente la práctica docente. Profesores y profesoras que, aunque con vocación genuina, se ven empujados a preparar a sus estudiantes para «pasar pruebas», obtener buenas calificaciones o destacar en conciertos, con escasos recursos y nula formación para atender el impacto emocional que esto conlleva. En muchos casos, estos profesionales repiten modelos que ellos mismos vivieron, sin haber tenido oportunidad de revisar su validez o su efecto a largo plazo y sin haber tenido la oportunidad siquiera de formarse en alternativas didácticas contrastadas.
«La educación musical deja de centrarse en el aprendizaje para centrarse en el rendimiento»
Otro dato interesante para el lector puede ser descubrir que a día de hoy, para presentarse a las oposiciones del cuerpo de profesores de conservatorio no se exige ninguna formación específica en pedagogía o didáctica musical, y ya no hablamos de otros centros como escuelas de música o academias. Estamos en una situación en la que cualquiera con formación instrumental puede enseñar, sin que se le pida demostrar fehacientemente que sabe cómo hacerlo.
La educación musical que resulta, deja de centrarse en el aprendizaje para centrarse en el rendimiento, en la ejecución instrumental, en el resultado. Sin prestar suficiente atención al proceso de aprendizaje o a lo que sostiene ese rendimiento, la salud mental y emocional de quienes enseñan y de quienes aprenden.
Realidad del sistema: presión, perfeccionismo y desgaste
Este entorno favorece la aparición de perfeccionismo disfuncional, autoexigencia extrema, comparación constante con los demás y una idea distorsionada del éxito, que no tiene en cuenta la diversidad de trayectorias, talentos y tiempos personales. El miedo a no estar “a la altura” se instala desde edades muy tempranas, y con el tiempo, puede derivar en ansiedad escénica, bloqueos, desmotivación o abandono de la práctica musical cuando no va acompañada de formación emocional, herramientas psicológicas ni espacios de cuidado.
El profesorado, a menudo ubicado en un radio de esta misma rueda, se ve presionado a mantener estándares de excelencia sin tener recursos para trabajar, por ejemplo, la gestión emocional o el acompañamiento escénico. Muchos docentes sienten que no pueden salirse del guión, porque cualquier desviación del modelo tradicional podría verse como falta de rigor o profesionalidad, y los que quieren desviarse no son capaces porque les falta formación para ello. Como mecanismo de defensa ante esta incertidumbre, algunos docentes adoptan posturas más rígidas o autoritarias, repitiendo modelos didácticos del medievo que priorizan el control, la obediencia o la reproducción exacta de fórmulas técnicas. Esta rigidez didáctica, lejos de solucionar el problema, suele generar más desconexión con el alumnado y más frustración para el propio docente, que se siente atrapado en una metodología que ya no le representa. Y ahí es cuando el profesor explota apareciendo en escena el síndrome del impostor o el temido burnout.
Se puede hacer distinto
Ahora imagínate que aprender música no doliera. Imagínate que enseñar tampoco.
Que se pudiera educar desde el cuidado sin renunciar a la exigencia, que la técnica y la emoción fueran de la mano, y que el aula se sintiera como un lugar seguro donde explorar, fallar, crecer y sonar.
«No se puede enseñar música sin tener en cuenta lo emocional, ni acompañar emocionalmente a los músicos sin conocer el mundo del aprendizaje musical»
Imagínate que existiera otra forma de enseñar música. Una que forme intérpretes brillantes y también personas sanas. Un diseño que combine lo mejor de la didáctica musical contemporánea con los recursos de la psicología escénica aplicada.
¿Sabes qué? Ya existe. Pero aún muy pocos centros se han abierto a recorrer ese camino.
Este enfoque (que proponemos desde la colaboración entre Samuel Gómez, docente e investigador en didáctica musical, y Marta Garay, psicóloga especializada en artes escénicas) nace de una convicción sencilla pero esencial: no se puede enseñar música sin tener en cuenta lo emocional, ni acompañar emocionalmente a los músicos sin conocer el mundo del aprendizaje musical.
En la práctica, esta mirada integradora se centra en la formación del profesorado y se traduce en clases activas, conscientes y emocionalmente seguras. Toca puntos esenciales que el sistema actual deja en segundo o tercer plano como:
- Reconocer señales de malestar emocional en el aula.
- Incorporar ejercicios de activación, regulación y reflexión.
- Trabajar temas como la ansiedad escénica, la autoexigencia, el error como energía de mejora o la motivación desde lo cotidiano.
- Rediseñar el feedback, el ensayo y la evaluación como espacios de desarrollo y no de juicio.
- Cultivar la autonomía y el autoconocimiento en docentes y estudiantes.
- Desarrollar la adaptabilidad docente, esa habilidad tan abandonada y que cuida tanto al estudiante.
- Consolidar el vínculo pedagógico como factor protector del estudiante en prevención de la ansiedad escénica, por ejemplo.
La psicología escénica no aparece aquí como un complemento puntual, aparece como una capa estructural del propio diseño pedagógico. Porque lo emocional no está al margen del aprendizaje, lo atraviesa, lo condiciona y lo transforma.
Complementariedad de disciplinas
Realmente no nos hemos inventado nada. La didáctica musical aporta la estructura, la estrategia, el diseño pedagógico y la organización de los aprendizajes. Nos enseña a planificar con criterio, a secuenciar contenidos, a establecer objetivos claros y evaluar de forma coherente. Pero en muchos casos, por sí sola, no basta para dar respuesta a los desafíos emocionales y humanos que surgen en el día a día.
La psicología escénica, en cambio, ofrece recursos para entender y gestionar el impacto emocional que tienen la exposición pública, el juicio externo, el perfeccionismo, el miedo al error y la autoexigencia que atraviesan muchas trayectorias artísticas desde edades tempranas. Aporta herramientas para acompañar procesos de ansiedad escénica, bloqueos, desmotivación o dificultades de autoestima.
Cuando ambas disciplinas dialogan el resultado es una enseñanza más completa, más realista y más alineada con las necesidades actuales de los estudiantes y del propio profesorado. Se enseña música, sí. Pero también se enseña a sostener la práctica artística sin romperse. Se enseñan escalas, técnica, armonía… pero también se cultivan la resiliencia, la gestión emocional, la conexión con el sentido profundo de lo que se hace. Se busca el equilibrio entre la parte personal, la profesional y la artística. Eso se traduce en formaciones específicas, diseño de recursos compartidos y acompañamiento en la práctica docente.
Este cambio de paradigma implica pasar de un modelo vertical, unidireccional y piramidal a uno más horizontal, centrado en la relación pedagógica y en la construcción conjunta del aprendizaje. El profesor o profesora deja de ser únicamente quien “sabe más” para convertirse en alguien que camina al lado, que observa, adapta, facilita y da herramientas para que el alumno se conozca mejor como artista y como persona.
Enseñar cuidando. Crear con bienestar. No es una utopía, es una necesidad.
Y puede empezar con una pregunta sencilla: ¿Y si nos atrevemos a hacerlo distinto?