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“La verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir”
Ese fragmento procede de El Quijote de Cervantes (Parte I, Cap. IX), cuando habla de la verdad y la historia. A lo largo de todos mis años de docencia, y ya van prácticamente dos décadas, he creído firmemente que, en esencia, el aprendizaje de la Historia -así, con mayúsculas- conduce a la verdad. La verdad no rotunda en el sentido platónico del término, sino al mayor acercamiento posible al saber, en este caso, al conocimiento de lo que verdaderamente sucedió en el pasado, sobre todo el porqué sucedieron las cosas de una manera determinada, y qué supuso para el progreso, una palabra que juzgo controvertida pero al fin y al cabo ilustrativa del irremisible devenir histórico.
Siguiendo el pensamiento de Freire, para quien la Historia siempre es posibilidad, suelo reflexionar en el aula sobre el hecho de que influimos en ese devenir y podemos contribuir a cambiar las cosas, aunque la Historia modele el presente tal como lo hallamos hoy. E insisto en que la participación ciudadana es la base de una sociedad democrática sana. En mi opinión, la docencia de la Historia no puede desligarse del concepto nietzscheano del matiz y la diferencia, esto es, que debemos transmitir al alumnado el deseo de opinar, posicionarse, no permanecer en los márgenes de su presente, porque la indiferencia lleva a la inacción, y cuando no tomamos partido, otros lo hacen por nosotros.
Creo, pues, firmemente, en la necesidad de formar personas libres y valientes, más si cabe en el momento de involución democrática que vivimos. Huelga decir que la educación apolítica es un oxímoron, máxime cuando la extrema derecha está ganando la batalla cultural y la ignorancia se ha convertido en fuerza. Necesitamos convicción y recursos docentes para combatir los peligros de esta nueva Era.
vamos a necesitar un cambio de paradigma para abordar la guerra después de Gaza. ¿Cómo podemos contribuir desde la educación a desactivar la cultura de la guerra y promover una nueva cultura de paz real y transformadora con el telón de fondo de los acontecimientos actuales? Aun sabiendo que la historia no es lineal ni los derechos conseguidos, imbatibles, todos estos meses me preguntaba: ¿qué voy a enseñar en mis clases de Historia después de Gaza? Del genocidio, de la barbarie, de la violencia permitida y televisada, del silencio clamoroso de la comunidad internacional, de la complicidad de tantos y la impotencia amordazada de casi todos.
La máxima tantas veces repetida de “enseñar el pasado para comprender el presente y que no se repita en el futuro”, ha quedado vaciada de sentido. La brutalidad del presente ha desbordado su alcance. Ante el genocidio en Gaza, las palabras se vuelven insuficientes en un mundo que aún digiere los horrores del siglo XX.
El pasado abril viajé con mis hijos a Berlín. Visitamos memoriales del Holocausto y el campo de concentración de Sachsenhausen. Sin embargo, la imagen que me atrapó y todavía permanece en mi retina es la obra de la escultora alemana Käthe Kollwitz, “Madre con hijo muerto”, que se encuentra en el interior del edificio de la Nueva Guardia. Cuando presencié las recientes y terribles imágenes de una madre palestina sosteniendo en brazos a su hijo famélico y moribundo, la existencia me dio un vuelco, pues ambas figuras representan el dolor universal de la inocencia sacrificada… Lo que me sobrecoge de la escultura de Kollwitz no es la memoria de lo que pasó, es lo que está pasando ante nuestros ojos.
En Palestina, ese “reverso trágico del Estado de Israel” (Teresa Aranguren, Palestina, la existencia negada), los niños caminan con metralla en la cabeza o les disparan al corazón cuando van a por agua… Así que, cuando volvamos a las aulas, no hablaremos en abstracto de la guerra, ni de sus víctimas, sino del epílogo del exterminio planificado y sistemático de decenas de miles de seres humanos por el Estado de Israel. No es la primera vez que la infancia es objetivo directo de la barbarie, pero la impunidad con que se está llevando a cabo el genocidio en Gaza apela a una responsabilidad ética colectiva. Ni en la peor de las distopías históricas imaginé un suceso de este calibre, esta ignominia para la vergüenza ad eternum de la humanidad. Como docente, no puedo desvincularme de una realidad que ha traspasado la linde del distanciamiento que de normal se consigue apelando al «infortunio de los tiempos», en palabras de Simone Weill, y me acompañan cada día las imágenes horrendas de Gaza con el esperpéntico silencio de la comunidad internacional de fondo.
Los docentes de Historia cargaremos con esta pesada mochila. Nos tocará seguir construyendo proyectos cimentados en valores democráticos y en promesas de convivencia, con toda la dignidad de que seamos capaces. Explicaremos, una vez más, el orden mundial tras la Segunda Guerra Mundial, el nacimiento de la ONU y de la Unión Europea, pero lo haremos sobre el telón de fondo de esta masacre insoportable y consentida.
Recientemente he tenido el placer de leer Cuando Antígona encontró a Benjamin, de Rafael Escudero (editorial Trotta, 2025), donde el autor hace referencia al impacto que la obra de Paul Klee, Ángelus Novus, ejerció en el filósofo alemán Walter Benjamin, quien afirmó que la imagen le inspiraba cómo la Historia avanza sin mirar atrás, porque la fuerza del progreso la impele al futuro arrollando lo que encuentra a su paso…Paradojas del destino, hoy día esta obra se halla en el Museo de Israel, situado en Jerusalén Oeste, territorio ocupado desde 1948.
No es exactamente una metáfora de la guerra, pero me parece que hoy se resignifica: vivimos sometidos a una especie de inercia colectiva, en que nos sabemos manipulados -anestesiados- por esos “nuevos señores feudales del Siglo XXI” (Yanis Varoufakis, Tecnofeudalismo) hasta el punto de que millones las personas asumen y promueven ideas conspiranoicas, ahistóricas o míticas -léase la Tierra Prometida-. Hoy, asistimos a una nueva mirada del ángel de la historia que observa impertérrito el genocidio palestino retransmitido en directo, con un derecho internacional indolente. Esta es la mirada esquiva que hiere al mundo.
A pesar de la tristeza y la impotencia, debemos seguir adelante. Debemos apostar por una educación que ensanche los horizontes del alumnado, que no les ofrezca respuestas cerradas sino preguntas, dudas, problemas. Desde las Ciencias Sociales debemos construir un relato que analice críticamente este presente y abra caminos de transformación para las generaciones futuras. Aquí la didáctica de la Historia nos ofrece claves fundamentales. Autores como Joan Pagès y Antoni Santisteban destacan la necesidad de una enseñanza orientada a la formación de una ciudadanía crítica, capaz de interpretar la complejidad del mundo y de actuar en él. Recordemos que pensar históricamente implica cuestionar narrativas oficiales, contrastar fuentes y comprender el pasado en su complejidad multicausal. No es tarea fácil, pero tratemos de convertir el aula en un espacio de memoria y conciencia histórica.
La nueva realidad exige también más reflexión filosófica en las aulas y focalizar la atención en las emociones de nuestros estudiantes. Como docentes, debemos transmitir un compromiso firme con la búsqueda de la verdad, la confianza en la dignidad humana y en la resiliencia de los pueblos, sin olvidar nunca la historia de los oprimidos, de los vencidos, de los silenciados.
Por insoportable que sea la violencia del presente, hay que mirar. Y, sobre todo, hay que enseñar a mirar.