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El punto de partida podría ser material. El desempleo juvenil en España sigue siendo de los más altos de Europa y la temporalidad laboral se cronifica. Aunque muchos jóvenes cuentan con titulaciones superiores, sus salarios no les permiten emanciparse. Según Eurostat, la edad media de emancipación en España ronda los 30 años, frente a los 26 de media europea. El Consejo de la Juventud calcula que para alquilar una vivienda individual en una gran ciudad se necesitaría más del 90 % del salario medio juvenil.
La sensación de “generación bloqueada” es evidente: estudiar y trabajar ya no garantizan ascenso social. Ante este horizonte, gana atractivo un discurso que promete menos trabas, más libertad individual y soluciones rápidas frente a un Estado visto como ineficaz.
El desencanto institucional es otro factor clave. Una encuesta de 40dB para El País y la SER mostraba en 2024 que el 26 % de los jóvenes de entre 18 y 26 años estaría dispuesto a aceptar un régimen autoritario en determinadas circunstancias. Y el CIS constató en 2025 que el 17 % de los españoles de entre 18 y 34 años comparte esta visión. Además, más de la mitad declara insatisfacción con el funcionamiento de la democracia.
La conclusión es inquietante, ya que para una parte de la juventud, la democracia ya no se percibe como un bien incuestionable, sino como un sistema que no cumple. Y cuando las instituciones no convencen, los discursos que prometen autoridad y orden se vuelven más seductores.
También existe una dimensión simbólica. Muchos jóvenes sienten que el discurso progresista los acusa de forma permanente por ser hombres, por tener privilegios, por “no entender” los nuevos códigos sociales. Esta percepción de agravio alimenta un rechazo hacia lo que identifican como imposiciones “woke”.
Los datos confirman la brecha: por ejemplo, un estudio señalaba que más del 50 % de los hombres de entre 16 y 24 años considera que “ahora se discrimina más a los hombres”. Y un informe publicado en septiembre de 2025 mostraba que el 21 % de los hombres menores de 28 años se identifica con posiciones de ultraderecha, frente al 11 % de las mujeres. La batalla cultural no es un detalle, sino un vector central en el giro ideológico.
Ansiedad ante el futuro
A todo esto se suma la ansiedad por un futuro dominado por la crisis climática, las guerras, la inflación, la inteligencia artificial y la precarización del trabajo. Una generación que creció con la promesa de vivir mejor que sus padres percibe justo lo contrario. En este contexto, los mensajes que ofrecen certezas —aunque sean simplistas— resultan más atractivos que aquellos que hablan de sacrificios, transiciones o límites.
El bloqueo vital y la incertidumbre alimentan también una mutación cultural. Si el esfuerzo ya no garantiza progreso, se buscan atajos. Criptomonedas, apuestas en línea, especulación financiera o la fantasía del youtuber o influencer se convierten en referentes. Lo que antes se asociaba con la excepción hoy se normaliza como vía de ascenso.
Este desplazamiento refleja una crisis moral de fondo, en la que el valor del esfuerzo sostenido pierde peso frente al mito del enriquecimiento rápido. Y la derecha, con su apelación al riesgo, al mérito individual y a la libertad sin regulaciones, conecta mejor con esta mentalidad que una izquierda que insiste en la redistribución y la gestión colectiva de la escasez.
El viraje juvenil hacia la derecha no debe interpretarse como un giro conservador clásico, sino como una respuesta desesperada a la falta de horizontes. Mientras la izquierda no consiga reconstruir una narrativa creíble —que combine justicia social con oportunidades reales y un proyecto moral convincente— seguirá cediendo espacio a discursos que prometen seguridad y libertad, aunque sea a costa de erosionar la democracia.
El reto es mayúsculo: no se trata solo de ofrecer empleo y vivienda, sino también de recuperar la confianza en que el futuro puede ser algo más que un salto al vacío o una jugada rápida.