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En las últimas semanas he escuchado y leído diversas opiniones que cuestionan el aprendizaje basado en proyectos y otras metodologías activas. Algunas personas ponen en duda su eficacia, aludiendo a que son solo juegos o inventos pedagógicos modernos. Otros incluso meten a las TIC en el mismo saco, como si las herramientas fueran en sí mismas metodologías o representaran una forma particular de enseñar. Todas estas afirmaciones que reivindican la EGB y la educación de antaño suelen partir de la idea de que lo “moderno” no es necesariamente mejor. En ellas se apela a una cierta nostalgia por la escuela de antes, cuando, según se dice, los métodos eran más serios y el aprendizaje, más riguroso.
Ya hemos hablado del sesgo del superviviente en un artículo anterior, donde mostramos que los tiempos pasados no siempre fueron mejores, pero más allá de ese debate, lo que realmente me llama la atención es la idea de que estas metodologías, que defienden la importancia del aprendizaje activo del alumnado, son algo “moderno”. Esta afirmación evidencia un gran desconocimiento de la pedagogía y de la historia de la educación, porque el enfoque didáctico que sostiene que el aprendizaje debe basarse en la experiencia activa del estudiante tiene más de un siglo de existencia. De hecho, podríamos decir que el cuestionamiento de los enfoques meramente instructivos ha sido una constante a lo largo de la historia de la educación. Cada cierto tiempo, siempre ha habido autores y distintas corrientes pedagógicas que han puesto en duda la eficacia de una enseñanza centrada únicamente en la transmisión de contenidos, señalando la necesidad de involucrar al estudiante en su propio proceso de aprendizaje.
El cuestionamiento de los enfoques meramente instructivos ha sido una constante a lo largo de la historia de la educación
En nuestro país, hace más de cien años se impulsó en la Institución Libre de Enseñanza una pedagogía integral y activa basada en el desarrollo del pensamiento crítico y la experiencia directa:
“El mundo entero debe ser, desde el primer instante, objeto de atención y materia de aprendizaje para el niño, como lo sigue siendo, más tarde, para el hombre. Enseñarle a pensar en todo lo que le rodea y a hacer activas las facultades racionales es mostrarle el camino por donde se va al verdadero conocimiento, que sirve después para la vida. Educar antes que instruir; hacer del niño, en vez de un almacén, un campo cultivable.” (Bartolomé Cossio, 1879)
Sin embargo, el franquismo acabó con los modelos pedagógicos activos que estaban prosperando en España e impuso un sistema educativo autoritario y rígido, muy alejado de las corrientes renovadoras europeas. Un ejemplo claro fue la desaparición de la Institución Libre de Enseñanza, que había tenido una profunda influencia en la vida intelectual española y desempeñado un papel fundamental en la renovación cultural y educativa del país. Todo ese impulso de modernización se vio finalmente truncado con la Guerra Civil y la posterior dictadura.
Como decíamos, defender el aprendizaje activo no es algo nuevo. En Democracy and Education (1916) John Dewey ya hablaba del learning by doing, el aprendizaje a través de la acción. Su discípulo, Kilpatrick siguió trabajando con esta idea y propuso un método por proyectos. Más adelante, Piaget señaló que el conocimiento se construye mediante la experiencia y la interacción social y planteaba que es importante tener en cuenta los conocimientos previos de los estudiantes a la hora de educar.
Mucho antes, Pestalozzi, en el siglo XVIII, ya defendía la importancia de la experiencia propia en el proceso de aprendizaje:
«Maestro, no le enseñes con palabras nada, absolutamente nada de lo que puedas enseñarle por efecto de la naturaleza de las cosas». (Pestalozzi y la nueva educación, por Ferriere, 1928).
Incluso Jean-Jacques Rousseau, en su obra Emilio, o de la educación, defendía la necesidad de enseñar a los niños a partir de su exploración del entorno y de reconocerlos no como adultos en miniatura, sino como sujetos con su propio modo de comprender el mundo.
Hasta Sócrates planteaba un enfoque que hoy conocemos como “método socrático”, que parte de la indagación dialéctica y es una estrategia que trata de guiar a los interlocutores a través de preguntas para descubrir las cosas por sí mismos en vez de recibir la respuesta de forma directa.
Entiendo que pueda resultar tentador, incluso romántico, pensar que uno es como Sócrates cuando da clase de Filosofía. Pero plantear un enfoque de trabajo centrado en el estudiante va mucho más allá de recibir una clase sobre el Imperio romano en la que los estudiantes son meros oyentes. Conviene recordar que dentro de la clase magistral también hay muchos matices: se puede ser un excelente o un pésimo docente. Una lección expositiva puede incluir preguntas, ejemplos y dinámicas que interpelen al alumnado, que lo hagan pensar y participar; o, por el contrario, puede limitarse a repetir lo que la editorial ha decidido que los alumnos deben memorizar.
Un proyecto no es simplemente un trabajo para casa, ni el aprendizaje significativo consiste únicamente en explicar algo “para que se entienda”
Quizás el asunto es que no entendemos tampoco muy bien a nivel pedagógico qué es el aprendizaje basado en proyectos o el aprendizaje significativo. Un proyecto no es simplemente un trabajo para casa, ni el aprendizaje significativo consiste únicamente en explicar algo “para que se entienda”. Ambos enfoques implican un cambio profundo en la forma de concebir la enseñanza: el estudiante deja de ser un receptor pasivo y pasa a construir activamente su conocimiento a partir de la experiencia y la conexión con lo que ya sabe.
También es importante entender que la lección magistral y el aprendizaje basado en proyectos no son enfoques incompatibles; pueden convivir perfectamente, y, de hecho, lo ideal es utilizar distintas herramientas, metodologías y recursos en la docencia. Sin embargo, si miramos la historia de la educación, lo que sí encontramos es una tensión constante entre dos visiones opuestas: por un lado, quienes consideran que enseñar consiste principalmente en transmitir contenidos y presentar información; y los que piensan que enseñar implica ayudar a otras personas a pensar, crear y participar activamente en su entorno y en la sociedad. Hace siglos que nuestras democracias y los sistemas educativos de buena parte del mundo optaron (al menos en su marco teórico) por este segundo modelo. La educación se concibe así no solo como un medio para adquirir información, sino como una herramienta para desarrollar el pensamiento crítico y valores democráticos, y esto pasa, inevitablemente, por plantearnos en algún momento tareas en las que el estudiante tenga que levantar la cabeza del libro de texto.
¿Y qué tienen que ver todo esto con las tecnologías? Pues es curioso porque con frecuencia se ha entendido, de forma errónea, que el simple uso de recursos digitales equivale a innovación educativa. De ahí que abunden las imágenes de responsables políticos probando gafas de realidad virtual en las escuelas, como si la tecnología, por sí sola, garantizara una mejora en el aprendizaje. Además, en algunos lugares se ha intentado incorporar la tecnología bajo el paradigma instruccional clásico, y por eso tenemos libros de texto digitales y a niños y niñas memorizando frente a una pantalla. Ahora que hemos comprobado que eso es un disparate, en lugar de preguntarnos cómo podríamos utilizarlas de forma adecuada, se plantea eliminarlas del sistema educativo, bajo el pensamiento mágico de que, si las quitamos, desaparecerá el problema. Parece que buscamos cualquier excusa antes que reconocer que la clave no está en la herramienta, sino en la metodología.
Si aceptamos que un portátil o una tablet no sirven simplemente como sustitutos del libro de texto, entonces debemos asumir que su uso exige un cambio pedagógico profundo
Pero lo que realmente creo que subyace en la crítica de muchos hacia las tecnologías es el hecho de que, si nos planteamos incorporarlas bien necesariamente estamos abocados a un cambio pedagógico. Si aceptamos que un portátil o una tablet no sirven simplemente como sustitutos del libro de texto, entonces debemos asumir que su uso exige un cambio pedagógico profundo: diseñar proyectos, plantear tareas de búsqueda de información, creación de recursos y colaboración entre estudiantes. Y eso, inevitablemente, saca de su zona de confort a muchos docentes, al tiempo que plantea a los responsables educativos la obligación de dotar al profesorado de los recursos, la formación y los tiempos necesarios para hacerlo posible. De hecho, tenemos estudios que indican que los profesores que son más innovadores a nivel didáctico tienden a utilizar más las tecnologías y a colaborar digitalmente. Es decir, trabajar bien con la tecnología implica superar la instrucción directa como única forma de enseñanza.
No quisiera enarbolar teorías de la conspiración, pero esta sucesión de informes que defienden el libro en papel y los discursos que ensalzan la instrucción directa parecen responder a algo más que una simple preferencia pedagógica. Tal vez sea una forma de frenar el cambio y proteger a determinados sectores con gran influencia en el sistema educativo. Por ello, defender los principios históricos de la educación activa y centrada en el estudiante es apostar por una escuela que forme personas críticas, autónomas y capaces de entender el mundo en el que viven. Además, por cierto, de cumplir la ley.
Recordemos que no existen métodos ni recursos buenos o malos por sí mismos. La clave está en el equilibrio, en saber combinar distintas estrategias según el contexto, los objetivos y las necesidades del alumnado. Esto no implica que la clase magistral no tenga sentido. Lo tiene, y puede ser una herramienta poderosa. El problema aparece cuando solo hacemos instrucción directa, cuando entendemos que educar es simplemente transmitir información y memorizar un contenido. Ese modelo tenía sentido en una época en la que pocos podían acceder a la información y las instituciones educativas eran prácticamente su única fuente. Pero en el mundo actual, donde la información está al alcance de cualquiera en segundos, ese enfoque ya no resulta pertinente. No obstante, sabemos que el modelo tradicional sigue siendo predominante, y que todavía hoy muchas aulas se basan casi exclusivamente en la transmisión de contenidos. Eso es precisamente lo que cuestionaban Dewey y muchos otros hace ya más de un siglo, y es lo que seguimos cuestionando muchos hoy. No se trata de modas modernas, sino de la necesidad de hacer un análisis claro sobre el sentido de la educación: sobre qué significa realmente aprender y enseñar en una sociedad que cambia.